Maradó

Escrito por

Todas las canchas de futbol profesional y amateur, todas las canchas de césped, todas las canchas de loza o de gras sintético, todas las canchas de tierra aplanada o no tan bien aplanada, todas las canchas imaginables están de duelo. En todas, absolutamente todas las canchas del mundo, los jugadores se tomarán un minuto o al menos tendrán algún pensamiento para honrar al más grande de todos los tiempos: Diego Armando Maradona.

Algunos se opondrán a este juicio. No quiero discutir con la calculadora en la mano si es correcto o no. Maradona está más allá de números y estadísticas. Pelé podrá tener sus tres copas y Messi batir todos los records, pero Maradona es quien, pocos años después de las Malvinas, le metió dos goles a Inglaterra en los cuartos de final de México. El primero fue de trampa, el segundo un derroche de genialidad individualista: nada más latinoamericano que eso. Jorge Valdano dijo que los argentinos no podían sentirse mal con ese primer gol porque son el potrero. Lo mismo decimos todos los que vivimos al sur del Río Grande. Solo podemos sonreír con “la mano de Dios” y luego llorar con un dribbling que desmonta a la armada inglesa y culmina de lujo con el arquero desparramado en la grama.

Maradona es el ídolo anárquico del pueblo, la más profunda sed de gloria de los de abajo, uno de esos personajes sin ley que los norteamericanos gustan describir con la frase “larger than life” [más grande que la vida]. Sin duda, entonces, el más grande de todos los tiempos.

De allí marca dos veces más contra Bélgica y nace el adjetivo “maradoniano” para describir los goles en que un jugador hace posible lo imposible. Se sigue el pase de último minuto a Burruchaga en la final, quien llega al balón contra la cabalgata de Briegel y la salida de Schumacher y lo hunde en la red. Y ahora sube Maradona las gradas del estadio Azteca y, sin saludar a Joao Havelange, presidente de la FIFA, levanta sonriente la copa dorada.

Hay más.

Maradona es también el que deja el Barcelona después de una bronca escandalosa y se muda a Nápoli para conducir a un equipo del fondo de la bota y de la tabla de posiciones a ganar el scudetto. No se cree menos que los europeos, llama racistas a los italianos del norte, trasciende su condición americana y deviene el héroe de todos los potreros del sur global.

Pero se acerca la noche. Se enemista con los italianos por eliminar a Italia de su propia copa del mundo. No puede con Alemania, llora, y lanza la queja del equipo chico a quien el árbitro le achaca un penal para favorecer al equipo grande. Enseguida explotan los líos de la droga y hay que dejar otra ciudad en medio de otro escándalo. No parece que pudiera volver a la selección argentina, que ha ganado la Copa América sin él, pero las eliminatorias son otra cosa y de pronto se necesita su ayuda para clasificar a Estados Unidos 94.

Es entonces que se da inicio al retorno del héroe. Maradona se retira del mundo a entrenar. Trota en caminos rurales, salta y patea balones en campos de hierba crecida y pica con rostro sufriente en una faja inclinada. Tiene que bajar contra el tiempo todos los kilos del mal vivir. Un centro a Bastituta consigue el empate contra Australia en Oceanía, una victoria con diferencia mínima en casa y Argentina ya está de vuelta en el mundial.

El primer partido mete un gol contra Grecia, el cuarto. El narrador no puede no gritar que lo hizo “el mejor jugador del mundo”, aunque hacía años que ya no lo era. Se vuelve importante ante Nigeria: un pase astuto a Caniggia acaba de voltear el partido y ya estamos de vuelta montados en la gran épica. El viejo héroe ha demostrado que aún tiene algo que los demás no y se sueña con él volviendo a subir las gradas para alzar la copa.

Pero he allí que entra en escena la gordita del doping, se le detecta efedrina en la sangre y todos sentimos que nos cortaron las piernas. La FIFA se la cobra finalmente al “chico pobre” que no les bajaba la mirada.

Lo que sigue es la vida de un ser humano que sufre por no estar a la altura del mito, porque ya no podía ser Aquiles o el Cid campeador. Aunque, en realidad, su dolor venía de mucho antes. Había un Diego que nunca supo lidiar bien con ser Maradona. Sí, en efecto, sé que lo que acabo de narrar es un mito, pero también sé que los mitos no mueren con la luz de la razón o del psicoanálisis y que el dolor que producen no detiene a quienes osan soñar con ser el centro de la intensa emoción que recorre un estadio en la final de la copa del mundo.

Maradona es el ídolo anárquico del pueblo, la más profunda sed de gloria de los de abajo, uno de esos personajes sin ley que los norteamericanos gustan describir con la frase “larger than life” [más grande que la vida]. Sin duda, entonces, el más grande de todos los tiempos.

Sobre el autor o autora

Juan Carlos Ubilluz
Doctor en Literatura

Deja el primer comentario sobre "Maradó"

Deje un comentario

Su correo electrónico no será publicado.


*