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Revista Ideele N°296. Febrero 2021Este año 2021 no solo se cumple el bicentenario de nuestra desteñida independencia. También se cumple un siglo de una revolución peculiar en nuestra historia, que fue el intento federalista de Iquitos entre agosto de 1921 y enero de 1922. Durante dicho lapso el departamento de Loreto estuvo en manos de una junta de gobierno rebelde presidida por el capitán del ejército Guillermo Cervantes Vásquez, veterano de la campaña del Caquetá en los conflictos contra Colombia de 1911 por la frontera amazónica.
La junta presidida por Cervantes no se propuso el derrocamiento del presidente, como tantos levantamientos y pronunciamientos militares de nuestra historia republicana, ni la secesión del Perú, sino que demandó que Loreto disfrutase de la autonomía y dosis de autogobierno propia de los regímenes federales, como los de Estados Unidos o Alemania. Por eso llamaron a su régimen: Gobierno Federal de Loreto.
Aislado del gobierno central por la distancia y la geografía, en sus hombres germinó el espíritu de la frontera; o sea, de resolver las cosas por sí mismos. Entre 1870 y 1915 la riqueza del caucho puso en manos de la región ingentes recursos económicos como para surtir a su administración de los ingresos necesarios para afrontar las inversiones y gastos de los servicios públicos. Esa combinación de aislamiento geográfico y suficiencia fiscal alimentó en los corazones y mentes de su población el sentimiento autonomista.
El Perú ha sido un país tradicional y férreamente centralista. No lo fue tanto hasta los mediados del siglo XIX, cuando las aduanas y el tributo indígena eran los rubros principales de ingresos del Estado. Fue a partir de la era del guano que las finanzas resultaron centralizadas, y cuando podríamos decir que en las provincias no se movía una mosca si Lima no había soltado el dinero. En medio de ese panorama el departamento de Loreto brilló como la estrella solitaria del descentralismo. Aislado del gobierno central por la distancia y la geografía, en sus hombres germinó el espíritu de la frontera; o sea, de resolver las cosas por sí mismos. Entre 1870 y 1915 la riqueza del caucho puso en manos de la región ingentes recursos económicos como para surtir a su administración de los ingresos necesarios para afrontar las inversiones y gastos de los servicios públicos. Esa combinación de aislamiento geográfico y suficiencia fiscal alimentó en los corazones y mentes de su población el sentimiento autonomista. Tal cual había sucedido, antes, con las colonias españolas en América.
En 1883, en el contexto de la guerra del salitre, en 1896 y nuevamente en 1899, hubo intentonas separatistas o autonomistas en Iquitos, para cuya debelación el gobierno de Lima aplicó la política del palo y la zanahoria. La primera consistía en el envío de navíos armados que, con el permiso del gobierno brasileño y después de haber dado la vuelta por el estrecho de Magallanes, surcaban el río Amazonas para, fusil en mano, desembarcar en Iquitos y reprimir a los rebeldes. La segunda, era la negociación con las chúcaras elites locales para paliar sus apetitos de autonomía y autogobierno. En esta línea, se hicieron concesiones fiscales que han hecho que, hasta hoy, la región amazónica disfrute de un tratamiento tributario diferente al del resto del país.
El intento del capitán Cervantes estalló cuando el ciclo del caucho acababa de terminar. Que esta crisis fuese terminal era algo que, sin embargo, los hombres de la época ignoraban, ya que, como ocurre siempre, y sobre todo a los más implicados, estaban esperanzados en que se tratase de un bache solamente temporal. Refiere Tato Barcia en su artículo “El calor y la furia de la Revolución Federal de Loreto” (2019) que la política en Iquitos estuvo marcada en aquel tiempo por el enfrentamiento entre dos grupos. Uno era el conformado por los funcionarios y empresarios foráneos, provenientes de la costa. El otro era la Liga Loretana, que agrupaba a los intelectuales locales, capitaneados por el escritor de Moyobamba, Jenaro Herrera. Estos llamaban al otro grupo, despectivamente, “la cueva”.

Ambos grupos polemizaron sobre el futuro de Iquitos en el contexto de la crisis del caucho y la Primera Guerra Mundial, pero mientras los foráneos pensaban en otras alternativas de negocios y consideraban al empresario de Moyobamba, Julio César Arana, un villano que esclavizaba a los nativos, los locales sostenían que todavía había oportunidades para el caucho si se mejoraba la tecnología y se le industrializaba. Arana era para ellos un patriota ejemplar, hostilizado por los limeños porque les hacía competencia y porque se oponía a la actitud entreguista del gobierno de Leguía frente a las pretensiones colombianas de salir al río Amazonas.
