Es probable que la tan postergada reforma electoral se materialice durante el actual quinquenio de gobierno. La reciente aprobación en el Congreso —por parte de la Comisión de Constitución— del Primer Informe de la Subcomisión encargada de la reforma vuelve a poner sobre el tapete uno de los asuntos más debatidos de los últimos años. Y aunque hoy eclipsado por el enfrentamiento entre el Ejecutivo y las bancadas de oposición, el proceso de reforma debería seguirse con especial atención a lo largo de los próximos meses. El reajuste de las “reglas del juego” electorales acarrea —qué duda cabe— profundas consecuencias sobre el sistema electoral peruano y sobre las propias instituciones de la democracia representativa.
En el Perú se ha construido un consenso —lo cual ya es insólito— en torno a la urgencia de realizar una reforma electoral. Sin embargo, donde parece no haber acuerdo es a qué ritmo y en base a qué criterios ejecutarla. ¿Debe avanzarse gradualmente, modificando poco a poco ciertos atributos del sistema electoral y algunos requisitos formales para las agrupaciones políticas? O, más bien, ¿debería aplicarse un paquete de medidas de corte integral, que proponga cambios no solo a nivel legislativo sino también constitucional? Para ser más precisos, este último apuntaría hacia la etiqueta amplia de “reforma política”.
Convengamos que una propuesta de reforma encaminada en el primer año de gobierno debe ser bien recibida (sobre todo cuando el menosprecio a este tipo de iniciativas ha sido recurrente en el Parlamento). En primer lugar, porque estamos cerca de las elecciones subnacionales del 2018, comicios donde seguramente se actualizarán varias de las arraigadas prácticas de la política peruana: candidatos con sendos prontuarios delictivos, candidatos vinculados al narcotráfico, candidatos que “compran” sus votos a través de dádivas y regalos, etc. En segundo lugar, porque las confusas elecciones presidenciales pasadas lo ameritan. Esto es, parece haberse aprendido la lección y no se quiere volver a repetir el plato. La ambigüedad y desproporcionalidad con que se aplicó las normas a los candidatos Julio Guzmán y César Acuña, más allá de la impericia de ambos para ceñirse correctamente al reglamento electoral, no implicó un fraude electoral pero sí melló la legitimidad del proceso en conjunto. Al respecto, cabe preguntarse si buena parte de la polarización política actual no se alimenta (aún) de la desazón ciudadana por la reciente elección presidencial.
Con todo, la reforma electoral es considerada esencial para la política nacional y hasta ahora, parece, los parlamentarios han asimilado esta idea.
Ahora bien, varias de las propuestas de reforma actuales son el resultado del trabajo acumulado de diversos actores, vinculados, entre otros, a los organismos electorales (JNE), a las organizaciones de la sociedad civil (Transparencia) y a la academia. En términos gruesos, dichas propuestas apuntan al fortalecimiento de los partidos políticos: procesos de democracia interna —con supervisión de los organismos electorales— bajo la modalidad “un militante, un voto”, financiamiento público, paridad de género en la elaboración de las listas de candidatos, elevación de la valla electoral, eliminación del voto preferencial, etc. El “Código Electoral” enfatiza, pues, este nivel de reformas. Otras propuestas, en cambio, plantean cambios constitucionales relacionados al tamaño (aumento) de la representación congresal, al retorno a un esquema bicameral en el Congreso, a la renovación por mitades o tercios del Parlamento, entre varias otras.
Todas estas iniciativas son recogidas y debatidas por los actuales congresistas. Como es conocido, los parlamentarios tienen intereses e incentivos propios que habitualmente los llevan a legislar proyectando los réditos políticos que puedan obtener. Las iniciativas consiguen escalar pero no necesariamente tendrán el visto bueno del Pleno. En ese sentido, la racionalidad de un político no tiene por qué ir de la mano con lo que la evidencia demuestra. Aquí podemos recordar cómo en la legislatura pasada se eliminó —por “presión pública”— la reelección de autoridades locales y regionales, a pesar de los profusos hallazgos que muestran que en el Perú la reelección de autoridades subnacionales no es una institución ni extendida ni recurrente.
