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Revista Ideele N°280. Agosto 2018Hace alguna semanas, Javier Huallpa incineró a Eyvi Agreda en un bus en Miraflores. El fuego alcanzó a otros pasajeros y al mismo Javier Huallpa, pero la principal agraviada fue Eyvi. Esto ha motivado una mayor preocupación sobre los feminicidios, aunque Javier haya aducido que no quería matarla sino “solo quemarle la cara”.
Jorge Bruce observa que el acto de Huallpa “es una secuencia coherente de una ideología machista arraigada en el inconsciente de los peruanos”. Por su parte, la columna La hora de Pucho, afirma que Huallpa “no es un monstruo ni un enfermo: es un hijo sano del patriarcado”. Y en consonancia con la revista Salon, Marco Sifuentes sostiene que habría que tratar a los feminicidas como a terroristas pues ambos encajan dentro del rubro de “extremista ideologizado”; se podría hacer, según él, una serie entre terroristas islámicos, terroristas comunistas y terroristas machistas.
Sin duda, son este tipo de afirmaciones las que me llevaron a escribir No tengo nada que ver con eso, una novela sobre un feminicidio. Por algún motivo me revienta que, por contentarse con los sentidos comunes, los “expertos” y/o los opinólogos “progresistas” dejen de lado no solo la singularidad del caso criminal sino también sus ecos sociológicos. Curiosamente, mientras más se avanza en la comprensión de un caso, más revela este sobre las tendencias generales de nuestra época.
Dado que no estoy demasiado cerca de Javier Huallpa, no puedo asegurar que la siguiente exposición de su caso sea la correcta. Pero quiero ahondar en algunos puntos que me llevan por un camino distinto al trazado por la “opinión ilustrada”. A lo que voy es que lo esencial en el crimen de Eyvi no es el machismo ni la tradición patriarcal. Y que por tanto, para solucionarlo, quizás no baste con mayores penas carcelarias ni con afianzar la teoría de género en la currícula de los colegios.
Breve recuento del caso
Javier –según él mismo lo ha manifestado a la policía- quería tener una relación con Eyvi. No dice que quería tener sexo. Dice que quería una relación y que imaginaba que esta era posible “porque éramos casi igual, porque ella era parecida a mí, estaba en un nivel económico casi igual a mí”. Hay que prestar atención a estas palabras pues la posibilidad de la relación se basaba en la igualdad. El hecho de que ella fuera una mujer provinciana y humilde mitigaba el sentimiento de inferioridad de Javier y lo hacía pensar que la relación amorosa era en efecto posible.
A pesar de ello, Eyvi no le hizo caso pues “era más engreída” y “quería algo mejor”. Pero esto no impidió que se aprovechara del deseo de su pretendiente para conminarlo a comprarle zapatillas o ayudarla a pagar su alquiler. En algún momento Javier le declaró su amor a Eyvi, ella lo rechazó aduciendo que tenía enamorado. Él empezó a acosarla, ella denunció este hecho a su jefe y encima no devolvía la plata prestada. No importa saber si Javier le prestó o regaló la plata, o si nunca le prestó o regaló nada. En el orden de la realidad psíquica, lo importante es que él sentía que ella se aprovechaba, y que la humillación se sumaba al rechazo y a la soledad. Peor aún: mientras él se dolía en casa de sus males, le bastaba abrir su cuenta de Facebook para contemplar cómo ella era feliz con otros hombres, o simplemente feliz. Shakespeare tiene una frase para la ocasión: “Addinsulttoinjury”, “Agregar insulto al daño”. Con la exhibición informática de su supuesta felicidad, Eyvi añadía insulto al daño del rechazo. Aunque quizás el insulto se confundía con el daño; quizás uno y otro se fundían en una sola palabra: injuria. En cualquier caso, esa mujer le estaba robando su plata y su felicidad. Es más, la felicidad de ella era, en sí, un robo de la felicidad propia. En términos de Slavoj Zizek, ella era una “roba-goce”. Y entonces surgió la convicción de que “tenía que darle un escarmiento”.
Sin embargo, la injuria tenía raíces mucho más profundas. Pues por culpa de Eyvi Javier desatendió a su madre enferma y comenzó a pelearse con esta, quien seguramente reclamaba la falta de atención. Después de confesar su crimen, Javier declara ante las cámaras que no le importa lo que le pase a él, que solo le preocupa el dolor que le ocasionó a su madre, y rompe en llanto. Se entiende que a la madre le duele que su propio hijo haya cometido un crimen nefasto. Pero quizás haya que entender que el dolor se deba a que Javier la hubiese dejado por otra (por Eyvi). De lo cual se colige que él se hallaba en la posición narcisista del objeto de deseo de la madre.
