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Revista Ideele N°296. Febrero 2021Hace algunas semanas aparecieron en Facebook unos comentarios sobre la presentación de mi libro Sobre héroes y víctimas. No sobre el libro sino sobre algunas palabras mías en la presentación. Yo dije esto: “para preservar la dignidad de la vida yo debo estar dispuesto a arriesgar mi vida, incluso a arriesgar la vida del otro; esa paradoja me parece que es importante mantenerla”.
A partir de allí, Félix Reátegui expresó su indignación con el siguiente post en su cuenta de Facebook: “Yo ya hace varios años que me jubilé de leer libros dificiles (solo me he quedado con mis weber), así que hay muchas cosas que ya no entiendo. Pero ayer oí algo que sí entendí bien y que me resultó profundamente indignante. […] Fue el escuchar a un estudioso de la cultura con doctorados, con años de lecturas lacanianas, zizekianas, latourianas, agambianas, badoianas, etcétera, decir lo siguiente: que ya está bueno eso de centrarse tanto en las víctimas de violaciones de derechos humanos, en el sufrimiento; que eso despolitiza el movimiento social, mata la utopía; que hay que recuperar la utopía y la pasión emancipatoria; en consecuencia, que hay que buscar el cambio sabiendo y aceptando que eso trae consigo víctimas”. Para Reátegui, quien enuncia semejantes barbaridades debe ser “un intelectual con todos sus privilegios”, cuya “imaginación irritada” lo llevaría a pedir la revolución para escapar del tedio de su vida inmersa en áridos libros y “sugiriendo que quizá sea lamentable que mueran miles de personas pobres, seguramente indígenas –porque sabe que ellos son los que ponen las víctimas, ¿no?–, pero que ese detalle no debería aguar la pasión por el cambio social”.
Enseguida alguien añadió leña a fuego especulando que yo veía a los indígenas (o a la gente en general) como “carne de cañón”. Claudia Salazar comentó que “si no nos interesa la gente, ¿entonces para qué hablamos de política?”, Maria Eugenia Ulfe sentenció que yo hablo “desde los libros y no desde la gente –hay como una desconexión con la gente” y a esto siguieron una retahila de comentarios que me calificaban de “miserable” para abajo. Alentado quizás por el éxito de su post (hay gente que mide el éxito por la indignación que genera), Reátegui se colgó de otras palabras mías con las que intentaba justificar ante Rocío Silva Santisteban que la carátula de Hatun Willakuy, donde una mano citadina acoge a una mano rural, es un ejemplo de cómo el giro ético concibe las relaciones entre el sujeto humanitario y la víctima. Según él, mi interpretación de la foto es “una lectura esencialista del mundo andino” pues yo debo estar convencido que “una persona ayacuchana no puede tener tez clara (‘blanca’ solo en contraste con la del campesino, más cobrizo, por cierto) y no puede tener reloj, porque entonces ya es foranea, un agente colonial”. Finalmente Reátegui termina como comenzó, es decir, con la indignación: “¿Qué imagen del país es esa? ¿Qué está pasando con nuestras ciencias sociales?”.
Hay que decir, sin embargo, que no todo es indignación en las redes sociales. A pesar de no estar de acuerdo con todo lo expuesto en mi libro, Jorge Frisancho defendió con mucha sobriedad y solvencia algunas de mis palabras e ideas. Lo que él escribió debería bastar como respuesta, pero creo necesario que yo diga algo también. Voy a comenzar desde el principio, desde cuando Reátegui afirma que “Yo ya hace años que me jubilé de leer libros difíciles, así que hay muchas cosas que ya no entiendo”. Esta frase, que se enuncia desde la posición del académico sabio y maduro que confía en su intuición para saber lo que vale y lo que no, me recuerda al arquetípico diálogo que de joven se puede tener con una de esas tías pacatas que están seguras de que el mundo es plano. Uno le dice algo como, por ejemplo, “Tía, los homosexuales no son enfermos porque según Freud…”, pero entonces ella lo detiene a uno con la mano y replica con autosuficiencia: “Ah, no hijito. Yo ya estoy vieja. De eso no sé nada ni quiero saber”. Supongo que no es tan malo que la tía viva convencida de que cualquier idea que desencaje con su esquema mental es un absurdo; cada quien vive como puede. Pero alguien que supuestamente se dedica a ejercer el pensamiento no pude darse ese lujo. Quisiera decir que me sorprende esta actitud, pero conozco el mundo académico y sé que allí hay algunos que ya se han “jubilado” y que no tienen ni las ganas de ni la disciplina para perturbar la comodidad de su saber.
