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Crédito de imagen: Punto Edu Revista Ideele N°295. Diciembre 2020Golpeados por una crisis sanitaria que aún no tenemos claro cuándo ni cómo terminara (¿llegaran las vacunas el 2021?); agobiados por la contracción de la economía y un profundo retroceso en el campo social, y bien hartos de la instabilidad política. Es así como los peruanos hemos llegado al final de un 2020 para olvidar y al inicio de un 2021 que promete algún alivio y una incipiente recuperación, pero no mucho más. Perú, país de desconcertadas gentes; así se nos ha descrito alguna vez. Hoy, esa descripción parece aún más acertada. Nuestro bicentenario se perfila como una fiesta sin mucho que celebrar, marcada por la incertidumbre y la precariedad.
Al Perú el COVID19 lo agarró a contrapié, mal preparado, desprevenido. De golpe la pandemia nos borró las ilusiones de ser lo que hay que admitir que no somos; un país desarrollado, con los recursos, la organización y la coherencia que admiramos y envidiamos en otros. Nuestras carencias y deficiencias de toda la vida nos han pasado una pesada factura. Somos uno de los países en el mundo en donde mayor ha sido el impacto sanitario de la pandemia, pero también estamos entre aquellos a los que peor les ha ido en lo económico y en lo social. Acorde a los estimados de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe de las Naciones Unidas, dentro de la región el Perú tiene una de las peores combinaciones de caída del producto, pérdida de empleos, aumento de las desigualdades e incremento de la pobreza. En ese dilema trágico entre la salud y la economía, el Perú se las arregló para perder a fondo en ambos frentes. Culpables de lo sucedido hay muchos; el costo lo pagaremos todos, pero especialmente los más pobres y vulnerables, esos peruanos y peruanas que en nuestros episodios trágicos siempre terminan asumiendo el grueso de la carga.
En este escenario resulta necesario evaluar que ha pasado; o no; con la economía. En un año en que tantas creencias y suposiciones se derrumbaron por la pandemia, al modelo económico que impera en el Perú desde los años 90 se le vieron las costuras por varios lados: la vulnerabilidad sin respuestas ante los factores externos; la incapacidad para regular y compensar las distorsiones del mercado; la persistente informalidad, la debilidad de los ingresos fiscales; entre otros. El Perú cierra el año siendo el país en la región donde mayor será la contracción del producto interno; alrededor del -12% del PBI según la mayoría de las proyecciones.
Más allá de lo rápida o efectiva que sea la recuperación de las cifras de la economía; hay una serie de problemas estructurales de larga data, que en el 2021 y años subsiguientes harán sentir todo su peso. La persistente debilidad de los ingresos tributarios, combinado con el aumento de las demandas de gasto, va a ser una preocupación y un problema para equilibrar las cuentas públicas y reducir el déficit fiscal.
Lo que se olvida con facilidad es que, previo al surgimiento de la pandemia, la economía peruana venía experimentando una serie de problemas. Para inicios del 2020 lejos estaban ya los años de fuerte crecimiento gracias a factores externos; como el boom de las materias primas. La generación de empleo adecuado se había estancado. Más preocupante aún, el desgaste de la economía se venía reflejando en el campo social: tras años de reducción sostenida de la incidencia de la pobreza monetaria, habíamos entrado a una etapa de irregularidad y retroceso, con la pobreza elevando la cabeza en el 2017 y el 2019. La hecatombe del COVID 19 ha permitido ocultar cómodamente estas verdades incomodas.
Curiosamente, cuando en este contexto de crisis debería abrirse la oportunidad para un proceso de reflexión sobre el modelo económico, para evaluar críticamente los pilares que supuestamente lo sostienen; para entender sus pros y sus contras; para discutir los rumbos posibles que podríamos tomar y las reformas necesarias debemos adoptar; lo que se tiene desde los políticos y las autoridades rectoras de la economía y las finanzas es un discreto optimismo: ya paso lo peor, no nos ha ido tan mal, nos estamos recuperando y pronto seremos nuevamente la estrella económica de la región. El modelo funciona. Nada ha cambiado y nada debe cambiar. Tal es el mensaje con el que funcionarios, tecnócratas y muchos académicos vienen cerrando filas en defensa del estatus quo.