Hay que contemplar el deseo materno de manera ambivalente. Sin este deseo, el niño puede quedarse al margen de lo social; un resultado posible (entre otros) es el autismo. Pero si no lo trasciende, entonces el niño se afianza en la lógica narcisista. El narcisismo no es el Yo ante el espejo, no es Narciso, solo, inclinándose en el lago: es el Yo ante el espejo para los ojos de la madre. Y si no interviene un tercero (como por ejemplo el padre) para romper este vínculo especular, el niño resiente más fuertemente los golpes contra el Yo. Volveré a elaborar este punto, pero quiero sugerir desde ya que el “error” involuntario de Eyvi fue hacer caer a Javier de la posición del objeto de deseo. Del objeto de deseo de su madre, sí, pero también de la extensión de este deseo en Los Demás. En términos lacanianos, el gran “pecado” de Eyvi fue sacar a su pretendiente del lugar en que era deseado por el gran Otro.
Un mes antes de perpetrar el crimen, Javier compra la gasolina. Espera, no se atreve… hasta que finalmente lo hace. ¿Cómo así cobró “valor”? Sería interesante saberlo. Pero igualmente interesante es analizar cómo realiza el crimen. Después de su ejecución, durante el interrogatorio, los detectives le preguntan a Javier por qué no trató de quemar a Eyvi en algún lugar más alejado, ¿por qué en un bus? La respuesta de Javier es débil: porque en Miraflores había demasiadas cámaras. Pero si esto es así, ¿por qué no la atacó en otro barrio? El bus al que ella subió iba a Chorrillos, ¿por qué no esperar a que se bajara allí, seguirla y sorprenderla en una calle oscura? La respuesta me parece estar ya en la respuesta de Javier: porque en Miraflores había cámaras. Más que un obstáculo, las cámaras eran el destinatario. El crimen tenía que ser perpetrado contra Eyvi, pero también para Los Demás, para el gran Otro. Y si bien dentro del bus no había cámaras, estaban Los Demás pasajeros.
Dicho esto, se podría pensar que si el rechazo de Eyvi sacó a Javier del lugar del objeto de deseo del gran Otro, el crimen fue un intento de volver a ponerse en ese lugar. Y en cierto sentido lo consiguió: a partir del crimen, Javier se convirtió en el centro de la noticia. Pasó de ser un simple deshecho social a un hombre capaz de generar odio.

“En términos lacanianos, el gran “pecado” de Eyvi fue sacar a su pretendiente del lugar en que era deseado por el gran Otro”.
Javier alega que quería quemar solamente la cara de Eyvi. Si esto es cierto, entonces quería quemar aquello que lo atraía de ella. Quería acabar con el poder que ella tenía sobre él. Pero entonces -según su versión- el bus se movió, el fuego se le fue de las manos y le quemó todo el cuerpo, pero también a otros pasajeros y a sí mismo. La pregunta es inevitable: ¿fue esto realmente un accidente? Uno de los testigos sostiene que, al advertir el acto incendiario, algunos gritaron: “Agárrenlo”, y que enseguida Javier extendió el fuego por detrás de Eyvi hacia otros pasajeros. Más precisamente, la pregunta es: ¿Javier quemó a los pasajeros por accidente? ¿Los quemó para defenderse? ¿O los quemó para acabar con el gran Otro? Pues cabe la posibilidad de que durante la ejecución del crimen Javier haya querido acabar con Los Demás.
Asimismo, quizás Javier haya querido también atentar contra su propia vida. Después de todo, atentar contra Los Demás es atentar contra uno mismo. Si el mundo desaparece, si no hay nadie que me reconozca, en más de un sentido dejo de existir. Lo cual sugiere que Javier pudo haber querido acabar con todo. Acabar con Eyvi, acabar con la sociedad, acabar consigo mismo. Acabar con el sufrimiento y sus causas. Y paradójicamente, como ya lo he dicho, también pudo haber querido volver a ponerse como objeto del deseo del Otro. En otras palabras, Javier pudo haber querido re-ponerse en la escena para el deseo del Otro y a la vez dinamitar la maldita escena.
Nada de lo que estoy diciendo es seguro. Pero debe admitirse la posibilidad de que, en el pasaje al acto (criminal), muchas veces hay algo que desborda al sujeto y sus objetivos claros. Cuando Javier le cuenta a la policía que solo quería quemar la cara de Eyvi, puede estar mintiendo para reducir su pena. Pero se hace mal en creer automáticamente que, en el momento de perpetrar el crimen, lo tenía todo fríamente calculado.