Si Reátegui y sus amigos de los estudios de la memoria (y otros lares) se hubiesen dado el trabajo de abrir mi libro y de averiguar allí por qué digo lo que digo, se habrían encontrado con la sorpresa de que no soy exactamente alguien que elogia acríticamente el heroismo, la utopía y la revolución, para luego recostarme en un mullido diván y masturbarme mientras veo en mi smart tv a las masas indígenas caer como moscas. Más bien habrían leído que dedico largas páginas a ponderar los problemas con la utopía y a describirla como una entidad ambigua que puede funcionar bien o mal dependiendo de los afectos con que se entrelaza, y otras páginas más largas aún a analizar la economía libidinal de las viejas figuras sacrificiales del héroe (el soldado, el mártir) para luego proponer la figura del héroe-artista como una manera de separar el heroísmo del paradigma de la guerra y del imperativo a morir por la causa. Habrían leído, también, que dedico toda una sección a criticar la estructura del partido leninista y a indagar sobre un tipo de organización política que maximice el poder de decisión del movimiento social a fin de resolver el problema de que un puñado de políticos “profesionales” imponga un curso de acción al movimiento, sin detenerse a considerar qué es lo que este desea. Y habrían leído, finalmente, que dedico otras dos secciones a descolonizar el concepto de revolución para reconocer como tal a las tomas de tierra campesinas durante el gobierno de Velasco, y a discutir la necesidad de hacer primar la afirmación sobre la negación, y la construcción sobre la destrucción: hacer primar, es decir, el desarrollo de organizaciones colectivistas de todo tipo sobre la toma del Estado por asalto.
Les respondo dando combustible a su indignación: yo asumo críticamente la herencia de la época revolucionaria. Porque, a diferencia de lo que se supone dentro del giro ético, las revoluciones no solo han traído al mundo regímenes totalitarios y desastres humanitarios. Ya he aludido (aquí y en mi presentación) a la paradoja de que la Revolución Francesa permitió a la democracia y a los derechos humanos ver la luz del día. Ahora añado otra: la Revolución de Octubre hizo avanzar la causa de la igualdad en Rusia y en el planeta, tanto así que empujó a Europa y a los Estados Unidos a desarrollar enormes sistemas asistencialistas que aliviaron el sufrimiento de millones. Sí, también murieron millones. Pero yo puedo pensar con la paradoja de que las revoluciones pueden producir vida y muerte, mientras que, al parecer, quienes están dentro del giro ético no.
Todas estas operaciones son, por supuesto, discutibles, pero avanzan precisamente a atender los problemas que mis críticos me achacan. No voy a insistir en que un académico debería investigar un poco antes de entregarse a uno de los rituales favoritos de Facebook: la indignación. Volvamos mejor al momento que sí se entendió: a saber, cuando dije que, para preservar la dignidad de la vida, yo debo estar dispuesto a arriesgar mi vida y la del otro. Pero dejemos a mi persona de lado, porque lo central en esta elaboración no es que yo corra riesgos revolucionarios con el cuerpo de jóvenes indígenas. Pues qué capacidad tengo yo realmente para dirigir sus voluntades. Lo central es que a lo largo de la historia muchos individuos del pueblo han estado dispuestos a arriesgar su vida y la del otro. Lo han estado, por ejemplo, los indígenas que participaron en la rebelión de Atusparia, o en la gran sublevación del sur, o en las tomas de tierras de la segunda mitad del siglo XX, o en los enfrentamientos contemporáneos contra el extractivismo.
Si yo hubiese repetido mi “indignante” frase a quienes participaron en las rebeliones indígenas de nuestra historia, me habrían mirado con cara de bicho raro y me habrían dicho: “Obvio, por qué tienes que decir lo evidente”. Que yo pueda ser tan frívolo y lujurioso como mis críticos sugieren, no cambia nada el hecho de que ha habido y hay gente en el Perú y el mundo que ha estado y está dispuesta a arriesgarse por una causa que considera justa.
