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Crédito de imagen: Andina.peLuego de cuatro meses de haberse declarado la emergencia nacional, ¿Qué balance podríamos hacer? En primer lugar, como datos de partida, aceptemos que ninguno de los objetivos que aparentemente se planteó el gobierno para hacer frente a la situación, se ha obtenido: en salud, estamos entre los países con mayor cantidad de infectados y muertos per cápita en el mundo; además, tenemos la caída del PBI más importante en Latinoamérica y el aumento proyectado de pobreza será muy fuerte, colocándonos solamente detrás de Argentina en el panorama regional.
Presentarlo de esa manera, busca resaltar, en contrario, algo muy importante. La narración que hacemos de nuestra crisis nos remite siempre a una situación absoluta y auto-referenciada. De esta manera, nos agotamos tratando de dilucidar si la crisis obedece a la “estructura neo-liberal”, a la coyuntura sumamente precaria en la que ésta impacta o, más inmediato, a la mala gestión gubernamental.
Si bien todas esas dimensiones son importantes para comprender lo que sucede, pone de lado que estamos ante un factor global, que afecta a todos los países del mundo y que si bien los términos relativos son importantes para formarnos una idea de la gravedad que adquiere en cada uno de ellos, también debería llamar la atención sobre cómo se maneja y gestiona la situación en conjunto.
Como parece haberlo entendido la Unión Europea, esto no puede abordarse individualmente por los países sino buscando generar nuevos espacios de concertación, en la medida que el origen de los problemas en la gestión de la situación reside en la inestabilidad del sistema globalizado que, como una de sus consecuencias más notables, produce una amplia gama de incertidumbres. En otras palabras, al final no son las particularidades de los países lo que está en el núcleo del problema –que pueden, es cierto, agravar o inhibir la crisis- sino la esencia misma de la globalización.
Las fragilidades que revela la crisis
En esa perspectiva, una primera cuestión rápidamente descartada como causa ha sido la ausencia de información. Las crisis de salubridad previas en las últimas décadas, las crisis financieras, las interrupciones de las cadenas de suministros, el manejo deficiente de los eventos climáticos, las rupturas de las cadenas alimentarias, la ausencia de resultados en la situación climática global son más que suficientes para advertirnos que el control sobre los procesos globalizados dista mucho de ser el adecuado.
Entonces, no ha sido falta de información lo que ha ocasionado la situación actual. A lo mejor, y este es solo un factor entre muchísimos otros, los esfuerzos encaminados para disminuir las vulnerabilidades no han tenido la dirección correcta. Una primera cuestión, por ejemplo, han sido los recursos financieros invertidos en salud durante las últimas décadas.
Es algo de sentido común afirmar que la cobertura de salud se extiende fundamentalmente hacia la población de mayores recursos, que puede pagar los servicios, dejando expuestos a los pobres. Sin embargo, los ingresos no son el único factor que influye en la cobertura de los servicios. La experiencia permite identificar a otros grupos como los extranjeros migrantes, las mujeres, los grupos de diversidad sexual y los indígenas, entre los más significativos, que utilizan menos los servicios que otros grupos de población, a pesar de que sus necesidades pueden ser mayores.
La seguridad ya no depende exclusivamente de cada Estado sino en la forma que construye sus mutuas dependencias entre ellos lo que obliga, una vez más, a revisar el concepto de soberanía tal como la entendemos hoy, en función a los bienes comunes de la humanidad, entre ellos la salud.
Otra forma de ver esta realidad es cuando la gente sí usa los servicios, pero frecuentemente debe hacer gastos exorbitantes para pagar la asistencia prestada. En algunos países, hasta el 11% de la población sufre este tipo de dificultad financiera grave cada año y hasta el 5% se ve arrastrada a la pobreza. A nivel mundial, alrededor de 150 millones de personas sufren catástrofes financieras anualmente y 100 millones se ven obligadas a vivir por debajo del umbral de pobreza, por no poder solventar gastos imprevistos en salud.
