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Revista Ideele N°280. Agosto 2018En el mes de junio de este año 2018, el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Universidad Católica ha organizado su XIV encuentro anual. Dos cosas en cierto modo contradictorias llaman la atención de inmediato de este evento: la primera es que luego de 14 años ininterrumpidos de promoción de los valores o los principios éticos y jurídicos que deben orientar la meditación sobre nuestra memoria nacional –podría pensarse– debiera haberse consolidado ya en nuestro país una tradición de reconocimiento de aquellos principios. No obstante, el tema de debate que se proponía este año (“¿Qué falló en nuestra democracia? Una transición inconclusa”) parecía ir precisamente en el sentido contrario; la idea de una “transición inconclusa” o la pregunta por las fallas de nuestra democracia sugieren más bien que la sociedad no cambió como debía haberlo hecho o que de alguna manera el tiempo se detuvo. Contrariamente a lo que habríamos esperado, o a lo que supondría el transcurso de casi dos décadas de reconstrucción de nuestra democracia, nos hallamos hoy en una situación social y política no muy diferente de aquella que la llamada “transición” debía superar.
Por razones azarosas, a fines del año 2000, en medio de los agitados meses que concluyeron con la fuga del presidente y la elección del gobierno de transición, publiqué un largo ensayo en el suplemento dominical del diario El Espectador de Colombia, en el que relataba el proceso de descomposición institucional y el altísimo grado de corrupción que se habían vivido en el Perú en aquellos años[1]. Releyendo en estos días esa crónica, me percato de que estuve entonces animado por la secreta pero firme confianza de que dicho proceso había llegado a su fin y de que se iniciaba en nuestro país un periodo esperanzador en el que habrían de recomponerse las instituciones y sanearse la vida democrática en su conjunto, en una palabra, que habría de producirse una “transición” genuina, en el estricto sentido de la expresión. Me equivoqué. También en relación con ese relato, la situación actual del país parece una demostración de que la sociedad no evolucionó, no cambió sus convicciones éticas ni sus hábitos de conducta, que se detuvo en el tiempo. Entre los textos más agudos que se escribieron ese año decisivo, el 2000, hubo uno de Mario Vargas Llosa que nos advertía sobre la gravedad de las secuelas que traía consigo el movimiento aluvional de la corrupción y sobre el gigantesco desafío que implicaba querer combatirlo. Vargas Llosa le dio por eso a su artículo un título del que yo quisiera apropiarme para expresar la idea central del presente artículo: “La herencia maldita”[2].
Mi percepción es que no nos hemos librado de esa herencia, que se ha mantenido el conjunto de prácticas corruptas y el equilibrio de fuerzas políticas que caracterizaron al régimen fujimorista y que, por eso, en sentido estricto, no es que la transición sea o esté inconclusa, sino que no ha habido transición. Para que se produjese un verdadero proceso de transición democrática, es decir, uno que dejase atrás el régimen autoritario, la transgresión del estado de derecho y la práctica del terrorismo de Estado y que diese inicio a una recomposición del pacto social, debían cumplirse ciertas condiciones, y es eso precisamente, el incumplimiento de aquellas condiciones, lo que nos hace dudar de que la transición se haya producido.
1) La primera condición que debía satisfacerse era que el Estado promoviese el esclarecimiento de los hechos de violencia ocurridos durante los años del conflicto armado interno y solicitase el compromiso ético de la sociedad entera para reconocer las responsabilidades de lo ocurrido. Por eso justamente se creó la Comisión de la Verdad durante el gobierno de Valentín Paniagua; era el acto simbólico por excelencia para dar inicio al proceso de transición. Pero apenas asumió el mando Alejandro Toledo, comenzaron los problemas para la CVR, debido sobre todo a la resistencia de las FFAA y de amplios sectores del empresariado, los partidos políticos, el periodismo y otras instituciones del país, coludidas hasta entonces con el régimen autoritario, ante las revelaciones que emanaban de su Informe Final. Toledo y todos los presidentes que le sucedieron sucumbieron al mismo síndrome del negacionismo. Lo hicieron seguramente por temor a la influencia que tenían aquellos sectores, acaso también por temor al difuso respaldo popular de que gozaba el fujimorismo, pero terminaron por hacerse cómplices de un poder político y económico que había convivido a sus anchas con la transgresión del estado de derecho. A través de ellos, el Estado peruano cometió la barbaridad, el contrasentido, de retirarle el respaldo y, con ello, la autoridad a una comisión que el propio Estado había creado para establecer la verdad de lo ocurrido en nuestra historia reciente. El caso es que el negacionismo ha perdido hoy en día todo pudor y pretende imponerse como la ideología dominante en la sociedad y en la opinión pública del país. Y como el fujimorismo dispone de la mayoría en el congreso y una enorme capacidad de presión política, hemos visto ya cómo ha venido dirigiendo las decisiones del actual gobierno al respecto y cómo puede incluso intervenir en el LUM y pretender torcer el sentido de la preservación de nuestra memoria. ¿De qué transición estamos hablando entonces, si nos hallamos al parecer tan cerca de la visión de las cosas que caracterizaba al régimen abusivo y delincuencial que había que dejar atrás?
