En los últimos años, el concepto de salud mental viene cobrando más fuerza en la opinión pública y medios de comunicación del país. Las cifras –que apenas son un indicador del drama humano detrás de las mismas– dan cuenta de una realidad nacional con altas tasas de suicidios y prevalencia de enfermedades tales como depresión, ansiedad, y conductas violentas. Asimismo, distintos sectores reconocen la existencia de una gran brecha en la atención, donde entre alrededor de cuatro de cada cinco personas que sufren algún tipo de trastorno no recibe atención médica adecuada, situación que afecta principalmente a aquellos de escasos recursos y residentes fuera de Lima, en donde se concentra la mayor oferta médica psicológica y psiquiátrica.
El problema es complejo, y son varias las causas que han determinado el estado actual de la asistencia pública de la salud mental. Para entender este problema en su total dimensión y establecer políticas efectivas, es clave abordarlo desde un análisis de larga duración, como el que realizo en mi artículo “Neoliberalismo, violencia política y salud mental en Perú (1990-2006)” y cuyos puntos centrales explico a continuación.
El estigma y la discriminación contra las personas con enfermedades mentales han existido a lo largo de toda la historia, pese a los cambios conceptuales de la enfermedad. Durante muchos años, las dolencias mentales fueron un área exclusiva de la medicina psiquiátrica, siendo los manicomios y luego los hospitales psiquiátricos el lugar de reclusión para quienes las padecían. El problema radica en que hemos mantenido esta percepción estigmatizante y segregacionista hacia las personas que presentan este tipo de trastornos.
El miedo a ser catalogado de “loco”, y el no reconocimiento de los trastornos mentales como una enfermedad han sido obstáculos estructurales para ampliar el acceso a tratamientos apropiados y accesibles de salud mental. Si bien es claro que existe un número insuficiente de especialistas y centros de atención, no es posible tampoco dejar de lado los factores culturales en un país tan diverso como Perú. No es de extrañar que un informe presentado hace ya algunos años por el Ministerio de Salud (2006) diera cuenta que las principales razones esgrimidas por los informantes para no tratar estas dolencias estaban: “lo debía superar solo”, “no tenía dinero”, “falta de confianza” y “duda del manejo del problema por los médicos”. Así, al no reconocerse como una enfermedad que precisa ayuda profesional, la gente está menos dispuesta a acudir a centros de salud.
Pese a los esfuerzos de médicos y activistas a nivel mundial y en Perú de presentar las dolencias mentales como cualquier otra que requiere atención médica, las personas siguen siendo reacias a reconocer públicamente el padecimiento de estos trastornos y buscar ayuda profesional. No ayuda cuando estos trastornos están cargados de una serie de prejuicios, que vienen de quienes ostentan importantes posiciones ya sea políticas o sociales. Por ejemplo, en 2016, cuatro meses después del fin de la segunda vuelta electoral, la ex-candidata presidencial por Fuerza Popular, Keiko Fujimori apareció ante la opinión pública con una polémica declaración que intentaba justificar su silencio tras la derrota electoral: “Decían y especulaban, está deprimida ¿depresión? no me conocen! jamás! eso es para perdedores, y yo no me siento perdedora”. Ante dichas declaraciones, la Asociación Psiquiátrica Peruana emitió un comunicado público en desagravio de las personas que padecen depresión en el país al ser caracterizadas como “perdedoras”. Algo similar ha ocurrido en el diagnóstico de una serie de feminicidios que afectan al país, donde se repite acríticamente y de manera autómata que el incremento de delitos de violación sexual de menores de edad, asesinatos de mujeres y situación de violencia son propiciados por personas con trastornos sicológicos y siquiátricos, lo cual invisibiliza la violencia misma como un problema estructural de la sociedad y perpetúa la estigmatización de aquellos que sufren alguno de estos trastornos.
En este debate, hay quienes señalan que el principal responsable de la precaria situación de la salud mental en el país es el Estado peruano. La falta de acceso a tratamiento adecuado a nivel nacional es consecuencia directa del reducido gasto en materia de salud, en especial hacia las enfermedades no transmisibles y de salud mental a las cuales sólo se destina un presupuesto ínfimo al interior del Ministerio de Salud. Hasta hace un par de años, cuando se inauguraron los Centros de Salud Mental Comunitaria a cargo de la Dirección de Salud Mental con financiamiento del gobierno, gran parte de los programas de salud mental habían dependido de organismos externos, lo cual repercutió en el desarrollo y continuidad de ciertos programas.