El otro castigo financiero impuesto a los enfermos y su entorno familiar es la pérdida de ingresos. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), sólo una de cada cinco personas en todo el mundo está cubierta con una seguridad social amplia que también incluya la pérdida salarial en caso de enfermedad, y más de la mitad de la población del mundo carece de todo tipo de protección social formal.
Entonces, el primer desafío a enfrentar es la disponibilidad de recursos lo que no está necesariamente asociado a la pobreza. Ningún país, con independencia de su riqueza, ha sido capaz de garantizar a todas las personas el acceso inmediato a todas las tecnologías o intervenciones que puedan mejorar la salud o prolongar la vida. En el otro extremo de la escala, en los países más pobres, hay pocos servicios disponibles para todos.
En segundo lugar, está el uso ineficiente de los recursos. Entre el 20–40% de los recursos destinados a la salud se malgastan por uno u otro motivo que no se reducen solamente a la corrupción imperante.
El Banco Mundial[1] afirmó el año pasado que la mayoría de los países no parecían tener la capacidad necesaria de vigilancia, detección de casos y diagnóstico para detener las amenazas a la salud pública, como la presentada por el COVID-19, antes de que se propaguen. Además, indicó que ningún país está completamente listo para enfrentar epidemias y pandemias, y que la mayoría de los países de África al sur del Sahara son los menos preparados. Con ello, no hizo sino reafirmar lo que ya se conocía desde tiempo atrás, es decir, que los sistemas de salud necesitaban grandes inversiones en capacitación, capacidades de laboratorio y gestión de los casos en entornos de atención médica debidamente equipados, entendiéndose que fortalecer la preparación y la capacidad de respuesta de cualquier país significa fortalecer la capacidad de todos los países[2].
Otro aspecto crucial son los recursos destinados a la investigación. Actualmente, son varios los Estados que consideran importante para su seguridad nacional la capacidad de desarrollar rápidamente nuevas medicinas y vacunas críticas.
En efecto, como venimos diciendo, en un mundo interconectado la seguridad ya no se trata solo de la fuerza armada; también implica proteger a las poblaciones, entre otros aspectos, contra un amplio espectro de peligros biológicos. Esto condujo a que los gobiernos empezaran a trabajar con las empresas farmacéuticas para desarrollar una nueva gama de productos que sirvieran como defensas a sus poblaciones, aunque estos esfuerzos han devenido en situaciones difíciles de resolver, fundamentalmente porque plantea la pregunta ¿cómo funcionan las dinámicas de poder entre empresas, gobiernos y otros actores en esta búsqueda para desarrollar los nuevos productos farmacéuticos? En efecto, la privatización de conocimientos directamente relacionado con la seguridad de las personas, sumado a una frágil conciencia sobre los bienes comunes, puede conducir a situaciones realmente muy comprometedoras[3].
Salud y seguridad
Un tercer punto que debemos abordar es el comportamiento del sistema internacional. Como ya señalamos, las amenazas a la salud no respetan las fronteras administrativas y lo que tenemos como lecciones de los procedimientos usados anteriormente no es de mucha utilidad para los retos presentes. En términos generales, los gobernantes han considerado como el eje de su acción adoptar las mejores formas de proteger a sus poblaciones sin acudir, generalmente, a los dictados de los resultados científicos. Pero, no solo es la carencia cualitativa sino tambien la cuantitativa: el mundo se ha modernizado, urbanizado y globalizado y, por tanto, el rango de amenazas para la salud humana se ha multiplicado exponencialmente, haciendo inútiles las respuestas unilaterales.
Esta situación ha obligado a que diplomáticos y formuladores de políticas coordinen esfuerzos con los profesionales de la salud y científicos, para desarrollar nuevas formas de abordar las amenazas planteadas a los humanos por brotes de enfermedades infecciosas. El resultado ha sido el surgimiento de la salud como una preocupación clave de la política exterior y de seguridad contemporánea y un renacimiento de la “diplomacia de la enfermedad” ya que los estados han intentado negociar formas de fortalecer colectivamente el sistema global de vigilancia y control de enfermedades[4]
De esta manera, el 2005 se emitió el nuevo Reglamento Sanitario Internacional RSI, revisado y puesto al día tres años después, constituyéndose en el esfuerzo más grande realizado para construir una gobernanza mundial de la salud. No está demás recordar que el antecedente inmediato que condujo a coordinar la elaboración de instrumentos como éste fue el brote del Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SRAS) en el 2003 porque evidenció de manera contundente que la globalización había cambiado el panorama de la salud y el grado en que los brotes de enfermedades locales podían convertirse rápidamente en problemas de seguridad nacionales e internacionales.