2) La segunda condición de un genuino proceso de transición era el abandono de la corrupción sistemática o sistémica que había logrado implantar el fujimorismo en el país. No se trataba simplemente del fenómeno ordinario de corrupción que afecta el funcionamiento de cualquier sociedad contemporánea, sino de un verdadero sistema que comprometía a las autoridades locales, regionales y funcionales, y les permitía asociarse y actuar impunemente como mafias organizadas. Lamentablemente, esta herencia tampoco fue abandonada. Por el contrario, ella ha sido el terreno sobre el que crecieron nuevas y aún más perversas prácticas de corrupción, que no hacían sino expandir las prácticas ya existentes, y de las que han pretendido aprovecharse todos los estamentos políticos, hasta el más alto nivel, como bien se sabe. Se ha producido, además, una vinculación orgánica entre las mafias locales o regionales y los movimientos políticos que las acogen, retroalimentándose y encontrando así, ambos, una forma de potenciar sus intereses corruptos. No es para nada de extrañar que tantos congresistas exhiban hojas de servicio que son verdaderos prontuarios. Los propios representantes de Odebrecht se han preocupado de puntualizar que no les hizo falta alguna intentar sobornar a las autoridades peruanas, porque esto era una práctica habitual en el funcionamiento de nuestra sociedad, más que en cualquier otro país de la región.
“Nos ha vencido hasta ahora la herencia maldita del fujimorismo, que es, en realidad, un problema social y cultural más profundo que el de un movimiento político específico”.
3) Una tercera condición de todo proceso de transición es la reparación de las víctimas. Esto tampoco ha ocurrido en el Perú, al menos no debidamente, y en contra de lo que suele pensar la opinión pública, se trata de un asunto de suma gravedad. Los diferentes gobiernos han eludido el problema, no solo por los motivos ya mencionados del negacionismo, sino aduciendo además razones económicas, como si el asunto se redujese a una cuestión presupuestal. De esta forma, no solo han incumplido con el principal rol –ético, político y jurídico- del Estado, que es el de velar por la seguridad y la paz de sus ciudadanos, y de responder ante ellos cuando el propio Estado no cumple su papel, sino han legitimado además indirectamente la condición de víctimas de los ciudadanos. Lo más grave del asunto es, en efecto, que las principales víctimas de la violencia han sido los campesinos quechuahablantes y pobres del país y que, al restar importancia a la reparación de sus daños, el Estado ha dado el mensaje de que la postergación de esa población es parte de la normalidad de nuestra historia. Se refuerza así la injusticia de las relaciones sociales que fue el caldo de cultivo de la subversión y se demuestra no haber aprendido nada de la experiencia vivida.
4) Una cuarta condición de los procesos de transición es que se produzcan formas de canalización política de la renovación democrática de la sociedad. Para dejar atrás el autoritarismo, la corrupción o la política delincuencial de Estado, hace falta que la protesta o la indignación ciudadanas encuentren cauces de expresión o de articulación institucional de sus demandas. En el Perú, nada de esto se ha producido. Por el contrario, la vida política se ha convertido en un círculo vicioso de promesas incumplidas, pragmatismos cínicos o pactos de encubrimiento, ante una población convencida en los hechos de que la política es torcida por naturaleza y que más bien conviene respaldar a las autoridades, aun corruptas, que puedan traernos algún beneficio local o personal. Por cierto, en diversas ocasiones se ha expresado con mucha fuerza la indignación ciudadana, desde la Marcha de los Cuatro Suyos hasta las recientes protestas contra los arreglos bajo la mesa entre los políticos o contra la corrupción de los congresistas, y esa indignación es una fuerza ética potente que merece ser reconocida porque expresa un sentimiento de autoestima nacional. Pero ella se diluye o pierde eficacia si no encuentra un medio de articulación más institucional. De eso no tiene la culpa solo el sistema, hay que admitirlo, sino también todos nosotros, ciudadanos que no hemos sido capaces de buscar o promover alternativas políticas más orgánicas para defender un modelo de sociedad o un estado de derecho mínimamente equitativo.
La transición democrática está aún pendiente en el Perú. Nos ha vencido hasta ahora la herencia maldita del fujimorismo, que es, en realidad, un problema social y cultural más profundo que el de un movimiento político específico. Para nuestra infortunada suerte, se suma ahora a nuestros males el rebrote de los populismos en el mundo entero, así como la inusitada legitimidad que está adquiriendo internacionalmente el pensamiento reaccionario. La relativización de los principios éticos universales, así como el reinado de la posverdad, cosas que fueron moneda corriente en la teoría y práctica del fujimorismo, parecen imponerse ahora con naturalidad en la política mundial.
Hay además una dimensión trágica peculiar de nuestra historia a la que me he referido ya en otra ocasión, que es el penoso espejo familiar en el que, a manera de una saga arquetípica o de un destino irremediable, se viene reflejando el debate nacional de las últimas décadas[3]. No nos merecemos, en realidad, ese destino ni esa herencia. Deberíamos ingresar de una vez por todas en un proceso de transición democrática. Y para ello nos hace falta “reconocimiento”: el reconocimiento de la verdad de lo ocurrido en nuestra historia reciente y el de nuestra responsabilidad en ella; el reconocimiento de los deberes que tenemos como ciudadanos para sellar un pacto social más justo e inmune a la corrupción; el reconocimiento de los otros, especialmente de las víctimas seculares de la discriminación y la violencia; y el reconocimiento de que tenemos raíces históricas y culturales más ricas, sagas nacionales más sanas, que estimulan nuestra autoestima y de las que podemos nutrirnos con atisbos de esperanza.
[1] Miguel Giusti, “Fujimori-Montesinos: la fatal alianza”, en: La Revista de El Espectador (Colombia), No. 20, 3 diciembre 2000, pp. 60-66.
[2] Mario Vargas Llosa, “La herencia maldita”, en: El País, 30 de setiembre del 2000.
[3] Ver Miguel Giusti, “El señuelo de la reconciliación”. Revista Ideele No. 277, online.
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