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¿Por qué la carta del presidente López Obrador causó tanta reacción? ¿Por qué el Ejecutivo de España la rechazó y lamentó que se hiciera público su envío? ¿Por qué el marqués de Vargas Llosa pidió al presidente mexicano cambiar el destinatario de la carta enviada? Son tres preguntas que, tras lo chocante de las diversas opiniones, es momento de reunir coraje para pensar. Ahora, y no más tarde, cuando las cosas se opaquen, porque lo difícil está en combinar la tensión del momento con el acto de pensar, y esto porque cuanto más pasa el tiempo no aparece una verdad más equilibrada sino más bien, una versión más normalizada.
Sin embargo, para hacer este ejercicio debemos entender que la demanda de análisis (o de interpretaciones) está más cercana a la de una sesión psicoanalítica: son falsas exigencias (de análisis) aunque denotan un problema real que al mismo tiempo ocultan.
Es decir, el analizante pide ser analizado pero lo único que hará durante el inicio de las sesiones será aferrarse a su síntoma, rechazará cualquier lectura que lo interpele, para tratar de encontrar una palabra que le consuele.
Para poder proceder así, es necesario salir de la síntesis disyuntiva, de las falsas alternativas de debate que solo hacen circular la misma lógica de pensamiento para pasar a una elección radical, que modifique los conceptos mismos de debate, que se aleja de la otredad (o de mirar la paja en el ojo ajeno) y enfocarse en lo Mismo: modificar los conceptos mismos del debate. De esta manera, nuestro procedimiento será salir de la síntesis disyuntiva evidente (¿Es una petición populista la de López Obrador? ¿Aún mantiene su halitosis el gobierno Español? ¿Es la demanda del marqués de Vargas Llosa la petición democrática?) para pasar a una elección que no busque generar respuestas sino corregir las preguntas. De esa forma nos preguntamos: ¿Acaso el presidente, el gobierno Español y el marqués beben de la misma fuente?
Por los pueblos (más) originarios
Para poder entender lo sucedido es importante concentrarnos en el lugar de la enunciación. ¿En qué lugar se coloca a los pueblos originarios frente al reino de España? La oposición es clara, por un lado están los pueblos originarios, víctimas de agravios y violaciones, que los pone en un lugar ético frente a la brutalidad y culpabilidad del español enviado por el reino. Si bien uno fue víctima, no lo fue tanto en la arena de sus pertenencias sino en la de su cultura. Así, dicho argumento apela a la verdadera identidad de la que fue privada una población.
Ahora bien, ¿por qué apelar a la imposición, y por consiguiente a la pérdida? ¿Por qué querer desmarcar y enquistar la oposición binaria de dos actores? ¿No es acaso la fijación de identidades un discurso colonial que creó a los blancos o a los indios? Aunque siempre encuentra adeptos, esta postura nos coloca frente a un nudo gordiano. ¿Podemos deshacernos de la hispanidad en búsqueda de una reivindicación originaria? Si bien la teoría decolonial inscribe la herida en el inicio de la invasión a América, también nos presenta otra afrenta. ¿Qué pasa si más bien usamos esa hispanidad como marca de distancia?
Si razonamos de cerca con Slavoj Žižek, nos enfrentaremos con el mismo dilema que se encontró Malcolm X. Frente a la demanda popular de una vuelta hacia las raíces africanas -para así procurar una ética de la colonialidad- la postura del estadounidense lejos de acceder, era la de denuncia de que esta arqueología del saber no es más que una tecnología del colonialismo, que escinde, que divide, y que nos introduce en una narrativa lejana a la violencia, y cercana a la reivindicación; sin embargo, distante a la problematización. Si no, pensemos en cómo la polémica no solo se abre entre la legitimidad del pedido del presidente o de la culpabilidad de los españoles, sino en la narrativa (acordada) en la que había una especie de paraíso antes de su llegada.
El que calla, ¿otorga?
