Notas sobre “Carta al teniente Shogún” de Lurgio Gavilán

Lurgio Gavilán es autor de Memorias de un soldado desconocido,[1] un libro que fue recibido con enorme interés en el campo de los estudios sobre la memoria en el Perú. En ese libro narra su pertenencia sucesiva a Sendero Luminoso, el Ejército Peruano y la comunidad religiosa de los Franciscanos. Después de esa peripecia, Lurgio Gavilán hizo estudios de antropología y pasó a la vida académica. La experiencia narrada por Gavilán fue particularmente sugerente para los estudios de memoria porque ilustra el carácter cambiante e incluso mixto de los sujetos en un conflicto y los riesgos de leer una experiencia colectiva tan compleja de manera esquemática.

Carta al teniente Shogún,[2] su segundo libro, está obviamente relacionado con el anterior, aunque no es su continuación; más bien, recorre los mismos episodios biográficos, pero ahora con un leit motiv particular: es un gesto dirigido a ese teniente del Ejército Peruano que lo salvó de ser ejecutado cuando su patrulla abatió a la columna senderista que integraba el autor, después de lo cual lo incorporó al ejército. Lurgio Gavilán presenta su travesía vital como una carta a Shogún, y su relato está impregnado de una interrogación trunca: ¿por qué razón Shogún le salvó la vida, cuando lo esperable habría sido que permitiera su ejecución arbitraria?

Sujetos y organizaciones

Este momento tiene una especial significación; es un episodio en el cual el principio humanitario vence al impulso de represalia o al simple impulso de crueldad que al parecer está sembrado en la formación de los profesionales de la guerra. De hecho, hacia el final del libro, al contar un encuentro con antiguos camaradas, Gavilán ofrece ejemplos muy cruentos de cómo se induce esa deshumanización en el entrenamiento del soldado.

Ahora bien, ¿de dónde puede surgir una conducta humanitaria? No encontramos respuesta a esa pregunta porque Shogún no está ahí para contestarla: ¿se trató de una decisión puramente personal, de un acto de piedad pasajero y único? ¿O fue una decisión encuadrada en un cambio institucional, un paulatino aprendizaje del deber de respetar ciertas normas? ¿Cómo fue valorada la decisión de Shogún en ese momento por otros soldados y oficiales y cómo lo sería en este momento?

La respuesta de Gavilán es ambivalente. En algunos pasajes señala que él y sus camaradas, los soldados de Shogún, siempre evitaron ensañamientos y sevicias, lo que nos hablaría de un código moral de grupo y, quizá, de un momento de cambio en el conflicto. En otros momentos, más bien, menciona actos criminales contra los detenidos.

Si el libro sugiere, pero no desarrolla, el problema de la actitud humanitaria en la guerra, también abre preguntas sobre la experiencia en Sendero Luminoso. En tanto expresión de una memoriaCarta al teniente Shogun nos conduce hacia la individualidad o la subjetividad de esa persona que conocemos únicamente como senderista o terrorista.

La memoria de Gavilán permite preguntarse cuántas formas diversas de ser senderista hubo en realidad. No existe solamente el hombre rojo con sus diversas motivaciones deliberadas, para citar un estudio del recordado Gonzalo Portocarrero;[3] existe también aquel que fue víctima de Sendero Luminoso en un sentido jurídico, como cuando hablamos de reclutamiento forzado de niños y niñas, o en un sentido ampliamente social, como cuando hablamos de aquellos enrolados en Sendero Luminoso con la expectativa de vencer a la exclusión social. El senderista que aparece en este libro era un niño que solo sabía o creía que iba a hacer algo contra la injusticia social, pero que no era un sujeto ideologizado. Ahí reside ya un desencuentro trágico: como sabemos, la violencia más cruenta de SL contra las comunidades ayacuchanas comienza, precisamente, con el choque entre la empresa ideológica de Sendero Luminoso y las estrategias económicas tradicionales de dichas comunidades.

Los escritos de Lurgio Gavilán, como ya se ha dicho, pertenecen al campo de la memoria. Pero tienen una doble valencia. Por un lado, nos llegan como testimonio directo. Por otro lado, son el producto de un científico social. Al mismo tiempo que cuentan una experiencia propia prometen una reflexión sobre lo que significa hacer memoria del conflicto. Eso, para usar una idea recurrente en el campo, los coloca en una zona gris que complica su lectura y que, sobre todo, exige considerar críticamente cómo leen este género de testimonios y reflexiones los especialistas en la memoria de la violencia.

¿Trampas de la memoria?

