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Crédito de imagen: lalupa.pe Revista Ideele N°295. Diciembre 2020Hablar de violencia es hablar de violencias, de acosos, de feminicidios, de violaciones.
Un sector del movimiento de mujeres, desmadrado e indignado por tanta impunidad, tiene un discurso duro y monolítico en relación a los hombres, que ha contribuido a que haya calado el binarismo poder-impotencia, victima- victimario, a pesar de que en el ámbito de la identidad sexual se lucha contra los binarismos.
Si es lo mismo el acoso entre pares, que el acoso callejero, o el acoso en relaciones de asimetría de poder, si es acoso un comentario sobre el aspecto físico que incomoda o una propuesta no deseada sin que se trate de un contexto de indefensión o riesgo; si todo es acoso, aquella conducta que realiza intencionalmente una persona desde una situación de poder contra otra que se encuentra en situación de vulnerabilidad, pierde especificidad y fuerza para ser perseguida y sancionada. Coincido con Marta Lamas en que la mala definición y el sobredimensionamiento de lo que significa acoso sexual refuerzan el victimismo.
Lo mismo ocurre con la violencia hacia las mujeres en general.
La judicialización de los conflictos humanos, la penalización de la expresión de algunos de los problemas, no son la única vía para resolverlos. Lo que fracasa en lo social, en lo familiar, no puede resolverlo el derecho penal, el delito es también un síntoma de lo que falla en lo sociedad.
Tendremos que echar mano del Uno por Uno de Lacan y el Caso por Caso de Freud antes de acercarnos a los últimos eventos que, por involucrar protagonistas de sectores favorecidos, o por ser tan burda la respuesta de la judicatura, han cobrado tanta resonancia.
¿Qué pasa con la violencia en estos tiempos? Y así como nos preguntamos por qué tanta, habría que preguntarse qué es lo que le hace freno a la desorbitada explosión de las pulsiones agresivas y sexuales.
¿Qué está pasando con los hombres? Parecería que la reacción frente a la pérdida de los lugares de privilegio genera no sólo frustración y rabia, sino que se traduce en contraofensiva criminal.
Marcelo Viñar, psicoanalista uruguayo, dice ver con estupor que el malestar no se estaría expresando como conflicto, sino con pasajes al acto, a través de la violencia. El síntoma ya no sería el cuento-queja de otros tiempos, sino una descarga, un acto proyectil. Se trataría del retorno de una violencia caótica puro cultivo de instinto de muerte, propio de las sociedades disgregadas de la posmodernidad.
No hay duda de que estos son tiempos en que consumimos más malestar del que estamos equipados para digerir.
¿Podremos prestarnos el concepto de desasosiego identitario que Viñar usa para hablar del terrorista, para intentar entender lo que pasa con los hombres que matan, que violan, que acosan?
¿Qué resortes individuales y colectivos levantan la censura de los impulsos y cuáles son aquellos que les hacen de freno? Se supone que la cultura pone barreras a los impulsos, que el aparato de la educación reprime las tendencias pulsionales agresivas y sexuales. ¿Qué tanto están fallando esos mecanismos de incorporación de la ley, de la aceptación de la falta, del límite?
¿Qué tienen que ver las trasformaciones y el desorden de las familias? ¿Qué rol juega la falla de la función paterna en el fracaso de la internalización de la ley?
¿Cómo funciona en la mente de estos jóvenes en el contexto de las mal llamadas manadas, la interacción grupal, la sugestión y la presión de sus pares para vencer los diques y lograr consenso para la agresión?
Se responsabiliza a los jueces, que dicho sea de paso son colegiados mixtos, porque las mujeres también funcionamos con patrones sexistas. En el escandaloso caso de Ica, la sentencia del calzón rojo se basó en el informe legista de una bióloga que más que analizar los daños de la víctima, se fijó en la prenda como objeto de fetiche, a juzgar por el detalle innecesario sobre sus características: rojo, de encaje delantero, con bobos alrededor de las piernas.
La jueza que absolvió a Adriano Pozo del brutal ataque contra Arlette Contreras, que todos vimos en las noticias, vio en cambio, “un jalón de cabellos de dos o tres segundos”. Estos y otros operadores de justicia no tienen acceso a los discursos de igualdad, y sus estándares de lo que es violencia y lo que no, son muy distintos.
Somos un país dramáticamente fragmentado en el que coexisten los discursos y las prácticas igualitarias con los residuos de tiempos no tan antiguos en los que la violencia y la disposición de los cuerpos de las mujeres eran y siguen prácticas cotidianas.
Si no se dota a las leyes de los recursos necesarios para adaptar las instituciones a los cambios, para promoverlos, para capacitar a los operadores de justicia; si no se trabaja con el sexismo consciente e inconsciente de quienes investigan los delitos y aplican las leyes y no se sostiene un arduo trabajo en la dimensión de lo cultural, seguiremos viendo casos como estos.
La judicialización de los conflictos humanos, la penalización de la expresión de algunos de los problemas, no son la única vía para resolverlos. Lo que fracasa en lo social, en lo familiar, no puede resolverlo el derecho penal, el delito es también un síntoma de lo que falla en lo sociedad.
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