¿Qué hacer? Corrupción y ausencia de política

Lo peor que podría sucedernos es empezar a perder los papeles ante los resultados que está obteniendo la estrategia adoptada por Odebrecht, que pasa de una actitud defensiva a una abiertamente agresiva. Puede ser un resultado deseado o simplemente un impacto colateral el hecho de que tras el retiro del procurador asignado para este caso, hubo una secuela que prácticamente licuó al Gabinete Ministerial, con cuatro renuncias sucesivas.

Nadie negará que todo ha sido sorprendentemente rápido y profundo, haciendo que aun aparezcamos desconcertados, para decir lo menos. Sin embargo, es posible que detrás de los hechos circunstanciales esté formándose un lecho sólido que permite a Odebrecht y demás agentes corruptos, desenvolverse en aguas favorables.

Al respecto, tuvimos el proceso electoral de enero, que podría leerse como uno de los más decepcionantes de los últimos tiempos. Debíamos elegir nuevos integrantes del Parlamento con la esperanza de obtener algo cualitativamente mejor al que fue disuelto en setiembre del año pasado. No fue así y la expresión ciudadana se manifestó con una alta indecisión previa, sin otorgarle mayoría a ninguna de las organizaciones que competían y con amplio márgenes de duda sobre la representatividad de los elegidos.

Sin embargo, la composición del nuevo Congreso no deja de ser también una buena noticia. No es ironía. Pocos hemos reparado que refleja, de alguna manera, un sinceramiento de la política peruana y, sobre todo, la capacidad del sistema para anidar las expresiones radicales y obligarlas a negociar sus objetivos.

Además, va intuyéndose la disolución de viejas organizaciones y la conformación de nuevas pero -y esto es lo preocupante- reproduciendo significativamente prácticas e ideas que no compatibilizan necesariamente con un ambiente democrático. Si tenemos entre manos la aprobación de una reforma política esto debe inquietarnos: ¿querrán los nuevos representantes realmente reformar lo que vemos mal en la política o –definitivamente- no se puede en las actuales circunstancias?

En esa línea, hay varios aspectos que van quedando como “puntos de equilibrio” en la actual política peruana. Uno de ellos, que casi no lo analizamos, es la naturalización del “endurecimiento” como característica fundamental que debe contener las políticas públicas que buscan soluciones a los principales problemas que señalamos los peruanos y peruanas. En pocas palabras, parece habernos llegado el momento de darle oportunidad a toda propuesta que ofrezca una solución tajante, sin considerar los daños que podrían provocar en los derechos de las personas ni en el funcionamiento del estado de derecho.

En efecto, hemos dado representación congresal a opciones abiertamente confesionales, xenófobas, homofóbicas, represoras y demás, dejando constancia de que su acción política va por caminos opuestos a cualquier supuesto democrático liberal. Entonces, debemos explicarnos esta articulación al parecer armoniosa entre la aspiración a un orden manifiestamente autoritario de las condiciones sociales y económicas internas, la forma adquirida por el Estado y las condiciones políticas para su funcionamiento así como sus modalidades de representación política y parlamentaria y, de otro lado, los modelos de gobernanza auspiciados desde el sistema multilateral.

Al respecto, no es solamente la propensión a fusilar a todos aquellos que no comulgan con sus ideas y sentido moral, como proponen unos, ni tener como solución a la inseguridad ciudadana la intervención militar, como argumentan otros.  Hay que remarcar también que un denominador común en todas las bancadas que, además, comparten con el Ejecutivo y el Congreso anterior es que ninguna ha tenido un planteamiento político y una solución por el estilo al problema de la corrupción, que no sean fórmulas manidas como “inflexibles” y que debe irse “hasta el final”, “caiga quien caiga”.

¿Cuáles son los límites de una “mano dura” que tanto atrae a un electorado cansado de una situación que impacta negativamente en su vida cotidiana? En el caso de la corrupción, creemos, ningún peruano está en la capacidad de cuantificarlo, es un hastío subjetivo, parte del sentido de lo justo que impregna nuestras vidas y percibir que nada hay tan injusto como un político que “se la lleva toda” sin merecerlo en lo más mínimo.

Entonces, pareciera un capítulo más de un “control ciudadano” que tomó forma tiempo atrás con la sentencia “que se vayan todos” que si bien ha acotado a la fuerza la discrecionalidad de las autoridades y funcionarios del Estado peruano, ha devenido en una fórmula informal de accountability vertical ante la defección de los canales institucionales y, por lo mismo, un mecanismo sumamente precario que no propende al fortalecimiento democrático. 

Pero, hay más. Lo hecho hasta el momento en materia anti-corrupción no está siendo asociada a más y mejor democracia, como debiera ser, circunscribiéndose a lo que buenamente puede avanzar en el ámbito legal un grupo de fiscales y jueces. Menos aún, ni siquiera hemos considerado que debemos hacerla formar parte de un marco global que busca disminuir la incidencia de este delito, por los inmensos daños que provoca en términos económicos y, especialmente, en la adecuada gobernanza nacional y global.

Como señala Vergara[1], la corrupción sistémica, que abarca formas estructurales de corrupción, como la corrupción legal e institucional, no solo es diferente de los significados del término basados en el actor: la elusión y violación de la ley por parte de un clan o clase para su propio beneficio o la compra de influencias políticas por intereses privados, sino que incluso difiere de las definiciones de corrupción que pone como cuestión central el debilitamiento del estado de derecho. En suma, una comprensión de las cosas desde la noción de corrupción sistémica nos conduce a la naturaleza misma de la estructura politica y económica, dejando de lado la posibilidad de controlarla sin afectar este fundamento.