Sin ir tan lejos, los jóvenes que depusieron a Merino salieron a marchar a pesar de que podían contagiarse del coronavirus y contagiar a su vez a sus familiares más vulnerables. Sí, sí, seguramente tomaron sus precauciones, y también circulaban estudios que indicaban que las recientes marchas en EE. UU. no habían aumentado los contagios porque se desarrollaban al aire libre, pero ¿podían ellos estar cien por ciento seguros que sus precauciones serían suficientes? A lo que voy es que a pesar de que se tomen riesgos calculados buscando la victoria (en vez de la venganza o el sacrificio), la acción política siempre puede salir mal.
¿Quiere esto decir, como parece sugerir Claudia Salazar, que a los individuos que se congregan en torno a un sujeto político y toman riesgos no les importa la gente? Seguramente a algunos no (hay gente insensible en todas partes), y seguramente a otros les importa más la venganza, pero un buen número hace sus cálculos y toma riesgos precisamente porque le interesa el bienestar de su gente. Claudia Salazar debería saberlo: su personaje Marcela en La sangre de la aurora se predispone a la revolución porque no puede soportar que el Estado siga postergando proyectos para mejorar la vida en un arenal.
En sintonía con Salazar, Maria Eugenia Ulfe arguye que estoy desconectado de la gente. No sé cómo lo puede saber, pero asumamos por el momento que ella está más cerca de la gente que yo, y supongamos que se refiere a la gente en el ande y no a los privilegiados vecinos de mi cuadra. Pero entonces yo le preguntaría si ella está mejor conectada con esa gente que los militantes de Sendero Luminoso que fungieron de maestras y maestros en los pueblos de la sierra. Estoy seguro que estos se hallaban mucho más cerca de la gente que ella y, como se sabe, aún así decidieron llevar a sus jóvenes estudiantes a la guerra popular. Lejos de sugerir que esos senderistas tomaron la decisión correcta, quiero tan solo hacer ver que “estar más cerca” no garantiza que uno tenga la posición correcta.
Se me dirá que entre los senderistas y la gente del ande no había una verdadera relación porque estaba la ideología marxista-leninista-maoista de por medio. ¿Pero debo suponer yo que los estudiosos de la memoria no tienen ideología de por medio y que están en contacto directo con la gente, que escuchan directamente sus corazones? Lo que hay que saber, lo que se debería ya saber, es que nuestras vidas siempre están mediadas por libros, o más precisamente, textos: la Biblia, las separatas escolares, los pasquines, los afiches, las tradiciones orales que se repiten y que, por tanto, se vuelven signo, archi-escritura, texto. Y uno de los objetivos principales de Sobre héroes y víctimas ha sido dar cuenta de un discurso –un lente para ver, sentir, dar sentido y juzgar– que media la relación entre ciertos “espíritus progresistas” y los hechos del conflicto armado y de la política en general.
A este discurso lo llamo giro ético y se urde con los siguientes supuestos: que lo que un cuerpo sufre (la víctima) es más importante que lo que puede hacer (el héroe), que la revolución conduce inevitablemente al desastre, que el Mal es un principio activo que amenaza con repetirse (de allí que el tiempo del giro ético sea circular) y que hay que hacer memoria del dolor sufrido para que el Mal no vuelva a repetirse (el famoso “Nunca más”). Y lo que sostengo en mi libro es que el giro ético puede inhibir la política de emancipación.
¿Puede el giro ético no inhibir la política de emancipación? Es posible que alguien o un grupo asuma algunos de estos supuestos, pero los coloque en un discurso emancipatorio: la revolución francesa, por ejemplo, buscaba “proteger a las víctimas” con la “Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano”. Pero para “proteger a las víctimas” esos revolucionarios estuvieron dispuestos a tomar enormes riesgos. También puede ser que alguien o algún grupo asuma el discurso del giro ético solo superficialmente, de manera que este se deje de lado cuando se escucha el llamado a una acción más riesgosa por el cambio social. Pero yo diría que si un sujeto asume firmemente todos los supuestos mencionados arriba, la política de emancipación se hace muy dificil. Y diría aún más: la políticia de emancipación se hace igualmente difícil si se asume con firmeza solo el primer supuesto: que lo que un cuerpo sufre es más importante que lo que puede hacer.
¿No es eso precisamente lo que se advierte en quienes se indignan ante mis comentarios? Pues si no pueden asumir algo tan evidente como que la acción política trae riesgos para mí y para el otro, entonces no veo cómo podrían siquiera salir a las calles a realizar una marcha como la del reciente paro agrario. No obstante, quiero ser justo, quizás ellos han creído que eso de asumir riesgos no se refiere tanto a una marcha como a la política revolucionaria moderna: la revolución francesa, la revolución de octubre, la revolución china, la revolución cubana, etc. Sería más bien con estos acontecimientos y procesos políticos que han costado tantas vidas que ellos estarían en contra.