Tras la carta, no fue el rey sino el gobierno español el encargado de pronunciarse frente a los hechos. Con un escueto comunicado señalaba firme rechazo al contenido, que lo sucedido hace quinientos años no podía ser juzgado con la óptica actual e invocó a saber leer el pasado compartido sin ira y con una mira constructiva, como pueblos libres con una herencia común y una proyección extraordinaria.
Sería fácil tratar de argumentar por los precedentes que existen. Alemania se disculpó por el holocausto, Bélgica hizo su parte con respecto al Congo, el Vaticano no solo se disculpó por salvajismo de los hechos de la conquista sino también por la trata de esclavos, e incluso –para no excluir la antigüedad como una especie de excusa que apela a la prescripción- también por los ataques de los cruzados a Constantinopla en 1204. Y así la lista continua. Si bien cada uno con bemoles distintos, no parecen ser ni la antigüedad ni la lectura comparada, los límites para ofrecer una disculpa.
¿Es posible que aún mantenga una halitosis colonialista el discurso del gobierno español? Sería obsceno pensar en el pasaje del antiguo monarca pidiendo, airadamente que se calle, a un recientemente presidente, y más aún, tomar dicha escena como la muestra más evidente de que, desde su perspectiva, América aún es parte de su tutela (sino piense en cómo siempre el monarca aparece en todas las tomas de mando en América Latina). Nuevamente pensar de esta forma nos enrolaría en una síntesis disyuntiva.
La colonialidad de su discurso se concentra en la invocación a saber leer los hechos, ya que desde la perspectiva del Ejecutivo, ellos ahora son cosa del pasado, ya que –hoy en día- se muestran respetuosos del conocimiento y la sabiduría que América tiene. Así el gobierno enuncia desde la postura colonialista que sostiene las narrativas culposas que le devuelven (como una especie de compensación) la sabiduría ancestral, su ética del lugar sabio frente a una empresa colonial proveniente de un mundo vulgarizado y materialista.
El revés del marqués
Si bien se trató de generar polémica entre ambos gobiernos, fue la intervención del marqués Vargas Llosa la que convocó los reflectores. Así le solicitó al presidente López Obrador que (re)pensara el destinatario de dicha carta, ya que podía darse cuenta de que aún en América había indios en situación de pobreza.
Nuevamente desde un chiste reiterado por Žižek podemos anotar el desliz (o tal vez el lapsus) del marqués. Según el filósofo esloveno, las poblaciones americanas de Estados Unidos aborrecen el término nativo americano con el que son denominados, ya que esto, por oposición haría de los colonizadores un cultural americano. Pero eso no solo queda allí, sostienen que prefieren ser llamados indios, ya que así se deja huella a la estupidez del hombre blanco que creía haber llegado a la India, y que a pesar de tantos años, mantuvieron el gentilicio.
De ese modo, ¿no es acaso el marqués víctima de un revés colonialista que lejos de darle la posición neutral lo vuelve al mismo discurso? Claro está, esa observación no solo se concentra en el empleo de indios en lugar de pueblos originarios, sino en cómo en su búsqueda de fungir de conciliador, recurre a la despolitización del litigio realizando reparticiones con el propósito de que todo vuelva a la normalidad, en lugar de problematizar un mundo que no se deja ver y no se quiere ver.
Populismo
Seamos claros. El pedido del presidente no es ni ingenuo ni desinteresado. Su petición, aunque se enmarca en lo que despectivamente es llamado políticas populistas, torna interesante percibir cómo, siendo un político, ha sabido hundir el dedo en la llaga. Sea a favor o en contra, el presidente López Obrador, aunque cae en el discurso colonial, lo hace para justamente señalar la parte sin parte, aquellos que no tenían lugar en el orden social jerárquico en los mandatos anteriores.
“La colonialidad de su discurso se concentra en la invocación a saber leer los hechos, ya que desde la perspectiva del Ejecutivo, ellos ahora son cosa del pasado, ya que –hoy en día- se muestran respetuosos del conocimiento y la sabiduría que América tiene. “
El que calla, ¿otorga?
