La caída de PPK en las encuestas muestra algo que, en alguna medida, nos resulta familiar. Más de un presidente de estos años ha conocido un hipo de popularidad en el arranque que luego se hunde hasta llegar al rechazo mayoritario. Pero los índices de PPK solo se habían visto antes con Alejandro Toledo: a los seis meses de estrenarse en el cargo, 51% desaprueban a PPK y 53% a su gobierno, según IPSOS.
Hasta cierto punto, la caída real no es tan estrepitosa. Tanto Ollanta Humala como PPK alcanzaron la mayoría para ser elegidos –este último por algo más de dos décimas porcentuales– debido a una corriente de opinión, finalmente mayoritaria, de rechazo a quien se apellide Fujimori. Vale la pena tener presente que el apoyo propio de PPK –expresado en un 21% en la primera vuelta electoral– era menor y ni siquiera alcanzó su nivel de aprobación actual. Solo el respaldo de otras fuerzas –los encuestados por IPSOS han sostenido mayoritariamente que el de Verónika Mendoza– le permitieron llegar a Palacio de Gobierno.
De modo que las expectativas, en rigor, no eran tan altas. Crecieron, como ocurre después de cada 28 de julio con asunción del cargo presidencial, por esa tendencia de los peruanos a hacerse ilusiones y criar expectativas que, con alguna rapidez, se desmoronan y alimentan luego el escepticismo y la frustración. El fútbol –¡Perú al Mundial! ¡No nos ganan!– es la ilustración más socorrida de este rasgo nacional.
Pero la actuación de PPK en la presidencia durante sus primeros seis meses tampoco es merecedora de aprobación. La lista de desaciertos es ya larga y empieza con la selección de candidatos al congreso –entre los cuales fue elegido un individuo como Moisés Guía–, el nombramiento de un ministro como Mariano González o la designación de Carlos Moreno como asesor presidencial. Algo va mal en quien escoge a estas gentes.
La actuación presidencial, además de ocurrencias como la gimnasia en el patio de Palacio, está salpicada de frases cuando menos imprudentes que, en algunos casos, la vicepresidenta o un ministro han tenido que “matizar” o “precisar”. Pero las insuficiencias de PPK no son solo asunto de retórica. Su estatura política quedó reflejada en la actitud adoptada frente a la censura del ministro Saavedra –el de mayor aceptación, según las encuestas–, que pasó de una indefinición vacilante a la renuncia a enfrentar al fujimorismo prepotente y desafiante en el Congreso valiéndose de plantear una cuestión de confianza. Remató luego su actuación con el humillado gesto de arrodillarse junto a Keiko en casa de Cipriani, lo que puso en evidencia su incapacidad para interpretar el mandato de sus votantes. Más recientemente, las marchas y contramarchas en torno al aeropuerto de Chinchero revelan el peso de los lobbies en las decisiones gubernamentales y, en el zarandeado desenlace, la falta de criterios claros en la conducción a su cargo.
Al escucharlo, benévolamente se puede pensar en que los años pesan en el hombre. Pero incluso esa explicación no contrarresta el progresivo deslucimiento de PPK en el cargo. En seis meses se ha revelado que PPK no da la talla y esa comprobación se ofrece en el contexto de la enorme avalancha del caso Odebrecht, que puede desembocar en el encarcelamiento de los tres ex presidentes del periodo iniciado en 1980, aún vivos y en libertad.
Si el barro de esa avalancha salpica a PPK –como intenta Eliane Karp– las cosas pueden ser más graves. Pero aún si las insinuaciones se demostraran carentes de base, el presidente se encuentra en situación languideciente.

En seis meses se ha revelado que PPK no da la talla y esa comprobación se ofrece en el contexto de la enorme avalancha del caso Odebrecht, que puede desembocar en el encarcelamiento de los tres ex presidentes del periodo iniciado en 1980, aún vivos y en libertad.
La situación del ciudadano es todavía peor. Lo revelan también varias encuestas regionales, que sitúan al Perú en los niveles más bajos de América Latina en respaldo a la democracia. Peor aún, ese respaldo decrece: la afirmación La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno fue apoyada por 64% de los encuestados en el país por Latinobarómetro; en 2016 la aprobación descendió a 53%. En esta inclinación seguramente pesan nuestros enraizados reflejos autoritarios pero la experiencia de estas casi cuatro décadas, desde que nuevamente pudimos votar, no ha fortalecido la convicción democrática, pese a la evidente mejora en términos económicos que ha vivido un sector significativo de población.
En estos días se hace patente la enorme corrupción en el gobierno de Toledo y vuelve a revelarse en los de García –“la plata llega sola”–. Pero la corrupción es parte del problema: ha convertido en decepción e indignación el malestar con la democracia, que viene de atrás. Fundamentalmente, los gobiernos democráticos han fracasado por no haber rendido frutos suficientes en diversos terrenos. La promesa democrática de igualdad de oportunidades para todos –en salud, educación y justicia– permanece lejos de ser cumplida. El país se ha llenado de demandas que no se escuchan y, por lo mismo, no se atienden. Gobernar ha sido un asunto abordado con superficialidad, sin compromiso con las promesas electorales ni con los reclamos ciudadanos. Se ha privilegiado a grupos de interés y de presión. A todo eso se ha añadido actos de frivolidad, cuando no de deshonestidad.
En ese marco, y pese a los meritorios esfuerzos de algunos ministros, es que puede afirmarse que el gobierno de PPK –que se perfila ya como uno más en esta trayectoria deplorable y frustrante– se encamina al fracaso. Un fracaso cuyas consecuencias pueden ser graves. Un fracaso más que sí importa.
PRIMER OTROSIDIGO:
El caso de Alejandro Toledo está desenvolviéndose pero lo que ya se ha visto es demasiado contundente. Acaso su procesamiento en el terreno judicial nos ocasione algunos sobresaltos –aunque, lamentablemente, ninguna sorpresa, debido al estado del sistema de justicia– pero lo conocido ha hecho que, conforme se constata en medios y redes, ya exista una opinión social formada sobre el caso.
En medio de la indignación general, durante las próximas semanas y los meses siguientes no faltará un abogado –además del singular personaje que patrocina al expresidente– que sostenga que debemos creerlo inocente mientras no sea condenado. No creo que sea así.
La presunción de inocencia es un derecho del procesado, que obliga al juzgador a presumirlo inocente mientras las pruebas no demuestren lo contrario. No es un deber ciudadano ni una obligación social. Porque el hecho de que algunos o muchos peruanos lo creamos culpable no va a tener –o no debe tener– ningún efecto en el juicio; lo que importa es la convicción a la que lleguen quienes habrán de juzgarlo.
SEGUNDO OTROSIDIGO:
Los abogados que han aconsejado públicamente al expresidente Toledo mantenerse en calidad de prófugo están llevando el ejercicio profesional al mayor descrédito posible, no solo contrario a la legalidad sino carente de relación alguna con la ética.
Para algunos, o quizá muchos, esto no es nada que sorprenda. Sin embargo, no puede negarse que ver a quien se considera a sí mismo un destacado constitucionalista aconsejar a Toledo que se refugie en Israel, aprovechando la nacionalidad de su esposa, es demasiado. Lo hizo Javier Valle Riestra en declaraciones publicadas por El Comercio (8.2.17). Afortunadamente, en prudente salvaguarda de intereses, el gobierno israelí cerró al fugitivo esa vía de escape.pasa
Deja el primer comentario sobre "Un fracaso más sí importa"