El coronavirus y la imaginación del fin

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“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo” –esta es una frase atribuida a Fredric Jameson que se ha repetido como un mantra en las humanidades. Pero luego del coronavirus, habría que preguntarse si sigue siendo verdad, más allá de lo que queramos creer. ¿Ha permitido esta pandemia global imaginar el fin del capitalismo?

Para Bruno Latour la primera lección del coronavirus es que “es totalmente posible, en cuestión de semanas, suspender en todo el mundo y al mismo tiempo un sistema económico que, hasta ahora nos habían dicho, era imposible de frenar o redirigir. Frente a todos los argumentos de los ecologistas sobre la necesidad de cambiar nuestros modos de vida, se opuso siempre el mismo argumento de la fuerza irreversible del ‘tren del progreso’ ”. Latour tiene razón. Hemos tenido la experiencia de haber detenido el tren y de brevemente vivir sin su velocidad. ¿Pero de eso se sigue que hayamos podido imaginar el fin?

Vamos por partes. En las semanas en torno a la cuarentena y el detenimiento de la economía, mientras escuchábamos a los expertos y a los líderes de las naciones alertarnos de lo que se venía encima, se fue instalando un imaginario apocalíptico hollywoodense (forjado a partir de películas como El día después de mañana, 2012, Guerra mundial Z, etc.). No es la primera vez que esto ocurre. Hace algunos años, cuando hubo escasez de agua en Lima a causa de las lluvias, la gente corrió a los supermercados a llenar sus carritos de botellas y bidones de agua. Pero ahora lo hizo para acaparar víveres, recipientes de gel con alcohol y comprar papel higiénico como para toda la armada invencible. En resumen, vivimos la suspensión del capitalismo como el fin del mundo.

Aquí hay que preguntarse por qué el Apocalipisis Zombie se constituye tan fácilmente como un imaginario en torno a las crisis. Sin duda el mundo del espectáculo inspira ciertos temores en nosotros. Pero no cualquier temor. Para que el espectáculo nos sacuda de la butaca tiene que tener un correlato en la realidad. Y, en este sentido, mi hipótesis es que los temores apocalípticos de Hollywood se enganchan a nuestro temor real a la catástrofe ecológica, y que es dentro de este marco que experimentamos las crisis.

Sigamos con el coronavirus. Con el paso de los días la desesperación de no tener ingresos ni plata en el banco o el colchón llevó a la mayoría de la población a maldecir la cuarentena. Lo mismo ha ocurrido en otras partes del mundo. Mejor arriesgarse a morir del virus que morir de hambre y depresión. Pero no solo las personas de bajos recursos sino también los administradores y los dueños de los medios de producción han querido reiniciar la economía a como dé lugar. No nos falta razón al criticar a los empresarios codiciosos que exponen a los trabajadores al virus, pero hay que saber también que estos tienen tantas ganas como aquellos de que “el tren de progreso” vuelva a ponerse en marcha.

En el Perú el Estado ha preferido ayudar a los grandes empresarios que a los pequeños o a la gente común. Es por ello que el vaticinio de Slavoj Zizek de que “el coronavirus es un golpe al capitalismo al estilo Kill Bill” es un espectáculo adolescente sin sustancia alguna, peor que la película de Tarantino.

Sin embargo, una minoría afortunada (ecologistas y profesores de las humanidades, por ejemplo) y menos afortunada (campesinos alarmados por la desaparición de sus fuentes de agua) ha vivido la suspensión como una breve pero saludable experiencia del mundo post-capitalista. En las ciudades, por ejemplo, se redujo el tráfico, la prisa, pasamos tiempo con la familia, conversamos por alguna plataforma virtual con amigos que no veíamos en años, ayudamos a personas afectadas por el virus, cooperamos con nuestros colegas en superar las dificultades de la nueva situación laboral (o no laboral) y nos reclinamos en la ventana para contemplar los atardeceres y a los animales adueñándose de la ciudad.

