La reunión de PPK con Keiko Fujimori en casa del cardenal Cipriani, la tarde del 19 de diciembre, para unos ha sido un gesto de hidalguía; para otros, una capitulación. Unos celebran la concurrencia de la candidata derrotada como una muy tardía aceptación de la victoria de su adversario. Otros lamentan que el presidente haya optado por “el diálogo y no la confrontación”, recién censurado su ministro con mayor aprobación, a cargo de una reforma educativa que empieza a mostrar frutos. Unos creen que la censura de un ministro es facultad del congreso. Otros piensan que no hubo razones para censurarlo sino que prevaleció la soberbia de quienes, habiendo perdido la elección presidencial, intentan esterilizar la acción gubernamental, poniendo trabas que contribuyan a su fracaso.
El parlamento como primer poder del Estado, esa es la idea del fujimorismo. Que no es nueva. Fue proclamada por Víctor Raúl Haya de la Torre, luego de que perdiera las elecciones de 1963 frente al entonces reformista Fernando Belaunde Terry, y que para controlar el parlamento se aliara con el representante menos presentable de la derecha de la época, el general Manuel A. Odría, infatigable perseguidor –entonces ya retirado– de apristas y comunistas cuando manejó el país con mano dura entre 1948 y 1956. Haya –como Keiko Fujimori hoy– también tenía entonces sangre en el ojo, estaba resentido y con deseos de vengarse de la afrenta política de su derrota. Desde la mayoría parlamentaria, la alianza Apra-Odría obstaculizó y vetó, trabó y demoró, y por supuesto… censuró ministros.
Siete ministros fueron censurados por el parlamento en el periodo entre agosto de 1963 y octubre de 1968; dos de ellos eran ministros de Educación. A los cuatro meses de iniciado el gobierno belaundista, cayó el ministro de Gobierno Óscar Trelles y con él su gabinete. En 1963 también fue censurado el ministro de Justicia Valentín Paniagua. El año siguiente le tocó el turno a Francisco Miró Quesada Cantuarias, quien era ministro de Educación. A Carlos Cueto Fernandini, un brillante ministro de Educación, el parlamento lo censuró porque en una respuesta política usó la palabra “semántica”, que sus incultos adversarios desconocían e interpretaron como ofensa. En 1967 tocó el turno a Javier Alva Orlandini. El año siguiente se produjo el golpe militar que acabó con el primer gobierno de FBT.
Precisamente por esos antecedentes, y por el temor que tenía Alberto Fujimori de que en un momento dado no pudiese fraguar una elección y el parlamento le resultase adverso, se introdujo una vacuna institucional en el texto constitucional de 1993, que es el vigente: “El Presidente de la República está facultado para disolver el Congreso si éste ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros” (artículo 134), y se establece que “El Presidente del Consejo de Ministros puede plantear ante el Congreso una cuestión de confianza a nombre del Consejo. Si la confianza le es rehusada, o si es censurado, o si renuncia o es removido por el Presidente de la República, se produce la crisis total del gabinete” (artículo 133). De modo que, ante un congreso como el que enfrentó Belaunde Terry en los años sesenta y como el que parece enfrentar Kuczynski ahora, el presidente hoy está constitucionalmente facultado a forzar una censura doble, mediante el planteamiento de cuestiones de confianza y, con dos negativas, proceder a una nueva elección parlamentaria.
Pese a que en las circunstancias actuales no es imaginable que los fujimoristas pudieran reeditar una mayoría parlamentaria en una nueva elección, PPK ha optado por “la vía del diálogo”. Resulta llamativo que ese diálogo se haya iniciado por iniciativa y patrocinio de Juan Luis Cipriani, miembro conspicuo del Opus Dei, público colaborador de Alberto Fujimori durante la dictadura y promotor de su indulto después de su condena, y señalado partidario de la candidata Keiko Fujimori en la reciente campaña electoral. Al cursar públicamente la invitación, el arzobispo de Lima ha reclamado para sí la condición de mediador que en 1997 ejerció, con ocasión de la toma de la Embajada de Japón por el MRTA, con sangrientos resultados.
La vía tomada por PPK es objetivamente equivocada. El diálogo, por cordial que sea, no conduce a nada debido a que sus adversarios no quieren llegar a un acuerdo: quieren el poder y pronto.
Las opiniones en torno a la opción de PPK se han dividido. Algunos han asignado al gesto casi literalmente los calificativos que complacían a Belaunde Terry –hidalgo, caballeresco, etc. –, como si el ejercicio de la política fuera un asunto de buenas maneras y elegancias de salón. Más pragmáticos, otros comentaristas lamentaron que PPK no hiciera cuestión de confianza de la censura al ministro Saavedra y pusiera así en la cuenta la primera de las dos negativas necesarias para convocar a nuevas elecciones parlamentarias. También un sector de los congresistas del gobierno –ese pequeño conglomerado dispar e impredecible– era partidario de esa idea.
Pero el presidente ha preferido no enfrentar. Quienes lo conocen de cerca aseguran que esa opción no se explica por sus 78 años sino por su carácter. Pero, más allá de estilos y preferencias personales, la vía tomada por PPK es objetivamente equivocada. El diálogo, por cordial que sea, no conduce a nada debido a que sus adversarios no quieren llegar a un acuerdo: quieren el poder y pronto. Cuando menos, buscan someter al Ejecutivo a sus deseos y si pudieran declarar la vacancia de la presidencia, lo harían; ya lo han insinuado. Si Keiko ha tomado parte en la pantomima auspiciada por el cardenal Cipriani, con seguridad se debe a que sus cálculos le dicen que con la censura de Saavedra ha perdido puntos ante la opinión pública. Pero, en rigor, con esos rivales no hay entendimiento posible.
Como no lo había con el apro-odrísimo que tenía la mirada puesta en unas elecciones, las de 1969, que nunca se realizaron. Entre leyes demoradas o afeitadas para que no afectaran los intereses de los patrocinadores de la alianza a cargo del “primer poder del Estado”, las reformas prometidas por FBT se atascaron o se pudrieron. Partidarios del gobierno reclamaron a Belaunde que cerrara el parlamento; los rumores aseguraban que los mandos militares le prometieron apoyo. Es verdad que ese paso hubiera significado entonces transgredir la constitución. El presidente se detuvo, resignado a inaugurar las carreteras que le habían dejado hacer y que acaso eran su verdadero sueño. Al comprobar cuál era la talla del presidente sus electores cayeron en la decepción porque habían esperado mucho más de él. Bastó un gran escándalo –en torno a la página once– para que el gobierno empezara a desmoronarse. PPK, que fue alto funcionario de ese gobierno, escribió un libro sobre esa etapa pero, aparentemente, no sacó en limpio todas las lecciones del caso.
Medio siglo después, es posible pensar que, aunque la historia se repita, sus lecciones no se aprenden y el Perú probablemente vuelva a recorrer cinco años de empantanamientos y frustraciones hasta encontrar un desenlace. Como se ve a menudo en la historia, el desenlace usualmente no es el que buscaban los protagonistas. Por ejemplo, el primer gobierno de Fernando Belaunde desembocó en octubre de 1968 en la revolución militar del general Juan Velasco Alvarado, que no era el objetivo de FBT ni el de la coalición APRA-UNO. El tiempo habrá de revelarnos quién resultará beneficiario de otro gobierno estéril.
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