Si 1986 fue el año de Hernando de Soto, el ILD y la publicación de El otro sendero, 1987 fue el de Mario Vargas Llosa. Sabido es que el autor de Conversación en la Catedral nunca había ocultado sus pasiones políticas. De joven había sido de izquierda, incluso apoyó la Revolución Cubana, pero, hacia los años setenta, fue abandonando las utopías revolucionarias para migrar a posiciones liberales, como él mismo lo testimonia en su libro de ensayos La llamada de la tribu (Madrid, 2018). Enemigo de cualquier forma de autoritarismo, en discursos, entrevistas y artículos periodísticos Vargas Llosa no ocultó su conversión ideológica al libre mercado, al discreto rol del Estado en la vida económica, a la defensa de la propiedad privada y al respeto escrupuloso derechos humanos. Sin embargo, eran posiciones intelectuales, sin ninguna insinuación de querer vincularse a la política partidaria. Su vida estaba concentrada en la actividad académica.
Pero en 1987 las pretensiones de Alan García de estatizar la banca produjeron un repentino cambio de rumbo a la vida del escritor. En un primer momento, sintió el deber cívico y ético de organizar una movilización contra una medida que no solo vulneraba la libertad económica sino también convertía al Estado en una institución aún más abusiva de lo que históricamente había sido no solo en el Perú sino en toda América Latina. Junto a otros intelectuales liberales, como Hernando de Soto, salió a las calles a rechazar el autoritarismo económico, defender la libertad y denunciar que esas medidas lo único que traían eran más atraso y pobreza al ya, secularmente, castigado país. Ese fue el inicio de “Libertad”, una agrupación abierta, liderada por Vargas Llosa e integrada por una nueva generación de intelectuales, políticos y empresarios teóricamente “liberales”. Se trataba de un movimiento cívico, no de un partido político. Sin embargo, ya muchos veían en Vargas Llosa la carta fija –o la única salida- para remontar la crisis económica producida por el populismo del primer gobierno aprista de cara a la justa presidencial de 1990.
De esta manera, Vargas Llosa se vio cada vez más envuelto en la candidatura, la que terminó formalizándose cuando, al carecer “Libertad” de una estructura partidaria a nivel nacional, se alió con Acción Popular (AP) y el Partido Popular Cristiano (PPC) y formó una alianza electoral, el Frente Democrático (en adelante, el FREDEMO). Para muchos, ese fue su primer error: no distanciarse de ambas agrupaciones, en parte responsables de la crisis política, en un momento en el que la ciudadanía andaba en búsqueda de rostros nuevos, de independientes ajenos a la “partidocracia”[1].
Vargas Llosa continuó con su ventura política. En calles y plazas de todo el país y en spots publicitarios prometía reformas neoliberales para reducir el Estado y promover la empresa privada, así como la necesidad de reinsertar al Perú en el mundo financiero y aplicar un ajuste económico (shock) para atacar la hiperinflación. Casi todos los medios de comunicación y el empresariado nacional parecían cerrar filas con la candidatura del FREDEMO y todas las encuestas coincidían en un triunfo inminente del autor de La ciudad y los perros.
Pero el discurso vargallosiano empezó a ser duramente desvirtuado por el APRA y toda la izquierda que, careciendo de cualquier posibilidad de triunfo, orquestaron una campaña de miedo frente a lo que podía ocurrir si triunfaba el novelista: despidos masivos por la privatización de empresas públicas y reducción del tamaño de la estructura del Estado; alza incontenible de precios por la aplicación del shock; y fin de la gratuidad de la enseñanza y de otros servicios del Estado, como la Seguridad Social.
Pero esta contracampaña, en la que tuvo abierto protagonismo el propio presidente García, no bastaba. Había que encontrar a la persona que pudiera arrebatarle el triunfo a Vargas Llosa, pues las candidaturas de Luis Alva Castro (APRA), Alfonso Barrantes (Izquierda Socialista) y Henry Pease (Izquierda Unida) estaban condenadas a la derrota. Fue allí que surgió la opción de apoyar a un ingeniero agrónomo, descendiente de japoneses, Alberto Fujimori, quien había formado (en realidad, improvisado) una agrupación, “Cambio 90”, y recorría las calles con un pequeño tractor bajo el lema “Honradez, Tecnología y Trabajo”. Había aparecido el outsider indicado.