¿La tradición patriarcal machista?
Que un hombre sienta que una mujer le haga daño y se aproveche de él, es cosa de siempre. “Víbora”, por ejemplo, podría enmarcar una situación como la de Javier Huallpa: “Yo sé que has de vivir, pensando en la maldad que conmigo cometiste. Ese daño tan cruel, que me hiciste mujer, no lo perdonaré”. Complementemos el vals de Los Embajadores Criollos con una escena tan cotidiana como melodramática. Un hombre se reúne con un amigo en un bar. Le cuenta lo mala que ha sido una mujer que le ha sido esquiva, o que lo engañó con otro hombre. El amigo le cuenta una historia semejante y, entre tragos y abrazos, maldicen la existencia de algunas mujeres, o de todas las mujeres, con excepción de sus madres.
Llamemos a la escena anterior la escena de los caballeros del vals. Y acotemos que estos caballeros no pueden o no quieren entender la independencia de la mujer. Provistos de una ideología machista y patriarcal, no entienden que pueda existir una “buena mujer” (a diferencia de una víbora) que pueda serle infiel a uno, o que simplemente pueda preferir a otro, o preferirlo a uno y luego cambiar de opinión y mandarse a mudar con otro. Quizás se pueda decir que Javier comparte esta ceguera ideológica con los caballeros del vals. Pero hay una diferencia. Mientras estos ahogan sus penas con el alcohol, la música y la difamación, Javier quema a su amor en un bus.
Los caballeros del vals son los hijos sanos del patriarcado; Javier no. Javier es hijo de una época en que la frustración y el deseo de venganza se han radicalizado y los hombres pasan al acto violento. Lejos de restringirse a las relaciones entre los sexos, este fenómeno se da en muchas otros espacios. Siempre se ha odiado a los malos conductores, pero hoy en Estados Unidos hay algunos “buenos conductores” que disparan contra los “malos” (el fenómeno de “roadrage”, “la rabia del camino”) Los colegiales“bulleados” han crecido siempre con rabia contenida, pero ahora realizan cada mes asesinatos en masa (la proliferación de los “schoolshootings”). Los jóvenes hijos de inmigrantes árabes o africanos siempre han resentido la falta de oportunidades en los países europeos que supuestamente los reconoce como ciudadanos, pero ahora lo resienten tanto que responden con revueltas espontáneas en las que saquean tiendas y queman miles de autos, o se suicidan con bombas atadas al cuerpo.
Todo esto nos trae de vuelta a la idea de Sifuentes de que los feminicidas y los terroristas comparten una radicalización ideológica. No se puede decir que esto sea falso. Pero la cosa es más compleja. Para comenzar, ¿a quién se llama terrorista? Siguiendo a Alain Badiou, yo no llamaría terrorismo a los actos que realizan muchos jóvenes hijos de inmigrantes en Europa contra los comensales de un restaurante o los espectadores de un teatro. Hay una gran diferencia entre los atentados de estos jóvenes y los de los anarquistas a finales del siglo XIX e inicios del XX. En tanto que se dirigen no contra objetivos políticos sino contra la gente común que se divierte con el consumo, y en tanto que buscan ocasionar un baño de sangre chocante para los medios, Badiou llama a aquellos atentados carnicerías. Se me dirá que estos jóvenes han sido radicalizados políticamente por imanes integristas. Lo cual (una vez más) no es falso, pero lo fundamental es que son la frustración y el deseo de venganza los que se han radicalizado. Y que este tipo de explosiones patéticas de violencia son más bien patologías del odio o patologías del acto.
¿Vivimos, entonces, en una época más violenta que la de nuestros padres y abuelos? En cierto sentido no: las dos guerras mundiales del siglo XX causaron un número de muertes insuperable. Pero en cierto sentido sí: antaño no se escuchaba de asesinatos en las escuelas ni de jóvenes con chalecos de dinamita. Sería mejor decir que, en la época contemporánea, la violencia se ha privatizado y espectacularizado.
Por supuesto, hay que preguntarse: ¿por qué esto es así? ¿Qué ha sucedido en el mundo para que haya cada vez más individuos que realizan sus fantasías vengativas para las redes sociales o los medios de comunicación de masas? La respuesta es compleja, pero puedo trazar algunas ideas que se han desarrollado dentro del psicoanálisis.