Ante esto, ¿cómo podemos formular un debate respecto a derechos afectados por la corrupción, más allá de lo que digan los abogados o dirigentes políticos, cuando lo que está en cuestión no es fundamentalmente el grado delictivo del comportamiento de los corruptos, sino cómo estos delitos afectan los derechos que el Estado garantiza y, a su vez, cómo controla la acción de las corporaciones y las fuerza a que este objetivo –no dañar derechos reconocidos- sea parte de sus obligaciones?

Esto es, creemos, lo que debería poner sobre el tapete la intención de Odebrecht de denunciar al Estado peruano ante CIADI. En otras palabras, esta acción de la empresa brasilera no se ha activado teniendo en consideración solamente que esta posibilidad estaba estipulada en los contratos. En sus cálculos hay muchos más factores como, por ejemplo, el peso específico que podría tener Perú en las jurisdicciones internacionales, su capacidad de defensa en estas instancias, los ámbitos y espacios que forman parte de su estrategia, la direccionalidad, calidad y cantidad del impacto que una u otra sentencia podría provocar, etc.

Es decir, en estos espacios se ponen en juego mucho más que un básico sentido de lo legal y en eso no estamos precisamente en las mejores posiciones. Así, debemos tomar en consideración que la “lucha contra la corrupción” que promueven actualmente los organismos multilaterales no forma parte, como sucedió décadas atrás, de una oferta para tratar, por ejemplo, secuelas provocadas por el colonialismo, como un proyecto de paz mundial o  como marco para la emancipación, la independencia y la prosperidad de los países. Incluso, es difícilmente creíble que a estas alturas podamos asociarla al bienestar y desarrollo prometidos por el Consenso de Washington luego del fin de la Guerra Fría, como se entendía sus programas en los años 90.

Lo que vemos en el mundo actual es un creciente desorden de los mercados globales, crisis energética, crisis ambiental, crisis alimentaria y la reanudación de la guerra bajo nuevos formatos como expediente para disciplinar las relaciones internacionales. En este contexto, la corrupción imperante es un indicador de cuánta influencia y control tiene la dimensión ilegal e informal que se extiende por el mundo, dominando gobiernos a través de empresas difícilmente controlables con los actuales marcos normativos y como éstas proceden a una acumulación que ponen en situación de eminente colapso al orden internacional.

En ese sentido, ahora que ponemos en tela de juicio parte de lo actuado por los fiscales encargados de llevar adelante los procesos que implica a las empresas constructoras brasileñas, debemos tomar nota que no todo corresponde a las acciones que hagan o dejen de hacer. Lo más importante ahora resulta ser la posición politica del Ejecutivo sobre la corrupción, que metas se propone, saber cuáles son sus instrumentos y que resultados ha alcanzado.

Así, no estaría mal revisar los logros que se habrían alcanzado con los instrumentos desarrollados para dicho fin, como el Plan Nacional de Integridad y Lucha contra la Corrupción 2018-2021 que reemplazó al Plan Nacional de Lucha contra la Corrupción que iba hasta el 2017, definidos como una estrategia que articula acciones de prevención, detección, investigación y sanción, diferenciando los distintos niveles de corrupción que existen y la manera diferenciada de su impacto, así como una estrategia de participación conjunta y articuladas de las entidades y la sociedad en su conjunto.

Pese a los avances que muestran, debe subrayarse que no incorpora cuestiones que se espera de toda política pública actualmente, como un enfoque basado en derechos, no se visibiliza a los ciudadanos, pues el plan no tiene enfoque participativo; tampoco dice nada sobre cómo reformar el Estado para asegurar un futuro con menos corrupción. Más aún, se establece dos líneas de acción prioritarias, una la prevención y la otra realizar acciones en el ámbito sub-nacional considerando que “en los últimos años se han incrementado los casos de corrupción en los gobiernos regionales y locales, desarrollando peligrosas acciones delictivas incluso vinculadas al crimen organizado”, lo que manifiesta un sesgo peligroso contra los gobiernos sub-nacionales, cuando la evidencia muestra que todos los ex gobernantes del Perú están requeridos, de una u otra forma, por la ley: el problema no son los gobiernos locales o regionales sino el Estado en su conjunto.

De otro lado, según el Plan se han organizado sesenta y nueve acciones, cada una con su respectivo indicador, pero el detalle es que salvo unos pocos esos indicadores no tienen línea de base, de manera que se puede llegar a cualquier resultado y siempre serán buenos. En suma, debemos ponernos al día, siendo una exigencia minimalista el alineamiento con las propuestas de los organismos multilaterales que, para el caso,  resultan radicales para lo que estamos viendo en el país en materia de política contra la corrupción, especialmente en el tratamiento de los agentes privados.  

De esta manera, la corrupción entre nosotros además de ser una expresión de un problema generalizado en el mundo también es síntoma de una profunda crisis de la democracia peruana, casi veinte años después de haberse relanzado. Sin duda, la crisis del Estado peruano es una crisis del sistema de poder que se organizó entre nosotros bajo la égida del neoliberalismo. Como señala Bobbio: “El Estado está en crisis cuando no tiene el poder suficiente para cumplir con sus deberes. El problema de la ingobernabilidad es la versión contemporánea del problema del Estado que peca no por exceso sino por defecto de poder”[2].


[1] Camila Vergara: “Corruption as systemic political decay”. En Philosophy and Social Criticism 13, 1–25; 2019

[2] Norberto Bobbio: “La crisis de la democracia y la lección de los clásicos”, en Bobbio y otros: Crisis de la democracia. Ariel, Barcelona, 1985.

Sobre el autor o autora

Eduardo Toche
Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo - DESCO. Coordinador del Grupo de Trabajo de CLACSO “Neoliberalismo, desarrollo y políticas públicas”, Perú

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