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Después de que el gobierno de Estados Unidos invocara formalmente, el 2 de abril, la Ley de Producción de Defensa (DPA) para poder atender la pandemia del COVID-19; prensa, redes y analistas retrataron a un despiadado Trump, xenófobo como solo él, aprovechando la coyuntura para torturar a toda la comunidad latina valiéndose de disposiciones de antaño. Titulares como “Trump pide prohibir la exportación de material médico para combatir el coronavirus” y “EEUU impide exportar mascarillas a América Latina” dominaron los medios a nivel mundial. Un solo sujeto y su extrema crueldad tenían en jaque a millones de personas. Una cuestión de capricho puro… ¿De eso se trataba?
Una medida de guerra
La Ley de Producción de Defensa -promulgada en 1950, en el contexto de la Guerra de Corea- faculta a la autoridad americana de turno a regular la industria de su territorio para la atención central de un evento extraordinario. Dicha normativa otorga principalmente dos prerrogativas puntuales: el de obligar a empresas privadas a la suscripción de contratos estatales para bienes y servicios de su necesidad -a pesar de que las aludidas no se dediquen naturalmente a la manufactura de tales suministros requeridos-, y el poder de presionar que estos pedidos sean atendidos con carácter de urgencia por cada una de las compañías convocadas, haciendo que toda otra tarea con fines comerciales quede paralizada hasta que la demanda del Estado sea resuelta.
Estados Unidos es -hasta la fecha- el país que cuenta con más casos de contagiados y fallecidos por coronavirus del mundo. “Es la ley de la selva en el mercado de las mascarillas”, fue el títular que escogió el diario New York Times para el reportaje que describía las competencias, estafas y especulaciones desatadas en Norteamérica, y otros países, a raíz de la falta de este implemento clave para el personal de salud que trata la enfermedad.
Amparado en la ley, Trump ha tomado decisiones bastantes extremas. Ordenó, por ejemplo, que General Motors y Ford se distanciaran de la industria automotriz y pasaran a fabricar los ventiladores mecánicos que tanto escasean en todo el mundo y que son determinantes para los pacientes más graves de la pandemia. Además, decretó que todos los insumos médicos y de protección personal próximos a ser exportados -en cumplimiento a compromisos contractuales- no salgan de tierra americana y sean aprovechados más bien por su personal de salud local. Una de las compañías comprendida en dicha prohibición fue 3M, que un día después de activada la norma, difundió un comunicado en el que expresaba que “existen implicaciones humanitarias significativas de la interrupción del suministro de respiradores para los trabajadores de la salud en Canadá y América Latina, donde somos un proveedor crítico de respiradores”. Con la DPA no solo los mercados latinos y canadienses se vieron perjudicados; se sabe que inmediatamente después de que entró en vigencia, autoridades estadounidenses bloquearon el despegue de un avión con 600 ventiladores mecánicos que el gobierno de Brasil había comprado. Ya tenían una ley que avalaba su accionar.
En buena cuenta, las denuncias y comunicados en contra de Donald Trump tienen asidero real: sus disposiciones dejan a gran parte del cuerpo médico de distintas nacionalidades desprotegido ante el virus al que se exponen día a día en la honesta tarea de salvar vidas. Sin embargo, y para ser completamente fieles a la verdad, los daños a estas poblaciones no fueron nunca el objetivo en sí mismo para activar la polémica Ley de Producción de Defensa, estos terminan siendo tan solo un triste efecto secundario de lo que se intenta conseguir: el uso de toda la fuerza americana -pública y privada- para solucionar las carencias materiales del personal médico a partir del COVID-19. Un drama que conocemos bien y por el que otros países han tomado caminos similares. El organismo pro libre mercado Global Trade Alert señala en su último informe Afrontan Juntos COVID-19 que durante el primer trimestre del año habían sido 54 los países que introdujeron restricciones a las exportaciones en suministros médicos. Y es que la Unión Europea ha anunciado restricciones a las exportaciones de equipos de protección personal; India, prohibido la exportación de ventiladores y desinfectantes; y Suiza, comenzado a exigir licencias para la exportación de mascarillas, guantes y gafas.
A esta tendencia se acercó Perú desde la declaratoria del Estado de Emergencia Nacional. Y es que el Decreto Supremo N° 044-2020-PCM, que la promulgó formalmente también otorgó al Ministerio de Salud la facultad de dictar “medidas para el aseguramiento del suministro de bienes y servicios necesarios para la protección de la salud pública” (art. 6). Una de tales medidas finalmente tomó forma el 8 de abril con el Decreto Supremo Nº 013-2020-SA, que estableció que los productos relacionados a la protección contra el COVID-19, podrían exportarse tan solo con la autorización expresa del Minsa.
