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Revista Ideele N°296. Febrero 2021Ha sido muy comentado el gran recibimiento de las primeras vacunas contra el Covid-19 al Perú. La cobertura de prensa, los debates en las redes sociales, celebraron un momento expuesto visualmente de modo sumamente profesional tras semanas de incertidumbre: el arribo del avión, el descenso de las cajas con la temperatura adecuada, el transporte en camionetas, la calidad de las vacunas. Las emociones, los comentarios y demás reacciones ya no fueron tan asépticas: el marco político y social que va desde respaldar y así fortalecer al actual gobierno hasta el otro extremo de distorsionar la información de parte los antivacunas y los antivizcarristas nunca iba a cuidar tanta limpieza. Ad portas de la competencia electoral, la desconfianza se engalana y polariza. O hay que demostrar que se puede confiar en las vacunas o hay que desconfiar de la vacuna, de todo aquel que se vacuna, o incluso del presidente que lo hizo primero y no lo contó.
Nunca nuestro vínculo con las vacunas ha sido del todo sano. Veamos cómo nos comportamos cuando arribaron las primeras. En ese entonces, nuestro país aún era virreinato bajo la corona española y abarcaba territorios que ahora pertenecen a Ecuador, Bolivia y Chile. Poco antes, en el año 1794, el rey Carlos IV había perdido a su pequeña hija María Teresa, de tan solo tres años, por culpa de la viruela, enfermedad que azotó a la humanidad hasta que fue erradicada en 1980. En tiempos de la Revolución francesa, morían millones de personas y en el Perú la viruela atacaba particularmente a la población indígena. La manera más cercana de sobrevivir a ella era la variolación. Podríamos describir este proceso como inmunizarse a través de un contagio intuitivamente controlado. Se practicaba en casi todo Oriente y en el sur del África. Llegó a Occidente a través de Lady Montagu, esposa del embajador inglés en Constantinopla, que difundió la noticia de cómo sus hijos se recuperaron con rapidez tras ser variolizados por un médico griego.
Desde Piura, los indígenas, inducidos contra la vacunación, se opusieron a ella y se levantaron. Salvany da muestra de su desconcierto en sus cartas al virrey Abascal. No podía creer que se opusieran a inmunizarse. La aristocracia norteña no cesaba de criticar a la expedición y desprestigiarla. En Lambayeque la población llegó al extremo de robarles las cabalgaduras y las provisiones a los científicos y sus asistentes.
Más allá de que la clase médica desconfiara de ese método, había introducido la curiosidad por ver el contagio como una manera de antídoto para tratarla. Inmediatamente en Sudamérica se extendió esta modalidad: en Chile, el doctor Pedro Chaparro la puso en práctica junto con fray Domingo de Soria y en Lima, la difundió el doctor Cosme Bueno. Dos años después de la muerte de María Teresa de Borbón, durante uno de los momentos más críticos de la viruela en Europa, el médico rural inglés, Edward Jenner, observó que las ordeñadoras de vacas lecheras que adquirían “viruela vacuna” quedaban inmunizadas de la cruenta viruela humana. Adaptó la técnica de la variolación, extrayendo el líquido de las pústulas de la ubre de una vaca enferma y la inoculó en niños que reaccionaron muy bien y quedaron inmunizados. Además, Jenner se dio cuenta de que en el lugar en el que se introducía el líquido, aparecían pústulas de las que se podía extraer el nuevo líquido y emplearse para administrar nuevas vacunas. Y así fue como este tratamiento quedó nombrado para siempre.
Conmovido por la posibilidad de poder vacunar a las niñas y niños de todo su imperio tras enterarse de estos avances científicos en diversos países, el rey tenía una gran limitación para llevarlo a cabo. Cómo hacer que el fluido conservado en algodón en rama entre placas de vidrio y sellado con cera, pudiera no caducar en el viaje que duraba un mes hasta Nueva España. De pronto, al su médico de la corte, Francisco Javier de Balmis, se le ocurrió usar transporte humano. Iría a bordo un grupo de personas no vacunadas. A dos de estas se les inocularía el virus y se los separaría del resto. Se les extraería líquido de sus pústulas, destinado a las siguientes dos personas, y así sucesivamente hasta llegar a Sudamérica.

A diferencia de como se llevó a cabo la prueba de las vacunas contra el Covid-19, en este caso no se contó con voluntarios. Balmis trajo hasta América, en la corbeta María Pita, a 22 niños huérfanos de entre tres y nueve años. La historia es extraña y sorprendente para ser la primera expedición sanitaria internacional del mundo. Novelas y películas hay al respecto. En la novela gráfica Nuevo Mundo. Isabel Zendal en la Expedición de la Vacuna (2018), el Primo Ramón (Borja López Cotelo y María Olmo Béjar) nos cuenta la vida de Isabel Zendal, la enfermera de la “Real la Expedición Filantrópica de la Vacuna”, como fue bautizada al partir el año 1803. Ella era rectora del Orfanato de la Caridad de La Coruña de donde provenían varios de los niños. Ella fue con su hijo y cuidó de todos. Nacida en una familia de campesinos, sola con su hijo, Zendal es un hito en la historia de la medicina.
Tras llegar a Venezuela, el doctor José Salvany, subdirector de la expedición, llegó desde Bogotá a Guayaquil el 24 de febrero de 1805. Conforme descendía rumbo a Lima, cayó enfermo de tuberculosis, pero la enfermedad no lo detuvo. Desde Piura, los indígenas, inducidos contra la vacunación, se opusieron a ella y se levantaron. Salvany da muestra de su desconcierto en sus cartas al virrey Abascal[1]. No podía creer que se opusieran a inmunizarse. La aristocracia norteña no cesaba de criticar a la expedición y desprestigiarla. En Lambayeque la población llegó al extremo de robarles las cabalgaduras y las provisiones a los científicos y sus asistentes. Mientras tanto, Lima ya había comenzado la vacunación con una producida en Buenos Aires. El interés en los estudios de medicina sobre la vacuna los había iniciado Hipólito Unanue, así que sus allegados, los doctores Pedro Belomo y José Manuel Dávalos, entre otros, le restaron a Salvany algo de su protagonismo. Pero sin rendirse, se dirigió primero a Puno, donde sí fue recibido con mucho entusiasmo y cruzando el Titicaca, continuó su labor hasta llegar a Cochabamba donde murió el 21 de julio de 1810 víctima de varias enfermedades. Tenía 34 años y ahí quedó enterrado.
Muerto el director y con España ya en manos de Napoleón Bonaparte, la expedición de la vacuna se diluyó. Se calcula que fueron vacunadas alrededor de un millón de personas. José Salvany recorrió más de 18.000 kilómetros en su expedición. Isabel Zendal se quedó con su hijo en Puebla. No todos los niños de La Coruña pudieron regresar. Hasta la fecha, ninguna calle del Perú lleva sus nombres.
[1] Parte de la correspondencia se puede revisar en el artículo “Introducción del fluido vacuno al Perú” del doctor Juan B. Lastres (Anales de la Facultad de Medicina, tomo XXXIV, número 3, tercer trimestre de 1951). https://revistasinvestigacion.unmsm.edu.pe/index.php/anales/article/view/9527
El brillante texto de la Dra. Sagástegui H debiera incluirse en textos para estudiantes de educación primaria. Lo utilizaremos con los estudiantes de la Maestría en Políticas Sociales y Promoción de la Infancia de la UNMSM.
Muy agradecido.