El conflicto se agudizó cuando los jueces de la corte de Iquitos, que pertenecían o estaban influenciados por el grupo foráneo, ordenaron la prisión de Arana. La Liga Loretana organizó una movilización popular en la ciudad, que frustró su detención. Poco después, en 1920, Arana fue elegido Senador de la República y, como tal, representante del departamento ante el Congreso. En 1921 los problemas en Iquitos se agravaron. Terminada la Gran Guerra, las exportaciones de caucho se derrumbaron, a la vez que la competencia del caucho sintético y de los gomales de Ceilán plantados por el imperio británico, presagiaban un mal futuro. Las autoridades de Lima se habían acostumbrado a que la Amazonía fuese una fuente de recursos fiscales, antes que una plaza adonde remitir transferencias, y, argumentando las dificultades de comunicación, retaceaban las remisiones de fondos. De hecho, a lo largo de los primeros siete meses del año no había llegado ninguna. Los funcionarios y empleados públicos no habían cobrado sus haberes durante todo ese tiempo y el comercio de Iquitos ya no les daba más crédito.
A estos problemas se sumaron las noticias de que el gobierno de Lima estaba negociando con el de Bogotá la cesión del trapecio de Leticia. Entre las tropas el malestar también acrecía, porque los alimentos escaseaban y circulaban rumores de que los altos oficiales los estaban revendiendo por lo bajo. El 5 de agosto al comando del escuadrón de Cazadores del Oriente que tenía a su cargo, Cervantes lanzó un manifiesto, tomó el cuartel de la ciudad y apresó a las autoridades del gobierno. Pronto se le sumó el coronel Teobaldo González, que había estaba deportado en Guayaquil desde hacía unos años. El levantamiento tuvo el apoyo de la Liga Loretana y de los caucheros locales, como Arana. Se sumaron los veteranos del Caquetá, que enarbolaron el eslogan “contra la traición”, aludiendo a la cesión de territorio que planeaba el gobierno. El blanco de los ataques de los alzados no eran solo las autoridades de Lima, sino también los comerciantes extranjeros: particularmente los judíos y chinos, a quienes acusaban de ganancias excesivas y prácticas de acaparamiento.
Luego de desarmar a la policía y tomar el control de las instituciones públicas, una de las primeras medidas del Gobierno Federal de Loreto fue “tomar prestadas” 23 mil libras esterlinas (Jorge Basadre señala solo 13 mil) de la sucursal del Banco del Perú y Londres. Con esto y con una emisión de dinero de “cheques provisionales”, conocidos hoy por los numismáticos como los billetes “cervanteros”, se pagó los sueldos atrasados de la burocracia civil y militar. Muchos comerciantes se negaron, sin embargo, a recibir estos billetes. La revolución se extendió a otras localidades del departamento, como Moyobamba, Tarapoto y Yurimaguas.
Siguiendo el pedido del gobierno peruano, Brasil cerró el paso por el río Amazonas en la frontera y la región quedó aislada. Desde el Callao partieron tres cañoneras para ingresar a Iquitos desde el Atlántico, a la vez que desde Chiclayo y Lima partieron fuerzas militares que debían llegar a Iquitos por los ríos Ucayali y Huallaga. Inicialmente los rebeldes lograron algunas victorias en Juanjui y Puerto Inca, pero la caída de Pucallpa el 2 de enero de 1922 marcó el comienzo del fin. Once días después las fuerzas del gobierno entraron a Iquitos, cuando Cervantes, González, y otros dirigentes del movimiento, ya habían huido al Ecuador o se habían asilado en los consulados de la capital loretana.
Tras la derrota de la rebelión, el mismo año de 1922 el gobierno de Leguía firmó el Tratado Salomón-Lozano con Colombia, que delimitó la frontera con este país, al que se le concedió el trapecio de Leticia, con una extensión de más de cien mil kilómetros cuadrados, una población nativa de boras y huitotos calculada en más de veinte mil personas y el pueblo de Leticia. La ejecución del tratado no fue, sin embargo, inmediata. Cuando en 1930 el gobierno se propuso hacer realidad la entrega de Leticia a las autoridades colombianas, las fuerzas militares peruanas en esta ciudad se sublevaron y negaron a cumplir las órdenes. Esto dio pie a la caída del gobierno de Leguía por obra del pronunciamiento del comandante Luis Miguel Sánchez Cerro en Arequipa, y al conato de guerra con Colombia que hubo en los años siguientes. Sánchez Cerro fue asesinado en el Campo de Marte, precisamente cuando pasaba revista a las tropas que marcharían a Leticia para la guerra.
De la vida del capitán Cervantes poco se sabe. Tras la rebelión su foja personal fue borrada de los archivos del ejército. Se cree que murió en Ecuador en 1933; pero otros sostienen que volvió a la Amazonía con ocasión del conflicto de Leticia, para pelear en dicha guerra, y que murió en ella, o perdido en la selva, enfermo de tuberculosis. El centenario de su levantamiento debería ser ocasión para reflexionar sobre los vicios del centralismo político y fiscal en el país y sobre cuán poco hemos avanzado en ese campo en los cien años transcurridos desde entonces.
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