En otras palabras, el proceso de revisión del RSI y el discurso posterior que destaca la importancia del cumplimiento del instrumento por parte de los Estados han constituido la codificación de un nuevo conjunto de expectativas sobre cómo un “estado responsable” (y una “comunidad internacional responsable”) debía comportarse en caso de un brote de enfermedad que tenga el potencial de extenderse a través de las fronteras nacionales. Como sugirió el entonces Secretario General de la ONU, Ban Ki Moon, el cambio de los problemas de salud “locales” a los problemas de salud “globales” tuvo como base una variedad de valores colectivos, que incluían el progreso económico, los derechos humanos y el desarrollo internacional.
Como también ha sido sugerido, la gravedad de la amenaza de seguridad percibida que plantean los brotes de enfermedades infecciosas ha llevado a que esta área particular de la salud se convierta en el ejemplo más destacado y posiblemente el más exitoso, de compromiso político sostenido entre la política exterior, de seguridad y de salud comunitaria.
Buscando respuestas
Entonces, esta reducida síntesis nos conduce a reflexionar sobre lo que ha venido fallando. Sin vacuna o cura a la vista, como sucede aun con la COVID-19 solo nos queda tener un control limitado de la oportunidad de transmisión dada la capacidad del virus de propagarse antes de que aparezcan los síntomas. Esto hace que prestemos especial atención a lo que debe hacerse para minimizar la oportunidad de transmitir el virus a otra persona, la transmisibilidad (la dinámica de transmisión y la dinámica del contacto interpersonal) y la susceptibilidad (la probabilidad de ser contagiado según las características de las personas). Encontrar el caso índice (o paciente cero) y localizar y aislar rápidamente a sus contactos es clave para detener la propagación del virus.
Si todo esto estaba previsto, ¿por qué no funcionó oportunamente? ¿Por qué las instancias y los mecanismos globales no fueron eficaces? ¿Por qué las alertas no fueron atendidas responsablemente?
Una cuestión que queda meridianamente clara es que en medio de una creciente globalización y, por lo mismo, el aumento de los intercambios, incluyendo el biológico, ha sido evidente la falta de eficacia del sistema internacional, para controlar oportunamente la pandemia. Por un lado, hubo Estados que no tomaron medidas en el momento oportuno, sin que haya instancia supranacional alguna que pudieran obligarlos a adoptar una acción correcta en función al bienestar de toda la humanidad. De otro lado, Estados como el nuestro han estado sumamente expuestos y sin tener el mínimo control sobre el proceso que se está desencadenando.
Dicho en otras palabras, una lección que viene dejando la pandemia del COVID 19 es que la seguridad ya no depende exclusivamente de las previsiones que tomen autónomamente (y soberanamente) los Estados, sino también en su presencia activa en el sistema multilateral, buscando su reforzamiento: la seguridad ya no depende exclusivamente de cada Estado sino en la forma que construye sus mutuas dependencias entre ellos lo que obliga, una vez más, a revisar el concepto de soberanía tal como la entendemos hoy, en función a los bienes comunes de la humanidad, entre ellos la salud.
(Revista Ideele N° 293 Agosto 2020).
[2] https://blogs.worldbank.org/es/voices/coronavirus-reflexiones-de-un-epidemiologo-y-profesional-de-la-salud-publica?cid=ECR_E_newsletterweekly_ES_EXT&deliveryName=DM57293
[3] Stefan Elbe: Pandemics, Pills, and Politics: Governing Global Health Security. Johns Hopkins University Press, 2018.
[4] Sara E. Davies, Adam Kamradt-Scott, and Simon Rushton: Disease Diplomacy: International Norms and Global Health Security. Johns Hopkins University Press, 2015.
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