Francisco Chamberlain y la lucha por la memoria

Foto: Casa Matteo Ricci

Escrito por Revista Ideele N°280. Agosto 2018

La partida de Francisco Chamberlain ha sido un acontecimiento muy triste. Buen amigo, intelectual riguroso y sacerdote jesuita comprometido con la Iglesia de los pobres, Francisco fue un auténtico luchador social de talante profético. Norteamericano de nacimiento, dedicó los mejores años de su vida al Perú y a las exigencias de la justicia en la sociedad y en la comunidad eclesial.  Su trabajo pastoral y social en el Agustino y en Ayacucho estuvo centrado en la promoción de la acción ciudadana y la solidaridad con las víctimas de la violencia.

Conocí a Francisco en el año 1996, cuando empecé a dictar en la entonces Escuela Antonio Ruiz de Montoya un Seminario sobre Charles Taylor y Alasdair MacIntyre, autores mal caracterizados como “filósofos comunitarios”. Francisco era un profesor muy querido en esa casa de estudios. Decidió asistir a mi curso, a pesar de que entonces yo era un profesor inexperto de veinticinco años. Sus intervenciones en el aula eran sesudas y esclarecedoras. En todo momento, establecía con rigor y originalidad importantes conexiones entre las ideas de estos autores contemporáneos y las circunstancias de nuestro país. Estaba a gusto tanto en el terreno de la argumentación como en el del aterrizaje de los conceptos en los espacios sociales y políticos. En su propio curso – Carisma e Institución – pasaba de la abstracción intelectual al horizonte de las prácticas sociales y de éstas nuevamente a las ideas argumentando con claridad y elocuencia. Sus alumnos pueden dar testimonio de sus virtudes intelectuales y personales, así como su vocación por la enseñanza.

Francisco se preocupó en todo momento por la construcción de la ciudadanía democrática en los lugares en los que ejerció su magisterio sacerdotal, cívico y académico. Estaba convencido de que no se podía lograr la democracia sin cultivarla cada día en los diferentes espacios de la vida. La precariedad económica en la que vivía parte de la población no constituía una razón para renunciar al principio de la igualdad de derechos y de oportunidades como factor estructurante de una genuina democracia liberal en lo político e inclusiva en lo social.  Impulsó entidades como SEA en El Agustino y la Casa Mateo Ricci en Ayacucho, instituciones comprometidas con la creación de conciencia en materia de derechos fundamentales y cuestiones de justicia básica. La condición de ciudadano no debía – por ningún motivo – ser accesible sólo a una minoría acomodada, urbana y capitalina. La ciudadanía debe ser universal.

La lucha por la recuperación de la memoria respecto de lo ocurrido durante el conflicto armado interno se enmarca en este compromiso suyo de construcción de una ciudadanía integral. Honrar el derecho a la verdad que asiste a las víctimas, así como atender a sus  legítimas exigencias de justicia y reparación, implica tomar en serio el proceso de restitución de derechos que les devuelve la condición de ciudadanos que les fue injustamente arrebatada en un contexto de violencia y exclusión. Este proceso debe ser asumido desde el Estado en nombre de todos los peruanos.

Sin embargo, esto no ha sucedido en el Perú. Parte de nuestra “clase dirigente” y numerosos “líderes de opinión”  – no sólo nuestros políticos, sino también un sector importante del periodismo, representantes de la empresa privada, e incluso algunas autoridades religiosas – han asumido una actitud reactiva y hostil frente al esfuerzo por esclarecer lo sucedido durante el conflicto armado interno. Se sostuvo que el cuidado de la memoria de la violencia isólo contribiría a “reabrir viejas heridas”, y se estigmatizó el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación sin siquiera leerlo. Tampoco se propuso alguna “memoria alternativa” sobre la base de una investigación rigurosa o promoviendo el trabajo sobre los testimonios y las evidencias existentes. Estos actores sociales conservadores prefirieron guarecerse en el prejuicio y la condena sin una justificación consistente.

Hoy asistimos a una orquestada conjura – bastante bien organizada – contra el trabajo de la memoria en nuestro país. La mayoría fujimorista en el poder legislativo y algunos espíritus afines se han trazado la meta de reescribir la historia desde el prisma de sus obsesiones y sus intereses políticos. La celada que el General Donayre tendió en el Lugar de la Memoria constituye sólo un signo más de cómo el sector más conservador de la política peruana no puede soportar que la historia del conflicto más destructivo que ha afrontado nuestro país relate los crímenes de las organizaciones terroristas, pero también describa los casos en los que malos agentes del Estado cometieron delitos contra los derechos humanos. A su juicio, esa historia debe ser narrada en clave épica y no trágica.

Francisco Chamberlain denunció en su momento que el Museo de la Memoria de ANFASEP en Ayacucho fue calificado de pro-terrorista por un legislador fujimorista. Esa acusación maliciosa contra el Museo no se veía respaldada por algún argumento que pudiese defenderse seriamente en el ruedo político o en la sociedad civil. Nuevamente, los familiares de las víctimas son observados con sospecha. Como Francisco indicó en un artículo sobre este caso, la justicia nacional ya ha condenado las atrocidades cometidas en el cuartel Los Cabitos. Reconocer que el Estado en determinadas circunstancias también cometió crímenes contra la vida  y la integridad física de peruanos inocentes constituye una forma de dar cuenta de lo que realmente aconteció en el país y no debe repetirse. Conocer la verdad es una condición para emprender acciones institucionales para prevenir esta clase de violencia entre nosotros.

Es lamentable que un grupo político y sus aliados pretendan recurrir a su fuerza numérica en el Congreso de la República para hacer pasar como la realidad histórica una lectura alterada del conflicto armado interno con el único fin de imponer sus propios prejuicios y lograr sus propósitos políticos en un futuro cercano. La verdad de lo ocurrido es aquí lo de menos, como resulta obvio. Ante este intento funesto de elaborar una unidimensional “historia oficial” importa poco el tipo de aprendizaje ético que los ciudadanos podríamos afrontar si elegimos mirar la historia con coraje y con una estricta disposición a tomar medidas de no repetición.  La ceguera voluntaria y la distorsión de la realidad jamás constituyen soluciones para ajustar cuentas con nuestra historia reciente. Esclarecer nuestra memoria permitirá tomar decisiones sabias que orienten nuestra vida en común. Como sostenía agudamente Francisco Chamberlain, la complejidad de nuestros problemas requiere planteamientos que le hagan justicia, así como una visión perspicaz y valerosa que nos permita comprenderlos y enfrentarlos como corresponde.

Sobre el autor o autora

Gonzalo Gamio Gehri
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.

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