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La semana pasada el país comenzó un rápido proceso de transformación: de una democracia precaria a una autocracia a toda norma. La autocracia en ciernes tenía en el presidente de facto, Manuel Merino de Lama, un simple operador. En realidad, el proceso autoritario se basaba fundamentalmente en un consenso de la ultra-derecha conservadora de la Coordinadora Republicana, la derecha lumpen de organizaciones como Podemos, y la derecha empresarial de la facción Diez-Canseco de Acción Popular y la CONFIEP. Organizaron un gabinete que, desde el primer día, comenzó a proyectar contrarreformas en materia educativa, ambiental y lucha contra la corrupción. Tomaron al Estado por asalto.
Fue la protesta ciudadana liderada por miles de jóvenes de “la generación del bicentenario”, la que nos salvó de caer en la autocracia. Se auto-convocaron por redes sociales, hicieron un activismo digital intenso, se movilizaron en calles y plazas por todo el país, se enfrentaron a la brutalidad policial y nunca se quedaron callados. Dos muchachos fueron asesinados y cientos mal heridos. Este saldo trágico, lo dicen los mismos jóvenes, no será en vano. Exigen cambios de fondo y tienen razón.
No marcharon para desfogarse por 8 meses de enclaustramiento Covid, como sugirió, en su infinita ignorancia, Ántero Flores-Aráoz. Marcharon por 20 años de una promesa incumplida de democracia real. Han visto cómo toda la clase política que ha gobernado al país, presidente tras presidente, está deslegitimada por su propia corrupción. Han visto cómo las grandes empresas financiaron esos partidos corruptos para luego tener contratos y leyes favorables. Han presenciado cómo una mayoría parlamentaria abusó de su poder y, literalmente, se zurró en la voluntad popular que rechazaba la vacancia cuando ya se había llamado a elecciones y en plena crisis económica y sanitaria. Se movilizaron por indignación.
La actual Constitución de 1993 no solo fue producto de un golpe de estado, sino que además careció de un proceso constituyente realmente democrático y plural. Fue producto de lo que Naomi Klein llama “la doctrina del shock” antes que de una real deliberación pública. La sociedad de comienzos de los noventa estaba destruida por la crisis económica y el conflicto interno. El Perú rural estaba estigmatizado, amedrentado y abiertamente excluido. Todas las constituciones peruanas han sido constituciones de élites que se pugnaron el poder.
En el año 2000 mi generación se movilizó en las calles para derrocar un gobierno autocrático y transitar hacia la democracia. Creímos que bastaba una “nueva clase política”. Nos equivocamos. Los nuevos actores políticos rápidamente se acomodaron a las estructuras de poder para cambiar muy poco. El Perú siguió siendo el país del “sálvese quien pueda”, de las corruptelas, de la informalidad, de la inequidad. Ese error no lo va a cometer esta generación. Cada vez más jóvenes exigen cambios fundacionales, demandan una nueva Constitución. Un cambio de estructuras, no solo de agentes. Y es que lo irracional hoy, después de las vacancias, las renuncias presidenciales, la continua crisis política y económica, sería pensar que la Constitución solo necesita de parches o reinterpretaciones puntuales.
Además de la parte orgánica, la Constitución está desfasada en materia de derechos. Hoy se demanda el reconocimiento del matrimonio para personas del mismo sexo (negado por el Tribunal Constitucional porque no hay norma constitucional específica). Se exige la constitucionalización del enfoque de género para que políticas educativas no sean paralizadas en el Poder Judicial. Se exige un mayor desarrollo de derechos sociales, como la calidad en la educación, ausente en el texto constitucional (que solo habla de gratuidad) y que ha sido una demanda constante en las movilizaciones. Se exige eliminar los rezagos coloniales que no permiten que tengamos un verdadero estado laico. Se exige un mayor desarrollo al derecho a la salud y el derecho a un ambiente sano. Los pueblos indígenas demandan ser reconocidos como naciones con derechos territoriales, no como comunidades con meros derechos de propiedad.
Un análisis básico de constitucionalismo comparado nos muestra que estos derechos y provisiones ya se encuentran en varias constituciones del mundo, junto con otros de avanzada como el derecho al acceso a internet o los derechos de la naturaleza. Y aquí solo menciono solo algunos temas puntuales. Hay muchos otros, como la llamada constitución económica, el desarrollo agrario, o el régimen de organismos constitucionales autónomos que necesitan una profunda revisión y discusión.
Las demandas sociales desbordan el texto constitucional. De hecho, ningún texto constitucional en la historia del país ha reflejado realmente las demandas ciudadanas. Recién la Constitución de 1979 eliminó el requisito de ser letrado para ejercer el derecho al voto. Es decir, durante la mayor parte de nuestra historia como República la democracia excluyó a la mayoría pobre y rural del país. Incluso el proceso constituyente que llevó a dicha constitución se rigió por las reglas racistas y excluyentes vigentes en la época. La actual Constitución de 1993 no solo fue producto de un golpe de estado, sino que además careció de un proceso constituyente realmente democrático y plural. Fue producto de lo que Naomi Klein llama “la doctrina del shock” antes que de una real deliberación pública. La sociedad de comienzos de los noventa estaba destruida por la crisis económica y el conflicto interno. El Perú rural estaba estigmatizado, amedrentado y abiertamente excluido. Todas las constituciones peruanas han sido constituciones de élites que se pugnaron el poder.
La generación del bicentenario podría poner las bases para iniciar un proceso constituyente desde abajo, impulsado por una ciudadanía más empoderada, más abierta y crítica. La derecha liberal (o centrismo, si quieren) y la izquierda liberal deben trabajar para alcanzar el consenso. Refundar el país nunca ha sido una necesidad tan urgente y una posibilidad tan real.
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