Durante la década de 1990 y 2000, con el ascenso de Alberto Fujimori al poder y la violenta implementación del sistema neoliberal, el Estado adoptó un rol marginal en la promoción y atención de la salud mental; y diversos proyectos e informes sobre el estado de salud mental de la población fueron posibles gracias al desarrollo y financiamiento de organismos internacionales.
En el área de salud pública, el colapso económico de fines de los años 1980 y el programa de estabilización de los 90, tuvo costos sociales inmediatos y drásticos. La hiperinflación disminuyó el ingreso de los hogares, y el programa de austeridad de inicios de los 90s tuvo un claro efecto en la pauperización de la población y en la reducción del presupuesto a diversas carteras del gobierno, entre ellas la de Salud. Durante los primeros años del gobierno fujimorista se realizaron algunos avances –si bien simbólicos– a la salud mental gracias a la publicación en 1991 del Plan Nacional de Salud Mental, el cual entraría en vigencia por los próximos diez años, cuyo objetivo era elevar el nivel de salud mental, desarrollo y calidad de vida de la población mediante la reducción de los problemas relacionados con los trastornos mentales, el uso indebido de alcohol y otras drogas y algunos problemas neurológicos y la incorporación de la atención de la salud mental en los cuidados generales de salud.
Pero esto no derivó de manera concreta en la elaboración de políticas, propuestas y planes de salud mental, y en el mejor de los casos terminó siendo apenas una hoja de ruta, al no contarse con los recursos humanos y financieros para llevarla a cabo ni la voluntad del gobierno de ese entonces. Como bien señala el Plan Nacional de 1991, el presupuesto del MINSA para salud mental era el 0.28% del gasto total de salud, estableciendo explícitamente la incapacidad del gobierno para llevar a cabo los cambios que el país necesitaba en esta área en particular. De ahí la dependencia hacia los organismos internacionales y las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), las que cumplieron un rol clave, especialmente en brindar atención a las víctimas de la violencia política en las zonas más afectadas por el Conflicto Armado Interno.
Sin embargo, el crecimiento económico sostenido de los últimos años ha generado que el país se haya convertido en un país de renta media, producto de lo cual ha disminuido la cooperación económica internacional, especialmente aquellas destinadas a proyectos de ONG. Asimismo, a nivel internacional se ha priorizado a las poblaciones de Medio Oriente y refugiados. La falta de financiamiento de muchas ONG ha generado un vacío en la atención y en la salud de la población, obligando a que el Estado asuma un rol más activo en la creación de espacios de atención de salud mental, como se ha venido realizando en los últimos años con la implementación de los Centros de Salud Mental Comunitaria.
Otro de los aspectos que poco se ha señalado a la hora de evaluar la situación de la salud mental en el país son las estadísticas deficientes, y las escasas investigaciones al respecto. ¿Cómo se puede implementar una política exitosa si se desconoce la magnitud misma, temporal y espacial, del problema? Uno de los principales obstáculos para generar políticas exitosas de salud mental es que la información está dispersa, o en muchos casos no ha sido compilada por los organismos competentes, lo que imposibilita a nivel nacional e internacional hacer un diagnóstico real del problema, y por ende generar soluciones. Por ejemplo, en las últimas dos ediciones del Atlas de Salud Mental (2011 y 2014), elaborado por la Organización Mundial de la Salud para informar sobre los recursos destinados a la salud mental en el mundo, la información sobre Perú presenta importantes vacíos. La falta de estadísticas actualizadas, disponibles y confiables afecta sin duda a la realización de políticas de salud pública, pero también tiene incidencia en el bajo número de investigaciones realizadas a nivel nacional, especialmente si lo comparamos con otros países de la región.
Aún queda mucho por avanzar para que la sociedad y el Estado le den la importancia que la salud mental tiene en el campo de la salud pública. Como se observa a nivel internacional, la depresión y ansiedad son las nuevas pandemias del siglo XXI. No sólo es necesario aumentar el número de Centros de Salud Mental Comunitario, los cuales según la Dirección de Salud Mental alcanzarían los 281 para el año 2021, sino que es necesario incrementar los recursos para realizar investigaciones epidemiológicas y disponer de información actualizada para realizar políticas de salud exitosas.
Pero lo más urgente es implementar una potente campaña de educación pública en diversos espacios para romper con los estigmas asociados con los trastornos mentales y quienes los padecen, para que de esa manera las personas aprendan a reconocer los síntomas y lo identifiquen como una enfermedad para la cual es necesaria ayuda profesional.
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