Ciertamente hay que reconocer que en estos meses de crisis se manifestaron algunos de los elementos de fortaleza de la economía peruana y del modelo que la sustenta: la relativa estabilidad de precios, la abundancia de reservas internacionales, el acceso comparativamente favorable al crédito internacional, entre otros. También es cierto que ante la adversidad la función de las autoridades es pedir calma y tratar de poner la mejor cara posible al mal tiempo. Pero igual no deja de sorprender esta posición acrítica frente a la economía y sus evidentes problemas, este no querer encarar la necesidad de reformar, este mirar de costado frente a las evidentes fallas y limitaciones del mercado.
Pero, así como las fortalezas de la economía se hicieron evidentes, es innegable que también las limitaciones y deficiencias se hicieron más que visibles, amplificando el impacto negativo de la pandemia, ralentizando y perjudicando la respuesta desde las políticas públicas y; además; condicionando el sendero de recuperación del país y de la economía en los próximos años. La insuficiente recaudación, la endeble capacidad regulatoria, las severas restricciones presupuestarias, la precariedad del equilibrio fiscal, la profunda dependencia externa; son elementos que ya están pesando y pesaran aún más en el futuro.
¿Pasó lo peor?… quien sabe
Tras la tempestad viene la calma, mal que bien, dice el dicho; y las estadísticas más recientes sugieren que tras tocar fondo a mitad del año, la economía peruana ha empezado a recuperarse parcialmente, lo cual es indudablemente positivo. Lo que no es tan positivo es esa mezcla de triunfalismo y alivio con la que las autoridades económicas afirman que lo peor ya paso, exhibiendo una retahíla de datos como respaldo. Cierto, hay sectores que han recuperado terreno, acercándose o incluso superando sus niveles de actividad pre COVID19. Todo ello suma para mejorar en el acumulado de las cifras. Pero si la recuperación en los consolidados macros podría ser relativamente rápida, la recuperación al nivel de la economía de los hogares va a tomar más tiempo y no está asegurada.
Indudablemente en un escenario como el actual es positivo que las peores estimaciones de contracción económica no se cumplirían y que la recuperación sería más rápida de lo esperado. Sin embargo, celebrar que en el 2020 la economía se contraerá 11,5% en lugar de 12,7% tiene demasiado de premio consuelo. Las proyecciones oficiales asumen una recuperación económica rápida; la famosa recuperación en V: caemos en el 2020, crecemos en el 2021. Este escenario podría darse sí efectivamente esquivamos la segunda ola y se resuelve la situación sanitaria en durante el próximo año; vacuna o no vacuna.
Pero esa recuperación podría quedar limitada a determinados sectores; como la agroexportación; que contarán con una demanda externa creciente; como la minería con un alza en los precios internacionales; o como la construcción, que puede esperar apoyo y subsidio estatal. Otros sectores no la tendrán tan fácil; con poco o nada de apoyo estatal y condiciones desfavorables, sectores tales como la agricultura familiar, el turismo, la manufactura, los servicios, seguirán teniendo un panorama complicado el próximo año.
De igual forma la recuperación del empleo en términos cuantitativos debería continuar en el 2021; pero la recuperación en términos de calidad de dicho empleo es dudosa. Millones de puestos de trabajo se perdieron durante la cuarentena y muchas personas que trabajaban regularmente se han retirado del mercado laboral, quizás por un tiempo, quizás indefinidamente. Pero, además, muchos de aquellos que salieron y ahora vuelven al mercado de trabajo se están reincorporando con remuneraciones y condiciones inferiores a las que tenían previo a la pandemia. Este deterioro del empleo se refleja en el descenso de los ingresos de os trabajadores y, así, a noviembre del 2020 el ingreso promedio mensual de un trabajador en Lima Metropolitana se había reducido en 14,3% respecto a noviembre del 2019.
Esta reducción generalizada de los ingresos de los trabajadores significa un duro golpe para sus economías familiares, lo que se está reflejando en el deterioro de sus condiciones de vida. Se estima que en este año la incidencia de la pobreza se elevara sensiblemente, con 3 millones de pobres adicionales, de los cuales 1 millón serán menores de edad. Esta catástrofe social ha borrado de golpe una década completa de avances en la reducción de la pobreza. El Perú de los próximos años será más que nunca el país del recurseo, del cuachueleo, del empleo dobleteado, de la explotación laboral por los demás y por uno mismo. Este bache laboral y social no se va a superar rápida o fácilmente; más allá de lo bien que evolucionen los indicadores macro; sin una intervención masiva del estado.