Por lo tanto, el debate y votación de la reforma electoral (en los próximos meses) en el Congreso corre el riesgo de ser tan solo el colofón de un proceso de “selección de normas”, la cual fundamentalmente genere una propuesta poco coherente y hasta irrealizable en la práctica. O, peor aún, podría resultar en reformas anodinas que no resuelvan casi nada. Por ejemplo, queda claro que la “ventanilla única electoral” no ha sido la “mejor solución” para filtrar a los candidatos con antecedentes judiciales condenatorios en las últimas elecciones.
La ciencia política —entre otras disciplinas— no ha quedado al margen del debate sobre la reforma electoral y política en el país. Al respecto, Carlos Meléndez considera fundamental aplicar un “shock institucional” en el país. Para el autor pensar en reformas aisladas e inconexas es casi como “hacerle cosquillas” a una problemática mucho más profunda. Por ejemplo, cualquier iniciativa de reforma debería considerar que los partidos políticos no son las agrupaciones de décadas atrás, las cuales congregaban miles de militantes, que podían activar comités en numerosas partes del territorio y que contaban con aportantes que coadyuvaban a mantener la estructura organizacional. Por el contrario, actualmente los partidos políticos deben ser analizados como “marcas partidarias” fluidas y pragmáticas, débilmente ancladas a escala nacional, más interesadas en conquistar lealtades (y votos) en períodos electorales. Asimismo, dentro del “shock institucional” de Meléndez debe considerarse —junto a otras propuestas— la reconfiguración de la estructura y magnitud de los distritos electorales actuales.
Las propuestas de Meléndez son ambiciosas y ponen el dedo sobre la llaga en varios puntos medulares de la política nacional, pero —creemos— siguen sin explicarnos cómo se erradica el problema subyacente a cualquier iniciativa de reforma: los incentivos congresales para ejecutar un programa con el potencial de poner en jaque sus ambiciones políticas. El “shock institucional” de cara al Bicentenario es una propuesta sugerente y de fondo que merece ser debatida en el Congreso, pero que parece lejana a raíz de la débil cohesión de nuestra clase política.
Así pues, coincidimos con Alberto Vergara al preguntarnos si es posible que las reglas que rigen la actividad política en el Perú se alteren al compás de la aplicación de una gama de reformas formales (y voluntaristas). La experiencia reciente nos indica que, a la larga, los intentos de reforma son “letra muerta” hacia cada proceso electoral, dado que las organizaciones políticas logran saltear fácilmente los reglamentos y los organismos electorales poseen escasa capacidad de fiscalización.
Y aunque el horizonte es opaco, consideramos que la aplicación de la reforma debería centrarse, primero, en la integración de un Código Electoral; es decir, una norma que actualice varios de los supuestos clásicos de la política nacional y los reglamente constructivamente. Donde se tenga en cuenta, por ejemplo, en el ámbito subnacional, la aparición y preponderancia que han adquirido los movimientos regionales por sobre los partidos políticos, y cómo las dinámicas de ambos tipos de agrupaciones se influyen mutuamente. Si aún no se logra construir un consenso acerca de los cambios de fondo, sobre los cambios constitucionales, estos podrían aplicarse en una “segunda etapa” de la reforma. Mientras tanto, la producción académica interdisciplinaria no debe cesar puesto que se presenta como un insumo clave en el debate interno.
Resta por ver si —en los próximos meses, cuando salga a la luz— el Gobierno decide comprarse el pleito sobre la reforma electoral y política. Hasta ahora, por razones obvias, ha priorizado mirar hacia otras situaciones coyunturales que reclaman mayor atención, vinculadas a su relación con la oposición beligerante de Fuerza Popular. Aunque el Plan de Gobierno de PPK hace referencia a la necesidad de realizar una reforma electoral, un análisis naive podría reclamarle al Gobierno que se mantenga fiel a su plan original. Sin embargo, y ello dependerá de la línea que adopte en el futuro próximo, esta podría ser otra batalla sobre lo cual empezar a construir una mayor legitimidad política.
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