Según Sigmund Freud, los individuos no tienen un instinto gregario o social sino que deben atravesar un proceso para vivir en sociedad. Resumiendo quizás demasiado, hay dos momentos claves en este proceso. El primero, ya lo hemos visto, es cuando el niño se identifica con el objeto de deseo de la madre. Aquí el niño aspira a ser deseado por la madre y se identifica con el ideal que ella tiene para él. Siguiendo a Freud, Jacques Lacan llama a este ideal materno el yo-ideal, y sostiene que bajo su dominio impera la rivalidad y la agresión narcisista, pues el niño teme que se le arrebate el deseo de la madre. Teme, es decir, ser derribado de las “alturas del ideal”.
Es solo en el segundo momento, con la entrada de la función paterna, que las pretensiones del Yo se relajan. Lacan llama a este momento la castración simbólica y la califica como la “alegría de los hombres” ya que pone coto al acoso subjetivo de las aspiraciones narcisistas. Más precisamente, la entrada en juego de la función paterna impide que el niño se coloque como el objeto de deseo de la madre y asegura la instauración del ideal del yo. Pero este ideal es de una naturaleza distinta a la del yo-ideal. Freud se refiere al ideal del yo como un “narcisismo de adulto”; Lacan como un “ideal pacificador”. Mientras se rige por el yo-ideal, el individuo se valora en tanto que pueda ser el centro de atención de la madre o de las personas y organismos que le toman la posta. Mientras se rige por el ideal del yo, el individuo se valora en cambio por ser alguien que ha cumplido su deber con la sociedad.
Por supuesto, como usted (amigo lector) lo sabe bien, uno nunca abandona sus “delirios” narcisistas, de manera que el ideal del yo coexiste con el yo-ideal. No obstante, en nuestra época la función paterna se ha debilitado y por ende el ideal del yo no ejerce el mismo poder sobre el individuo. Esto puede ser una oportunidad para un nuevo comienzo lejos de la ley del padre, pero también lo es para que aparezcan las diversas patologías del odio. Pues si la presencia del ideal del yo en el individuo lo aleja de las pretensiones del yo-ideal, entonces su declive en nuestra época implica que el individuo se ve sin defensas ante la rivalidad y la agresión narcisistas.
“Al enamorarse de Eyvi, Javier puso todo el aparato del pedestal en ella. La puso a ella en el pedestal, pero también la convirtió en el pedestal materno sobre el que él se paraba”.
¿Por qué ha ocurrido este declive del ideal del yo? Entre otras cosas, porque la tradición patriarcal se haya en declive a partir de la emergencia de tres tipos de lazo social: el capitalismo, la técnica y la democracia. No puedo analizar aquí los distintos anudamientos entre estos lazos. Solo quiero señalar una tendencia subjetiva: a saber, que con el triunfo global del capitalismo hemos pasado del deber del individuo para con el colectivo al deber del individuo para consigo mismo. En otras palabras, hemos pasado del deber de ser un buen ciudadano, un buen patriota, o un buen padre al deber de tener éxito y de gozar (del consumo en todas sus formas). ¿Acaso hoy en día no usamos la palabra “emprendedor” como otrora se esgrimía la expresión “héroe de la patria”? ¿Y acaso no vemos en Facebook que la gente se siente obligada a declarar con fotos y sonrisas que la está pasando de maravilla en un bar con buenos amigos, o en casa con la familia preparando una pizza?
Ahora bien, cuando antaño no se podía tener éxito o no se podía gozar como se quería, uno podía refugiarse en el ideal; uno podía decirse: “No me importa. Lo importante es cumplir con mi país”. Uno podía decirse esto como un patriota convencido, o como la zorra de las uvas verdes, pero el dicho tenía peso subjetivo. Algo se apaciguaba. Pero ahora, sin el peso del ideal del yo, sin el resorte honesto o falso del patriota, o del ciudadano, o del buen padre, la falta de éxito y de goce se experimenta con mucha mayor fuerza. En resumen, hoy se hace más difícil que antes soportar las frustraciones personales. De allí que la depresión emerja como un síntoma de nuestra época. O que, por el contrario, se radicalice el deseo de venganza.
Aquí podría pensarse (siguiendo a Marta Gerez) que la depresión y la venganza son dos caras de la misma moneda. La depresión es la venganza que el individuo dirige contra sí mismo (por la vía del superyó). Y la venganza es la depresión que se vierte hacia fuera. Es aquí donde habría que ubicar a Javier Huallpa. Luego del rechazo de Eyvi, Javier llora, no duerme, le pide a Dios que le quite “esa sensación”. Esa sensación es la rabia de saberse un deshecho, de verse evacuado del pedestal del deseo materno.