Se podría decir que la experiencia de Gavilán es excepcional al menos en dos sentidos de la palabra: en lo que tiene de rica y compleja, y también en un sentido estadístico. Es infrecuente una trayectoria múltiple como la suya: de comunero a senderista, de senderista a soldado del ejército, de soldado a religioso y de religioso a académico. Así, leer esa experiencia singular sin generalizaciones fáciles obliga a preguntarse qué hay en ella de representativa. Es decir: ¿qué aspectos de esa vida hablan de nuestra historia? ¿y qué aspectos de su ámbito geográfico nos hablan de nuestro espacio nacional? ¿Cuáles son, así, las raíces y las implicancias sociales de una biografía individual?

Sobre esto, cabe hacer alguna observación vinculada sobre todo con el relato de la vida familiar y comunal antes de la violencia o el breve relato de la relación con Rosaura, ya en las filas de Sendero Luminoso. En ambos casos el relato cae en el estereotipo, lo cual opaca su eficacia como documento social o erosiona su credibilidad. Pero ese abordaje edulcorado ¿es una trampa de la memoria? ¿O es una astucia retórica del autor para inducir una mirada irónica en el lector?

Si se atiende a los rasgos de estilo, uno encuentra una escritura hecha de tópicos del mundo rural, un repertorio retórico muy recurrente en cierta escritura indigenista (algunos cuentos tempranos de Arguedas, la poesía de Mario Florián o de Valle Goicochea, por ejemplo). Pero esto puede ser una trampa de la memoria. Es frecuente que la memoria idealice el pasado anterior a la violencia y muchas veces eso resulta de la interacción de dos fenómenos: la búsqueda de un lugar en el tiempo al cual regresar después del trauma, y la economía del sentido común, que trabaja con material prefabricado, con elementos ya enraizados en el discurso público. Esa idealización del pasado suele aparecer, por ejemplo, en las representaciones pictóricas de la violencia: la vida comunal como una arcadia previa a la llegada de SL o de las fuerzas armadas. Es deber del estudioso de la memoria preguntarse si esa idealización es un fenómeno psicológico o un efecto retórico inercial, o de qué manera es una combinación de ambos.

Esas mismas páginas que transmiten serenidad y celebración de la vida también pueden ser leídas por el reverso: ellas hablan, sin tono de denuncia, de la precariedad de la vida en el campo peruano, de la indefensión ante los ciclos de la naturaleza y ante los empujes de una modernidad inequitativa y racista. Pero esa opción tiene que ser traída por el lector, pues en el libro es solo una pálida posibilidad.

Del mismo modo, si hablamos de la relación con Rosaura dentro de la organización SL, esta se presenta con ecos del primer indigenismo literario, pero no muestra –aunque sí deja intuir— lo que pudo haber significado una relación de ese tipo  dentro de una organización totalitaria y jerárquica y que condenaba y proscribía muchos aspectos y necesidades de la vida privada como propias de un sentimentalismo burgués que debía ser extirpado.

Así, si Cartas al teniente Shogún es un relato inesperadamente convencional, puede ser leído con provecho si se presta atención a sus límites y limitaciones. Límites: sus contornos y fronteras. Es el relato de una experiencia personal que, precisamente, reclama mirar a lo que queda fuera. Se trata de ver la vida y el entorno del autor como envueltos y determinados por una realidad nacional fragmentada, excluyente, desigual. Se trata, también, de ver los límites temporales: la vida personal y comunal dentro de una historia marcada por una modernización que destruye modos de vida tradicionales sin reemplazarlos por algo nuevo y funcional; una historia de violencia que se remonta décadas atrás, hasta la lucha por la tierra, y atraviesa por la experiencia guerrillera de los sesenta, y la recurrente violencia estatal y terrateniente; el colapso de las diversas formas de poder político, económico y estatal en el campo, y la crónica negación de oportunidades y servicios, que obliga a inacabables migraciones internas.

Limitaciones: aquellas que se hacen notorias cuando situamos a libro y autor en su zona gris. Como testimonio de parte es fluido e interpelante, pero no dice más que lo que sabemos, e inclusive dice menos al eludir los túneles que comunican biografía e historia. Como reflexión de ciencia social, ejemplifica, sin proponérselo, el convencionalismo que los estudios sobre memoria necesitan superar: recordar para no repetir es, por ejemplo, otro leit motiv de Carta al teniente Shogún, pero no se dice qué es exactamente lo que no se desea repetir ni se examina el vínculo causal entre memoria y prevención. Aquí se plantea tareas teóricas, y retóricas, para nuestra comunidad intelectual.


[1] Gavilán, Lurgio. Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2012.

[2] Gavilán, Lurgio. Cartas al teniente Shogún. Lima. Debate, 2019.

[3] Portocarrero, Gonzalo. Razones de sangre. Aproximaciones a la violencia política. Lima, Fondo editorial de la PUCP, 1998, páginas 49-66.

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