Como sabemos, tras dos vueltas electorales intensas y polarizadas Fujimori ganó. Luego del triunfo fue “convenciéndose” de la necesidad de un ajuste drástico, el shock que había rechazado durante su campaña electoral, siguiendo los lineamientos de la “ortodoxia”. El reto era cómo conciliar estas duras medidas, y luego la reforma liberal, sin perder el apoyo social. La solución fue el neopopulismo, clave para entender sus diez años de gobierno: liderazgo personal, soporte político de grupos muy heterogéneos y relación directa con el pueblo, alterando la institucionalidad. De esta manera, fue construyendo su legitimidad, no tanto en principios de ciudadanía sino en sus “logros”, en este caso los económicos. Este modelo debía contar, además, con el respaldo de la comunidad financiera internacional y, lógicamente, de las Fuerzas Armadas.
El primer reto fue aplicar el famoso fujishock y no perder el respaldo electoral, luego vendrían las reformas “estructurales”. El programa de estabilización fue anunciado por el Ministro de Economía, el acciopopulista Juan Carlos Hurtado Miller, y su objetivo era muy claro: reducir drásticamente la inflación. Se eliminaron los subsidios a los precios y se recortó el gasto social, y se aumentaron las tasas de interés y los impuestos. Con estas medidas, la gasolina subió 3,000%, la tarifa del agua 8 veces y la de la electricidad 5 veces. A pesar de que Fujimori prometió proteger a los sectores más vulnerables de la población con $400 millones tras el shock, al final solo se destinaron $90 millones. El resultado más espectacular fue que la inflación descendió de 7,650% en 1990 a 55% en 1992. Para sorpresa de la opinión pública, a pesar de las medidas draconianas, la popularidad de Fujimori siguió siendo muy alta.
Hacia 1991 llegó el anuncio de las reformas “estructurales” por parte del nuevo Ministro de Economía, Carlos Boloña, que persiguieron tres objetivos: consolidar la estabilización; reinsertar al Perú a la comunidad financiera internacional; y aplicar las reformas estructurales
Mediante la dación de 117 decretos legislativos dictados desde el Poder Ejecutivo, gracias a facultades extraordinarias concedidas por el Congreso, el “paquete” incluía la profundización de la liberalización comercial, la apertura de la cuenta de capitales, el inicio de las privatizaciones (reforma del Estado), la desregulación de los mercados laboral y financiero, reformas tributarias y arancelarias, incentivos a la inversión privada nacional y extranjera, y descentralización de algunos servicios sociales. En suma, se buscó abrir la economía hacia el exterior, luego de varias décadas de haber estado protegida. Como mencionábamos, las medidas también estaban pensadas para reconquistar la confianza de la banca internacional y “reinsertar” al país en el mundo financiero. Cabe destacar que Fujimori empezó a pagar puntualmente $60 millones mensuales a los organismos internacionales por concepto de deuda externa, que ahora ascendía a $21,000 millones.
Los éxitos macroeconómicos de las medidas contrastaron con sus efectos sociales. Entre 1990 y 1992, el ingreso real de los peruanos cayó en un 30%. Solo en Lima, el consumo disminuyó un 25% y más de un millón de trabajadores perdieron sus puestos de trabajo. De esta manera, el desempleo y subempleo aumentó de 81.4% en 1990 a 87.3% en 1993; el sector informal, por su lado, creció de 45.7% en 1990 a 57% en 1992. Se disparaban, por último, los niveles de desigualdad. Pero como anotábamos más arriba, la popularidad del Presidente se mantenía intacta, lo que le permitió dar el “autogolpe” del 5 de abril de 1992.