Tras la carta, no fue el rey sino el gobierno español el encargado de pronunciarse frente a los hechos. Con un escueto comunicado señalaba firme rechazo al contenido, que lo sucedido hace quinientos años no podía ser juzgado con la óptica actual e invocó a saber leer el pasado compartido sin ira y con una mira constructiva, como pueblos libres con una herencia común y una proyección extraordinaria.
Sería fácil tratar de argumentar por los precedentes que existen. Alemania se disculpó por el holocausto, Bélgica hizo su parte con respecto al Congo, el Vaticano no solo se disculpó por salvajismo de los hechos de la conquista sino también por la trata de esclavos, e incluso –para no excluir la antigüedad como una especie de excusa que apela a la prescripción- también por los ataques de los cruzados a Constantinopla en 1204. Y así la lista continua. Si bien cada uno con bemoles distintos, no parecen ser ni la antigüedad ni la lectura comparada, los límites para ofrecer una disculpa.
¿Es posible que aún mantenga una halitosis colonialista el discurso del gobierno español? Sería obsceno pensar en el pasaje del antiguo monarca pidiendo, airadamente que se calle, a un recientemente presidente, y más aún, tomar dicha escena como la muestra más evidente de que, desde su perspectiva, América aún es parte de su tutela (sino piense en cómo siempre el monarca aparece en todas las tomas de mando en América Latina). Nuevamente pensar de esta forma nos enrolaría en una síntesis disyuntiva.
La colonialidad de su discurso se concentra en la invocación a saber leer los hechos, ya que desde la perspectiva del Ejecutivo, ellos ahora son cosa del pasado, ya que –hoy en día- se muestran respetuosos del conocimiento y la sabiduría que América tiene. Así el gobierno enuncia desde la postura colonialista que sostiene las narrativas culposas que le devuelven (como una especie de compensación) la sabiduría ancestral, su ética del lugar sabio frente a una empresa colonial proveniente de un mundo vulgarizado y materialista.
El revés del marqués
Si bien se trató de generar polémica entre ambos gobiernos, fue la intervención del marqués Vargas Llosa la que convocó los reflectores. Así le solicitó al presidente López Obrador que (re)pensara el destinatario de dicha carta, ya que podía darse cuenta de que aún en América había indios en situación de pobreza.
Nuevamente desde un chiste reiterado por Žižek podemos anotar el desliz (o tal vez el lapsus) del marqués. Según el filósofo esloveno, las poblaciones americanas de Estados Unidos aborrecen el término nativo americano con el que son denominados, ya que esto, por oposición haría de los colonizadores un cultural americano. Pero eso no solo queda allí, sostienen que prefieren ser llamados indios, ya que así se deja huella a la estupidez del hombre blanco que creía haber llegado a la India, y que a pesar de tantos años, mantuvieron el gentilicio.
De ese modo, ¿no es acaso el marqués víctima de un revés colonialista que lejos de darle la posición neutral lo vuelve al mismo discurso? Claro está, esa observación no solo se concentra en el empleo de indios en lugar de pueblos originarios, sino en cómo en su búsqueda de fungir de conciliador, recurre a la despolitización del litigio realizando reparticiones con el propósito de que todo vuelva a la normalidad, en lugar de problematizar un mundo que no se deja ver y no se quiere ver.
Populismo
Seamos claros. El pedido del presidente no es ni ingenuo ni desinteresado. Su petición, aunque se enmarca en lo que despectivamente es llamado políticas populistas, torna interesante percibir cómo, siendo un político, ha sabido hundir el dedo en la llaga. Sea a favor o en contra, el presidente López Obrador, aunque cae en el discurso colonial, lo hace para justamente señalar la parte sin parte, aquellos que no tenían lugar en el orden social jerárquico en los mandatos anteriores.
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