La restricción impuesta por el gobierno no fue obra de autoridades alejadas del sentir de su población. Todo lo contrario: días antes de declarado el decreto, la opinión pública reclamaba por disposiciones en ese sentido. Todo se remitía a un reportaje emitido por Cuarto Poder el 29 de marzo, que reveló que entre enero y marzo de este año -cuando existía la amenaza de que la propagación del virus se convierta en una pandemia- los gobiernos de China, Hong Kong y Estados Unidos compraron a empresas peruanas más de 30 millones de mascarillas. Esto hizo crecer la indignación de la población, principalmente de las redes sociales. El cuestionamiento mayoritario era dónde estaba el gobierno cuando eso sucedía. “¿Cómo el gobierno lo pudo permitir?” y “Se han llevado del país lo que ahora nos falta”, eran las constantes.
Siendo conscientes de la similitud entre la restricción americana y otras, como la peruana, queda determinar cuáles son las diferencias clave entre ellas que permiten que solo la primera sea calificada como contraria a la ética y a los derechos humanos.
Objeto del deseo y consecuencias
Como ya mencionamos, el objeto del deseo de Estados Unidos, de Perú y de la mayoría de países que han decidido imponer restricciones a la exportación es uno positivo (benévolo): cuidar la salud de su población. Siguiendo el modelo maniqueo que tanto se ha usado estos últimos días podríamos decir que todos ellos han decidido “anteponer la vida a la economía”, pues medidas de este calibre acortan la libertad empresarial y desplazan de las prioridades la rentabilidad comercial de los negocios (con control de precios, imposición de rama de manufactura, etc). Sin embargo, es notorio que las consecuencias indirectas que provoca cada país con las normas dictadas pueden ser muy distintas. En nuestro caso, por ejemplo, tenemos claro que la disposición del Minsa no ocasionará ni cercanamente el número de víctimas colaterales que la medida tomada por Estados Unidos. El asunto a determinar termina siendo si es justo que el gobierno estadounidense cargue con la responsabilidad moral de aquellos grupos vulnerados con la activación de la DPA o si más bien la decisión de exhortar a toda la industria a atender los requerimientos nacionales -en contra de las premisas del libre mercado que llaman a solo “permitirlo ser”- hacen que su actuación sea meritoria.
Para tal análisis debemos tener presente que la activación de la DPA fue un reclamo de los medios de comunicación y las demócratas semanas antes de que finalmente se concretara. Haciendo unas cuantas menciones: el 13 de marzo, 57 demócratas de la Cámara de Representantes escribieron una carta instando al presidente a “usar los poderes otorgados por la Ley de Producción de Defensa de 1950”. En el mismo sentido, el senador por Vermont Bernie Sanders, exigió al presidente -el 21 de marzo- a “actuar ahora” y usar la ley. Los medios de comunicación, por su parte, aprovechaban cada conferencia de prensa para preguntar por qué no hacía uso de esta norma pasada. “Tenemos que usar la Ley [DPA solo] en caso de que la necesitemos. [Las empresas] acaban de dar un paso al frente … Nunca hemos visto algo así. Son voluntarios”, respondió el mandatario conservador a la periodista de NBC News Kelly O’Donnell, cuando esta cuestionaba su lentitud para tomar acción.
Aquello nos da cuenta de que en el escenario político de EEUU se presentó a la DPA como la respuesta más efectiva a la escasez de suministros médicos y de protección del sistema sanitario. Aquello convirtió a Trump, perceptivamente, en un agente activo que tenía en sus manos la decisión de dar paso o impedir lo que sería la mitigación de la problemática sanitaria.
El revisionismo a la política industrial vigente hacía que hasta el continuismo de no-regulación sea comprendida como una decisión dura y concreta y que, por tanto, Trump cargara -consciente o inconscientemente- con las suertes de dos grupos con intereses contrapuestos (“su gente” y la “otra gente”). Es aquí donde entran a tallar dos consideraciones: cuál de los dos grupos comprendidos podría ser más dañado con su decisión y cuál es la relación entre Trump y cada uno de ellos
Sobre el primer punto, si bien ya ha sido largamente desacreditada la idea de que la pandemia del COVID-19 iguala a todos, lo cierto es que la insuficiencia general de mascarillas y respiradores -mínimas garantías de seguridad en este contexto- crean una necesidad urgente en toda la población. Es decir, tanto para un norteamericano como para un latinoamericano grave por COVID-19 será vital tener a disposición una cama UCI debidamente implementada. De la misma forma, la necesidad de respiradores N95 para todo el personal médico de una u otra nacionalidad es idéntica. No se trata, por tanto, del enriquecimiento de un sujeto a costa del empobrecimiento de otro que vemos configurado, por ejemplo, en los tratados de libre comercio entre una América que subsidia a sus agricultores con otro país, como Perú, que no hace lo propio. Sin protección, todos los sujetos en cuestión -médicos y pacientes graves- son igual de vulnerables al virus.