Les respondo dando combustible a su indignación: yo asumo críticamente la herencia de la época revolucionaria. Porque, a diferencia de lo que se supone dentro del giro ético, las revoluciones no solo han traído al mundo regímenes totalitarios y desastres humanitarios. Ya he aludido (aquí y en mi presentación) a la paradoja de que la Revolución Francesa permitió a la democracia y a los derechos humanos ver la luz del día. Ahora añado otra: la Revolución de Octubre hizo avanzar la causa de la igualdad en Rusia y en el planeta, tanto así que empujó a Europa y a los Estados Unidos a desarrollar enormes sistemas asistencialistas que aliviaron el sufrimiento de millones. Sí, también murieron millones. Pero yo puedo pensar con la paradoja de que las revoluciones pueden producir vida y muerte, mientras que, al parecer, quienes están dentro del giro ético no.
No quiero decir que todas las revoluciones hayan sido buenas. La de Sendero Luminoso y la de los Jemeres Rojos fueron, por ejemplo, terriblemente malas. Pero eso no quiere decir que todas lo sean. Tampoco quiero decir que siempre hay que pasar al acto revolucionario. A veces lo mejor es quedarse tranquilito en casa. Ni mucho menos quiero decir que debemos emprender hoy una revolución como las de antes. Ya adelanté que en Sobre héroes y víctimas propongo otro tipo de revolución. Pero, una vez más, por más “benéficas” que quieran ser mis elaboraciones –por más que estén conducidas por el deseo de minimizar la violencia y de alentar proyectos políticos que se construyen sobre los esfuerzos reales de la gente por resolver sus problemas, en vez de simplemente sobre sus espaldas–, no pueden evitar el riesgo de que el cambio social traiga sufrimiento.
Y aquí viene otro punto contencioso, pienso que es fundamentalmente erróneo ver a todos aquellos que lucharon en las revoluciones de otrora como víctimas de sus líderes, de sus ilusiones utópicas o del dogmatismo ideológico. Sin duda ha habido víctimas de este tipo, y no pocas, pero ver a todos los revolucionarios como víctimas es anular de manera condescendiente sus deseos, sus esperanzas o su apuesta a actuar en medio de un sinnúmero de dudas. Yo asumo que buena parte de quienes participaron en aquellas revoluciones son vencidos que deben ser redimidos por otros medios. Nuevamente, asumo de manera crítica la herencia revolucionaria. Y mi pregunta a los estudiosos de la memoria es: ¿cómo asumen ustedes esa herencia?, ¿estuvo simplemente mal que la gente se alzara en armas?
Ya he dicho lo suficiente y aquí debería acabar mi respuesta, pero debo ocuparme de una tontera: mi interpretación “esencialista” de la carátula de Hatun Willakuy. Hace más de una década escribí un ensayo titulado “El fantasma de la nación cercada”, donde expuse que, en el Informe de Uchuraccay y en cuatro novelas peruanas, primaba la creencia inconsciente de que las comunidades del ande existen en un tiempo pre-moderno con respecto a un Perú moderno. ¿Puedo yo caer en este fantasma? Sin duda: si Arguedas mismo pudo en algún momento caer allí, ¿por qué no yo? Pero no es eso lo que ha sucedido en este caso.
Explico mi interpretación.
Para comenzar, la imagen no existe en un vacío desde donde yo la haya visto y dicho: “Oh, allí tiene que haber una hija de gamonales con reloj consolando la mano tosca de un pongo”. La imagen en cuestión es la carátula de un libro que resume un largo informe (el Informe de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación) que se escribe a partir de la escucha de los testimonios de las víctimas del conflicto armado por parte de un grupo de intelectuales, académicos y activistas. Una carátula no dice cosas en general, dice cosas sobre el libro como, por ejemplo, sus contenidos, su forma y/o la actitud o la perspectiva de sus autores. En el libro se afirma que las principales víctimas del conflicto armado fueron los individuos quechuahablantes de las areas rurales del Perú, y en la carátula aparece una figura abatida con una mano tosca y oscura que es reconfortada por una mano blanca y con reloj. Y mi interpretación de la carátula es que esta enfatiza el acto de acoger y consolar de la CVR (escuchar al otro puede aliviar algo de su dolor), y que por tanto la figura abatida representa a la principal víctima del conflicto armado y la mano más clara al sujeto humanitario, es decir, a quienes trabajaron recogiendo los testimonios en la CVR y a los lectores mejor posicionados de la sociedad civil dispuestos a escuchar.