Que todo esto sea una experiencia limitada a un sector de la clase media, no la invalida como experiencia. Pero habría que preguntarse si ha permitido imaginar Otro Mundo. Yo respondería, lamentablemente, que hemos tenido a lo sumo un ensueño bucólico, mientras que nuestros adversarios tienen ya una idea muy precisa de lo que quieren (que se reanude cuanto antes Este Mundo) y de cómo llevarla a cabo. Y por eso mismo, al final del día, todo volverá a ser como antes, o peor… La administración de Trump se está aprovechando de la necesidad material de reactivar la economía para intentar tirarse abajo una serie de regulaciones medioambientales. Y en el Perú el Estado ha preferido ayudar a los grandes empresarios que a los pequeños o a la gente común. Es por ello que el vaticinio de Slavoj Zizek de que “el coronavirus es un golpe al capitalismo al estilo Kill Bill” es un espectáculo adolescente sin sustancia alguna, peor que la película de Tarantino.

Si se quiere un mundo alternativo, se necesita una política alternativa fuerte con ideas e imágenes menos vagas de lo que vendrá. Para darle una vuelta a la frase de Jameson, se necesita imaginar más nítidamente Otro Mundo para poder imaginar el fin del capitalismo sin que venga de la mano del apocalipsis. Más precisamente, se necesita una política que sintetice el socialismo y el ecologismo para resolver los dos problemas de época que el coronavirus nos ha refregado en la cara: la creciente desigualdad socio-económica y el daño a ecosistemas que contribuyen a nuestra supervivencia. Por supuesto, hay ya en el mundo propuestas –como el Green New Deal, el Buen Vivir, la Economía Verde, etc.– que conjugan la justicia social con la preocupación por el medio ambiente. Pero ninguna ha logrado convocar la pasión como lo hizo el socialismo en el siglo pasado. No existe aún el mito o la utopía que sirva de soporte a la política de emancipación del siglo XXI.

La debilidad de la política de la emancipación se debe a muchos factores. Voy a concentrarme en uno. El socialismo es una política moderna colectivista que cree en el progreso y que durante mucho tiempo lo ha creído indisociable del desarrollo económico (los planes quinquenales de Stalin, por ejemplo). Pero existe en esa multiplicidad que se reúne bajo el nombre de ecologismo un cuestionamiento del desarrollo económico e incluso de la noción del progreso. Contra los mitos prometeicos que animaron al socialismo en el siglo XX se yergue a menudo, desde el ecologismo, un mito contra-prometeico que asegura que el desastre ecológico es el castigo a la arrogancia del hombre moderno por haber violado las sacrosantas leyes de la Naturaleza o del Cosmos.

En términos prácticos, el prometeísmo condujo al socialismo a crecer industrialmente a cómo dé lugar, mientras que el contra-prometeismo insta a los ecologistas a abogar por la desaceleración. La noción del “desarrollo sostenible” usada por el Green New Deal (que para los “ecologistas profundos” es reformista) pretende conciliar lo mejor de los dos mundos, pero no no ha producido una síntesis imaginaria (un mito, una utopía) entre el tradicional deseo socialista de subirse al “tren del progreso” y el deseo ecologista de detenerlo.

En la actualidad tenemos solo ficciones distópicas que a veces consiguen generar pánico, o ecotopías románticas que pecan de nostalgia. Y una política de emancipación no puede basarse solo en el miedo y la nostalgia, tiene que generar también, o principalmente, entusiasmo. Este es un “problema de época” que no puedo resolver aquí, sobre todo porque la solución pasa por una invención est-ética que (como lo sabe todo artista) no se puede forzar. Pero sí puedo dar tres pautas que sirvan de marco a la invención.