El reducido espacio fiscal se ha traducido en un presupuesto público para el 2021 que es un contrasentido: un presupuesto de austeridad. Justo cuando debería expandirse el gasto estatal en rubros claves para contrarrestar la contracción económica y proteger a la población más vulnerable, lo que se decreta es básicamente cuadrar las cifras ajustando el cinturón. Tenemos 3 millones de pobres adicionales; pero para el 2021 el presupuesto para la protección social apenas se amplía en apenas 1,7%, por debajo de la inflación. Educación apenas incrementa en 4,4% su presupuesto para el 2020. Incluso Salud, proclamada como la gran prioridad, apenas aumenta sus recursos en 13,2%. Así está muy difícil.
Que el presupuesto 2021 este desconectado de las necesidades y urgencias del país, no es una casualidad, sino que refleja una realidad embarazosa: la tan celebrada solvencia fiscal de la que hace gala el discurso oficial es una solvencia engañosa, lograda a costa de un estoicismo crónico, ajustando ingresos y gastos por debajo de los niveles aceptables. La contraparte a una recaudación tributaria anémica ha sido y es, inevitablemente, un estado con políticas y programas que siempre se quedan cortos, en un querer y no poder que tarde o temprano tiene consecuencias funestas. Así nos sucedió en este 2020, cuando con sector salud que esta entre los peor financiados en Latinoamérica, al que por décadas se le han retaceado recursos, tuvimos que hace frente al embate del COVID19.
Lo que se viene
De aquí a julio del 2021 la marcha de la economía dependerá fundamentalmente de cómo evolucione la pandemia. Una segunda ola de contagios que fuerce la repetición; generalizada o parcial; de las restricciones aplicadas a mediados del 2020, tendría un efecto devastador sobre la economía; más aun considerando que a estas alturas tanto el estado como buena parte de los privados ya gastaron todas, o la mayor parte de sus balas. Hay miles de empresas que a duras penas sobrevivieron el cierre de mercados y la paralización de actividades durante estos meses, y que apenas están empezando a levantar cabeza. Lo cierto es que mientras no se solucione la crisis sanitaria, no superaremos realmente la crisis de la economía.
Pero también habrá que estar muy atentos a los factores externos. Un fenómeno reiterado en el pasado y que ahora vuelve a evidenciarse es la fuerte dependencia de nuestra economía a lo externo. Por lo general, el origen y el fin de los episodios de auge y recesión en el Perú se explican por lo que sucede fuera de nuestras fronteras. La apuesta de casi 3 décadas de enganchar a fondo al país a la economía global, profundizando su rol de proveedor de materias primas ha dado frutos agridulces: aumentaron nuestras exportaciones, pero también nuestra vulnerabilidad. Ahora, como en episodios pasados, la apuesta para el crecimiento en el 2021 y más adelante depende en buena medida de factores fuera de nuestro control, tales como el alza de los precios del cobre y otros minerales, o la reactivación económica en EE.UU. y China.
Por supuesto no hay que olvidar el escenario político; que difícilmente podría estar más cargado. Un gobierno de transición; con poco margen de juego; combinado con un Congreso que es una bala al aire y con un escenario electoral que es la incertidumbre encarnada, configuran una situación en donde la volatilidad y caos de la política inevitablemente afecta la marcha de las políticas de reactivación. El viejo mantra de que era posible separar y blindar a la economía de la política se esta evidenciando como otra falacia que solo funciona en los discursos ideológicos, pero no en la realidad. La política afecta a la economía y viceversa y así como esta el escenario político, poco o nada bueno se puede esperar.
¿Cambia, nada cambia?
Más allá de lo rápida o efectiva que sea la recuperación de las cifras de la economía; hay una serie de problemas estructurales de larga data, que en el 2021 y años subsiguientes harán sentir todo su peso. La persistente debilidad de los ingresos tributarios, combinado con el aumento de las demandas de gasto, va a ser una preocupación y un problema para equilibrar las cuentas públicas y reducir el déficit fiscal. La informalidad y precariedad laboral de toda la vida no cederán fácilmente y, más bien, se han visto reforzadas gracias a la pandemia. Lo más probable es que continúe el estancamiento de la productividad y el gradual declive de sectores económicos claves como la industria. La reducción de la pobreza y la exclusión en sus distintas dimensiones seguirá enfrentando severas barreras, ahora reforzadas.