Como los efectos del shock y las medidas “estructurales” habían expandido los niveles de pobreza, el gobierno tuvo que implementar una serie mecanismos para reactivar el gasto social. Afortunadamente, hubo la “caja” necesaria, gracias a la venta de algunas empresas del Estado. Desde 1991, en que se creó una comisión gubernamental que aprobara la nueva ley de privatizaciones (COPRI), empezó lentamente el proceso, con tímidos resultados iniciales, hasta que, en diciembre de 1993, fue vendida la empresa estatal del hierro (HierroPerú) a una empresa china por $311.8 millones. Fue la venta más importante, pues a inicios de 1994, menos de $500 millones de los activos estatales se habían vendido. Pero en febrero de ese año, el ímpetu privatizador tuvo su pico histórico cuando las empresas estatales de telefonía (CPT) y telecomunicaciones (EntelPerú) fueron adquiridas por Telefónica de España a $2,000 millones, cuatro veces más de lo que había fijado el gobierno. La espectacular operación ($1,400 millones fueron directamente al tesoro público) abrió el camino para que otros inversores extranjeros se interesaran por empresas estatales vinculadas a la minería, la electricidad y la pesca. Casi todas las empresas públicas creadas durante el docenio militar estaban vendidas en 1995 a un monto aproximado de $3,000 millones.
A nivel internacional, el éxito de las privatizaciones bajó considerablemente la percepción del riesgo-país: la inflación estaba baja, el terrorismo había sido arrinconado y el PBI daba importantes signos de crecimiento: 6.9% en 1993 y un rotundo 12.9% en 1994, el más alto del mundo. Ahora sí podía pensarse en el gasto social. En 1991 la pobreza general afectaba al 55% de la población, y la pobreza extrema castigaba al 22% de los peruanos; asimismo, había que reestructurar el anquilosado sistema de pensiones.
Durante el segundo gobierno de Fujimori, 1995-2000, mientras se iban deteriorando la institucionalidad y arraigando la corrupción, el impulso reformista en la economía también perdió fuerza. Todo parecía estar concentrado en prolongar la vida del régimen más allá del 2000 y mucho dinero de las privatizaciones se esfumó en “comisiones”, clientelismo a través de los programas de ayuda social y en comprar lealtades de algunos empresarios, especialmente los vinculados a los medios de comunicación; hubo, además, un fuerte Fenómeno del Niño en 1998. A nivel internacional, de otro lado, una serie de crisis financieras (México 1995, “Tigres Asiáticos” 1997, Rusia 1998 y Brasil 1999) afectaron el ritmo de las exportaciones y el programa de privatización, ocasionando un cuadro de recesión. En 1997, la tasa de crecimiento fue de 6.9% y, en 1998, se experimentó un retroceso de -0.7%; al terminar su segundo mandato, Fujimori dejó una economía estancada con una tasa de 0.2%. En suma, todo lo que se avanzó hasta 1995 se vio distorsionado por razones externas, pero, sobre todo, internas (cálculo político y corrupción). Una de las herencias del modelo económico neoliberal implantado en esta década fue que la economía pasó a depender estrechamente de lo que suceda con el precio internacional de las materias primas y el arribo del capital extranjero lo cual, en el largo plazo, no es sostenible. Un criterio para medir los resultados del modelo es la lucha contra la pobreza. El porcentaje de pobres se redujo de 57.4% en 1991 a 50.7% en 1997; el porcentaje de pobres extremos retrocedió de 26.8% en 1991 a 14.7% en 1997; un logro poco significativo teniendo en cuenta los recursos con los que contaba el Estado. Tampoco se avanzó mucho en los que se refiere a “calidad” de empleo: entre 1995 y 1999, solo la mitad de la PEA tenía empleo adecuado; el resto estaba en el desempleo o el subempleo, según datos del Banco Central de Reserva.
La aplicación del neoliberalismo en el Perú merece, a nuestro entender, un análisis más profundo, pues se instaló en un escenario con muy particular: escasa institucionalidad, la economía informal más grande de América Latina, un país que se recuperaba de una voraz guerra contra el terrorismo, autoritarismo político y gran permisividad a la corrupción. Después de casi 30 años, son innegables sus logros macroeconómicos, pero las brechas sociales, materiales y culturales siguen vigentes, en una nueva versión tercermundista, que habría que tipificar, y que nos impiden competir adecuadamente frente a los desafíos de la globalización.
[1] Un primer aviso (y primer revés) fueron las elecciones municipales de 1989 cuando un outsider, el animador de televisión Ricardo Belmont, le arrebató la alcaldía de Lima al candidato del FREDEMO, el ingeniero Juan Incháustegui, venido de las filas de AP.
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