Seré más preciso. Al enamorarse de Eyvi, Javier puso todo el aparato del pedestal en ella. La puso a ella en el pedestal, pero también la convirtió en el pedestal materno sobre el que él se paraba. De manera que el rechazo de Eyvi funcionó como un deseo materno que desaparece, como un pedestal que se retira de súbito. Y enseguida Javier se vio invadido por la rabia, o si se quiere, por la agresividad narcisista, y osciló por un tiempo entre la depresión y la venganza hasta que finalmente optó por la segunda.
A diferencia de lo expuesto en La hora del Pucho, Javier Huallpa no es un hijo sano del patriarcado. Un hijo sano del patriarcado es un hombre en quien el ideal del yo consigue mitigar las heridas narcisistas. Pero en tanto lo que prima en el caso descrito es el narcisismo, Javier es un hijo de mamá. En otras palabras, Javier presenta una paradoja: efecto del declive de la vieja tradición patriarcal, su odio se radicaliza y se sirve de algún fragmento suelto de la tradición patriarcal para vengarse. Se trata de un hijo de mamá que coge el encendedor con el que papá enciende la pipa.
Una mirada más detenida al patriarcado
Lo dicho hasta aquí parece una defensa del patriarcado, ya que del lado de la ideología patriarcal he puesto a los machistas pero elegantes y cuasi artísticos caballeros del vals, mientras que del lado del declive de esta ideología he puesto a jóvenes llenos de ira. Sin duda es posible que haya pintado un cuadro demasiado armonioso de “los viejos buenos tiempos del padre”. No ha sido mi intención (consciente), pero, fuere como fuere, comienzo a corregirme con la siguiente máxima: a la hora de considerar un orden social, hay que tomar en cuenta no solo su funcionamiento normal y/o ideal sino las transgresiones comunes a este funcionamiento.
Así, si se quiere entender el capitalismo contemporáneo, no basta con referirse a la consolidación de nuevos mercados; también hay que atender la prevalencia de la corrupción. Del igual manera, el patriarcado no es solo ese orden donde los hombres le abren la puerta del auto a las mujeres sino también aquel donde la violencia doméstica está hasta cierto punto normalizada y algunas violaciones se deslizan hacia la culpabilización de la víctima. Pero no se puede decir que sea característico de esta tradición que un hombre queme a una mujer ante la vista de todos en un bus.
¿Y qué hay de la quema de brujas en Salem, Massachusetts y en varios lugares de Europa? Estos gynocidios fueron un tipo de violencia colectiva que se llevaba a cabo por lo general luego de un juicio y siempre en nombre de la comunidad. Por supuesto, alguna mujer debe haber sido quemada en la hoguera a causa de la maquinación de un hombre rechazado. Pero siempre había que maquinar colectivamente. Por otra parte, hay transgresiones típicas del patriarcado que este no reconoce, pero le pertenecen. Una de ellas hacer de la mujer un botín de guerra. Si algo ha probado el conflicto armado interno, es que la guerra es un carnaval de autoritarismo fálico.
Habría que hacer, entonces, un registro de las transgresiones patriarcales. Habría que preguntarse, por ejemplo, si el gang rape en tiempos de paz pertenece al patriarcado tradicional. En cualquier caso, queda claro que este no es color de rosa. Pero, aún así, un individuo que quema a una mujer en un bus no es una de sus típicas transgresiones.
Javier Huallpa no anuncia el retorno de la tradición patriarcal. Se equivoca Jorge Bruce cuando ve en esta patología una manifestación de un pasado reprimido. Lejos de pertenecer a un inconsciente arcaico, el crimen de Javier anuncia un futuro en que la tradición paterna deviene un medio de satisfacción pulsional y/o narcisista. Un futuro en que la masculinidad se degrada a los arrebatos de la adolescencia.
Todo esto nos conduce a una serie de preguntas importantes. ¿Cómo llamar a un orden social donde el ideal paterno ha declinado más que el poder económico y simbólico masculinos? ¿Habría que llamarlo neopatriarcado o pospatriarcado? ¿Y cómo designar a un orden (pos)colonial como el peruano donde si bien existe un vigoroso impulso democrático del feminismo, así como de los nuevos imperativos del capitalismo, la tradición patriarcal todavía tiene mayor peso que en Europa o en EEUU? Todas estas preguntas requieren investigación y serán materia de otros escritos.
*Este ensayo fue terminado dos días antes de la terrible noticia de la muerte de Eyvi Agreda. Mis condolencias a sus familiares y amigos. Que estas líneas ayuden a entender mejor este tipo de crímenes a fin de que el justo deseo de combatirlos sea más eficaz.
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