En el escenario coronavirus cada país se encapsula y se atiende a uno mismo. Y no existe ni mínimamente pruebas fácticas de un accionar reprobatorio, de una actuación en contra de la premisa que nos sostuvo. Nunca estuvimos cerca de algún internacionalismo, regresamos a la patria cuando la amenaza aparece.
La segunda consideración, por otro lado, se ocupa del vínculo entre Trump y cada una de las poblaciones mencionadas. A pesar de la obviedad del asunto, resulta importante detenernos en este punto. Simplificando las cosas, Trump tiene el compromiso de velar por el bienestar de la comunidad de su país y no de la que se encuentra fuera de él. Es digamos, la responsabilidad inherente a su puesto y de la que no se puede divorciar a menos de que se separe del mismo cargo. El final de la historia entre la Administración estadounidense y 3M nos grafican el asunto: se consigue la autorización de hacer negocios libremente para la compañía internacional, no porque Trump se haya enterado de los perjuicios que la restricción ocasionaría a otras naciones, sino porque cayó en cuenta de que esta -por las probables represalias que tomaría Canadá y las acciones de mitigación que 3M emprendería para atender a los mercados afectados- terminaría afectando a la población americana, en vez de beneficiarla.
La cuestión de la nacionalidad es finalmente “una reducción de la humanidad, una legitimación de cierto egoísmo”, como dice el escritor argentino Martín Caparrós. Sin embargo, real y legal. Tanto es así que resulta fundamental a la hora de calificar la actuación de un político. Para operaciones dentro de su territorio y con “su gente”, las respuestas del político son medidas de acuerdo a la responsabilidad; para actuaciones fuera, con “otra gente”, la valoración es la solidaridad. Por sentido común, entre ambas perspectivas, la solidaridad es el segundo término siempre.
La activación de la DPA termina pintando a un Donald Trump responsable con su población y no-solidario (que no es lo mismo que ser insolidario, en la que se supondría una práctica de mezquindad latente) con la latinoamericana. Entendido de esta forma, la actuación no-solidaria de Trump no debería provocar adjetivos negativos en su contra -sino la ausencia de los positivos-, pues se encuentra en respuesta a la atención de lo primordial: su responsabilidad. Pero ya sabemos que para medios, políticos, analistas y líderes de opinión esto no fue así. Y en parte iban por buen camino. No hay que ser muy perceptivo para notar que algo falla si el accionar de un solo país es capaz de comprometer la salud e integridad de todo un bloque de países; y que la acción del país en cuestión no es reprochable en sí misma, sino todo lo contrario. Los medios querían a un villano a la altura de las circunstancias. Señalar a quien amenazaba la integridad de los héroes de bata blanca de la pandemia en Latinoamérica.
La pregunta es, si la culpa no era de Trump, ¿de quién era?
La culpa
El filósofo Byung-Chul Han retrata -en su último artículo- a la sociedad precoronavirus como una que, sumida en la globalización, ha eliminado cualquier umbral inmunitario para dar vía libre al capital.
Dentro del esquema de extrema permisividad y confianza, propio de nuestros tiempos, la irrupción de un virus que se alimenta del contacto exacerba un sentimiento de vulnerabilidad, por lo que “llenos de pánico, volvemos a erigir umbrales inmunológicos y a cerrar fronteras. El enemigo ha vuelto”. Regresan así las fronteras y las vallas, explica el académico surcoreano. Regresan las restricciones. Y reestablecerlas -a pesar de las décadas de apuesta por un mercado libre e integrado- no ha supuesto un esfuerzo mayor.
La propia endeblez del capitalismo global, como diría Han, ha permitido pactos internacionales de intercambio que no han calado en las estructuras mismas. Parece ser que somos (o éramos) un dicho en otro cuerpo, que nunca salió de la organización del Estado- nación y solo hizo variaciones para facilidad, gusto o interés de cada uno. En el escenario coronavirus cada país se encapsula y se atiende a uno mismo. Y no existe ni mínimamente pruebas fácticas de un accionar reprobatorio, de una actuación en contra de la premisa que nos sostuvo. Nunca estuvimos cerca de algún internacionalismo, regresamos a la patria cuando la amenaza aparece.
Latinoamérica se ha mantenido en la misma posición subalterna de décadas atrás, pero dentro de un discurso que presentaba a cada lugar -cada país- de la cadena de producción mundial como uno de (casi) el mismo valor; que nos volvía a todos interdependientes e integrados. Hoy que aparece el problema básico de la economía: la insuficiencia de recursos para satisfacer (a) todas las necesidades, los países primario exportadores evidencian su vulnerabilidad. Son incapaces de negociar: les urge comprar los productos de fuera, pero también vender los de adentro.
Un final
En medio de la guerra por utensilios médicos, el Gobierno de los Estados Unidos -por medio de la USAID, su la agencia para el Desarrollo Internacional (USAID)- anunció la donación de 2.5 millones de dólares para Perú, como parte de los esfuerzos para apoyar la lucha contra el COVID-19.
Un gesto de solidaridad.
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