Estos y otros problemas estructurales han ganado espacio y tracción debido al impacto del COVID 19. Incluso antes de la pandemia el país se encontraba en una fase de estancamiento económico y social. La época de altas tasas de crecimiento del PBI y avances sociales acabó años atrás; pero no hubo respuesta adecuada desde las políticas de estado y cabe preguntarse si acaso la habrá en el futuro.
La presente crisis; con todo lo trágica y costosa que ha sido; podría tener un aspecto sí fuera el acicate para impulsar reformas sustanciales en el campo económico, con políticas que aborden frontalmente los problemas de fondo de nuestro aparato productivo, de la sostenibilidad fiscal, de la reducción de las desigualdades. No más paliativos, no más medidas a medias. Sin embargo, lo que se nos ofrece es, con suerte, estabilidad; y no la del mejor tipo, sino aquella estabilidad que no corrige no soluciona, no innova, no enfrenta, no resuelve.
Y es que, al revisar los planes del gobierno en el plano económico hay la sensación de una apuesta por la inamovilidad, por no cambiar nada, por hacerle el quite a las reformas y a las decisiones difíciles, bajo la justificación de ser un gobierno de transición. El mensaje desde el Ministerio de Economía y Finanzas es simple: la economía se está recuperando, tiempo al tiempo; eventualmente el crecimiento se hará cargo de los problemas, volvemos a nuestra programación habitual. Aquí nada cambia por que no se necesita cambiar. Esa es la receta que la alta tecnocracia estatal plantea al país.
Pero esa receta se ha venido predicando por años y los resultados hasta ahora no la respaldan: esperando tiempos mejores se nos fue la mayor parte de la década pasada, con resultados decepcionantes. Pero, además, aunque el mero crecimiento de las cifras, sin mayor orientación ni enfoque no bastara para resolver problemas que exigen una intervención radical desde las políticas públicas.
La presente crisis; con todo lo trágica y costosa que ha sido; podría tener un aspecto sí fuera el acicate para impulsar reformas sustanciales en el campo económico, con políticas que aborden frontalmente los problemas de fondo de nuestro aparato productivo, de la sostenibilidad fiscal, de la reducción de las desigualdades. No más paliativos, no más medidas a medias. Sin embargo, lo que se nos ofrece es, con suerte, estabilidad; y no la del mejor tipo, sino aquella estabilidad que no corrige no soluciona, no innova, no enfrenta, no resuelve.
Revisar las proyecciones oficiales para la economía peruana es como empezar a leer una novela nueva y descubrir; cuando uno va por la mitad; que en realidad lo que uno ha estado leyendo no es más que el reciclaje de una historia harto conocida. La apuesta del MEF se sustenta en un conjunto de supuestos: los precios internacionales de las materias primas se mantendrán en niveles razonables, nuestras exportaciones se recuperan, algunas grandes inversiones; principalmente mineras; se cristalizan y volvemos a las cifras en azul.
El problema es que más allá de lo fundamentado que este el optimismo, esta es una visión limitada y limitante de la economía peruana. Una visión harto repetida del Perú como un país meticulosamente encasillado en el papel de proveedor de materias primas baratas, que mantiene en orden sus cuentas fiscales a base de frugalidad; que ha aprendido a convivir con problemas y carencias que eventualmente se cerraran algún día; y que con eso basta. Mejor, imposible, es lo que nos dice el discurso oficial.
Esta visión es al final una apuesta por la inercia, por el no hacer olas, el dejar pasar. Pero esa no es la mejor opción para el país, pues el Perú del 2021, el Perú del Bicentenario, seguirá acarreando los problemas de una economía con serias disfuncionalidades y contradicciones. Las carencias y brechas en el bienestar, en la productividad, en la sostenibilidad, etc.; no se van a resolver espontáneamente. Asumir que de aquí a julio del 2021 las políticas públicas deben operar en neutro es absurdo y antiético. El enorme bache económico que ha representado el COVID 19 en el 2020 eventualmente será superado. Pero sí al final encontramos que nada cambio, si no se avanzan reformas esenciales, si no se extraen lecciones y compromisos, entonces este episodio trágico y triste no habrá servido de mucho. Como aquellos personajes exagerados de los dibujos animados, tras el porrazo no habremos aprendido ni olvidado nada.
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