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Crédito de imagen: Andina.peLa crisis del nuevo coronavirus debería poner a la bicicleta en el centro de toda discusión sobre transporte urbano. En tiempos de distanciamiento social, ciudades como Milán, París, Nueva York y Sevilla han habilitado un sistema de ciclovías que permite a más gente movilizarse en bicicleta. Este cambio en el paradigma del transporte comienza a tener otras consecuencias: en Milán se habla de un descenso de hasta 75% de la contaminación en el ambiente. Si nos ponemos a pensar, es un artilugio bastante simple: dos ruedas, un manubrio, un sistema de transmisión de pedales, un sistema de frenos, es el mismo viajero quien genera, con la fuerza muscular de sus piernas, la propulsión del vehículo.
Un recuento de la historia reciente demuestra que la bicicleta es el mejor medio de transporte en tiempos de crisis. En “El ladrón de bicicletas”, la película de Vittorio de Sica, su protagonista solo cuenta con una bicicleta para sobrevivir pegando afiches en la Roma devastada por la Segunda Guerra Mundial. El año pasado, en el Foro Mundial de la Bicicleta, un sobreviviente del terremoto de Ciudad de México de 2018 contó su experiencia tras socorrer a las víctimas entre los escombros porque contaba con una bicicleta.
Parece que el nuevo coronavirus será el responsable de que ciudades en todo el mundo viren por fin al “modelo Copenhague”, ideado por el arquitecto danés Jan Gehl, quien años atrás habló de la “ciudad sostenible y saludable”, dándole mayor énfasis al transporte alternativo. Mientras en nuestra lánguida Lima, los automóviles y los buses vuelven a invadir las avenidas. Tan solo en las primeras semanas de junio se registraron 199 accidentes de tránsito (en Lima, Ica y Callao) y la Panamericana Norte y la Javier Prado volvieron a ser el noveno círculo del infierno de Dante. La Municipalidad de Lima anunció la implementación temporal de una red de ciclovías: 4.4 kilómetros de sur a norte. Risible, si consideramos que la alcaldesa de París ha logrado sacar adelante un proyecto para implementar 650 kilómetros de carriles exclusivos para bicicletas.
Hace poco decidí volver a salir en bicicleta. Tomé mi mascarilla, inflé las llantas y me dejé llevar por la ciclovía. Muchas avenidas, como Canaval y Moreyra, Aramburú o la misma Arequipa, a la altura del bypass de Javier Prado, que nunca habían tenido la más mínima consideración por el transporte alternativo, han adaptado un carril para ciclistas. El problema es que son temporales. Con el menor indicio de antigua normalidad volverán a ser de uso exclusivo de los carros y los micros, cuando Lima vuelva a ser la ciudad de los bocinazos, los insultos por el espejo retrovisor y las amenazas con revólver en mano. Todos sabemos que la cultura del camionetón y del taxi informal no se caracteriza precisamente por el respeto a los demás.
En plena cuarentena, un ciclista murió atropellado en La Molina por un sujeto que hacía piques, en lo que debe haber sido el primer indicio de que todo volverá a ser como antes en las pistas de la ciudad. En Lima algo tan simple como salir a montar bicicleta es una aventura de alto riesgo. Mientras no llegue la verdadera reforma del servicio público, esa que complemente de manera eficiente el tren eléctrico y el Metropolitano, debemos prestarle atención a la bicicleta como el medio de transporte masivo más apropiado para los tiempos que corren. De hecho, existe una propuesta para crear una ciclovía de 20 kilómetros que conecte Lima Metropolitana, corredores de alta velocidad que irían de la mano con las propuestas de la ATU. Según los sondeos, un 80% de los limeños utilizaría bicicleta para movilizarse si existiera una ciclovía adecuada.
Recuerdo que, antes de la pandemia, yo solía recomendarles a mis compañeros de oficina que, en la medida de lo posible, vayan al trabajo en bicicleta. Había algo muy lúdico en tomar el timón y recorrer calles y avenidas como quien se pasea un día por la mañana con el sabor de la pasta dental en la boca. En marzo, cuando casi nadie salía por la cuarentena, caminé hasta el puente Benavides y vi la avenida de la Vía Expresa desierta, enorme, plácida, a causa de la ausencia de carros y de buses. Incluso me pareció llegar a ver el cerro San Cristóbal. Así sería el mundo sin autos, pensé. Era una mañana diáfana de verano. El cielo, libre del smog habitual, revestía las pistas y los edificios de un extraño fulgor.
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