¿Pero por qué sostengo algo así, si dentro de los términos del realismo es perfectamente posible que la mano blanca y con reloj pertenezca al campesino y la tosca y oscura a quienes acogen desde una posición más privilegiada? Porque, una vez más, la imagen de la carátula no existe en un vacío. Además de representar un libro, la carátula se halla demasiado facilmente en sintonía con un imaginario global que identifica al sujeto humanitario como blanco y a las víctimas como teniendo tez oscura (estoy pensando en soldados blancos de EE. UU. que rescatan a africanos de algún desastre humanitario o “de su propia barbarie”). Y se halla demasiado fácilmente en sintonía también con un imaginario local que conduce a muchos peruanos a asumir que las comunidades andinas se encuentran al margen de la modernidad (el fantasma de la nación cercada). Y mi crítica a la carátula de Hatun Willakuy es que esta no hace lo suficiente para perturbar la comodidad de percibir el mundo desde los dos imaginarios que acabo de describir. Es posible que mi interpretación no sea la correcta, pero la cosa es un poco más compleja que indignarse por el supuesto hecho de que yo ignore que en Ayacucho hay gente blanca con reloj.
Finalmente, que en la foto original la mano blanca (o mestiza si quieren) pertenezca a una monja es algo que yo sé desde el año 2009, cuando presenté en el Instituto de Estudios Peruanos con Víctor Vich y Alexandra Hibbett nuestro libro Contra el sueño de los justos, donde aparece mi ensayo “El fantasma de la nación cercada”. En esa presentación hice el mismo comentario que ahora sobre la carátula porque una cosa es la foto original y otra muy distinta la foto editada. Y si borramos esa diferencia, entonces habría que comunicárselo a los periódicos, a las revistas, a las editoriales y a las agencias de publicidad para que dejen de gastar tanta plata contratando a distintos “expertos de la imagen” que trabajan arduamente para que esta diga lo que se quiere decir. No soy yo quien hace retroceder las ciencias sociales cuarenta años, es Félix Reátegui quien hace retroceder el estudio de las imágenes hasta antes (para ser generoso) de la existencia del marketing.
Una última cosa para no terminar en una nota negativa. En la presentación de Sobre héroes y víctimas, Rocío Silva Santisteban sostuvo que la foto expresaba más bien la compasión cristiana. Es uno de sus sentidos posibles, sobre todo si hablamos de la foto no-editada con la monja, pero lo que le contesté en ese momento fue que mi trabajo se identifica más con el cristianismo de la resurreción. A diferencia de los Evangelios, donde vemos al Cristo taumaturgo, San Pablo pide en sus epístolas que se acepte simplemente un acontecimiento milagroso: que Cristo resucitó, que otra vida es posible. Sin duda es importante acoger y consolar en el presente. Toda mi estima y aprecio a quienes actualmente preparan y distribuyen comida a personas sin recursos durante la pandemia. Pero también hay que correr riesgos para hacer posible otra vida en que se invierta mucho más en la salud pública, se ayude a la gente común antes que a los empresarios en tiempos dificiles y en que todos podamos vivir sin sufrir más que el inevitable dolor de existir.
Dr. Ubilluz, no tenía conocimiento de su publicación. Pero de la lectura de este artículo obtengo una gran motivación para leerla. Usted ha señalado varios aspecto que considero muy valiosos para re-pensar el sentido de la política en los tiempos actuales. Cuan difícil le resulta a la izquierda peruana sacudirse del estereotipo violentista. Pero también nos resulta algo repulsivo, a la genete del pueblo que estamso en condiciones de tender la mano a nuestros semejantes que no se nos catalogue de “blancos” que estamos redimiendo al pobre-víctima como si fuera un incapaz. ¿Es que acaso no es posible ser simplemente uno más tratando de desempeñarnos en un rol natural que es el de organizarnos para salir adelante en la exigencia de nuestros derechos? No somos el otro con respecto al “blanco” asistencialista. Somos nosotros mismos.