Primero, hay que deshacerse de ese mito repetido con un tufillo cristiano que señala al desastre ecológico como castigo a la soberbia del hombre moderno que ha osado transgredir “las leyes de la Naturaleza”. A esos moralistas hay que responderles lo obvio: “Los arrogantes son ustedes, que creen conocer el orden moral de la Tierra”. Y luego hacerles saber que, sin el orgullo, sin el narcisismo de querer perpetuarse, la especie humana se habría extinguido hace mucho. Porque, además, a la “Naturaleza” no le importa un pito que nosotros existamos o no. Es posible que, más que una “madre”, “ella” sea una “perra lujuriosa”. Tenemos que cooperar con algunos de sus ecosistemas para sobrevivir, pero no creamos por un segundo que lo conseguiremos si la respetamos demasiado. Después de todo, Gaia (la imagen griega de la Naturaleza retomada por Lovelock y Latour) conspira sucesivamente con sus hijos más subversivos (primero con Cronos, luego con Zeus) para deshacerse de sus maridos y rehacer los cimientos del mundo.

Segundo, hay que disociar el progreso del desarrollo industrial. Sí, en la práctica la modernidad identifica ambos términos. Creemos haber progresado más que los campesinos porque tenemos microondas. Pero el progreso moral-político e incluso el progreso técnico-científico no tienen por qué estar vinculados al desarrollismo. Es más, el progreso implica en la actualidad desacelerar la industria y re-articularla en torno a fuentes de “energía limpia”. Desaceleración no equivale a regresión o a estagnación. El progreso no tiene que seguir una línea recta o un tempo monótono. Aquel es antes que nada una respuesta al deseo de mejorar como individuos, colectividades y especie. Y no hay que regalárselo así nomás al enemigo. Pero más que como un tren, hay que imaginarlo como un avión a energía solar, o como una red informática donde seguimos cooperando y avanzando con calma en tiempos de pandemia. Apelo al lector a idear una mejor metáfora.[1]

Finalmente, en el arte, hay que separarse de la rutina de imaginar nuevas maneras de hacer ver las miserias del orden existente y empezar a dar forma al deseo inhibido de un nuevo mundo. La imaginación distópica tiene sus límites. Estamos anestesiados frente al desastre inminente. Podemos oír en la radio que las capas de hielo en los polos se derriten mientras le echamos combustible a nuestro auto petrolero. En este sentido, es crucial que el arte pase de la denuncia histérica y la alarma tremendista a hacer palpable la nueva vida que florecería en la sociedad post-capitalista. No me refiero a la vida orgánica que continúa y se repite sino a la vida “más que humana” que aspira a seguir creciendo como vida.

La crisis del coronavirus acabará. No todos sobreviviremos, pero el capitalismo sobrevivirá de seguro. Y mientras sus financistas y administradores se echan a rodar furiosamente por los rieles, nosotros debemos concentrarnos en forjar una imagen alternativa del futuro que convenza y genere entusiasmo. En otras palabras, tenemos que imaginar con los sentidos una forma de crecer que se separe del empuje tortuoso de la pulsión desarrollista para re-encontrar algo del placer de existir en la tierra. De manera que cuando venga otra crisis, porque es un hecho que vendrá, podamos percibirla como una ventana de oportunidad y aprovecharla, en vez de volverla a vivir como el fin del mundo.


[1] Por otra parte, en el campo político-moral, el mito-concepto del progreso permite luchar contra formas sociales que contradicen el avance de la igualdad-libertad. ¿Cómo, por ejemplo, luchar contra el machismo si no se asume que la lucha feminista está del lado del progreso? Por supuesto, siempre se puede asumir que el feminismo es simplemente una lucha por el poder, pero se pierde mucho y a muchos cuando se le despoja de su relación con una “mejora de la humanidad”. Sin duda esto trae consigo numerosos peligros, como cuando Estados Unidos interviene imperialmente en otras culturas en nombre de la democracia. De allí la importancia de la crítica poscolonial y descolonizadora. Pero esta crítica debe concebirse como guardiana de la universalidad del progreso en contra del provincianismo occidental (o cualquier otro tipo de provincianismo).

Sobre el autor o autora

Juan Carlos Ubilluz
Doctor en Literatura

1 Comentario sobre "El coronavirus y la imaginación del fin"

  1. Primera vez que leo un articulo de esta revista y me deja con ganas de mas, muy buen articulo.

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