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Revista Ideele N°273. Setiembre 2017Un resultado no deseado del patriarcado emprendedor: comentarios a la novela de Juan Carlos Ubilluz, “No tengo nada que ver con eso”
Durante el año 2005/2006 una serie de asesinatos de hijas a sus madres conmovió a la opinión pública peruana -lo que el narrador de esta novela llamaría “los Demás”-, porque se trataba de jóvenes con estudios universitarios o superiores; mujeres jóvenes cultivadas; bellas estudiantes cuya relación con la madre era una catástrofe. Una de ellas la mató por dinero, en conjunto con el enamorado: la madre era una abogada con altos ingresos y algunos pocos negocios; la otra fue acusada de contratar a un sicario colombiano para deshacerse de su madre, directora de varias empresas de éxito; y por último, la tercera, fue sentenciada por asesinar a su madre con un cuchillo en una pelea doméstica aunque, finalmente, el tribunal había minusvalorado la prueba del veneno que había comprado un día antes y su padre, juez y miembro del Poder Judicial, había logrado hacerle reducir la pena. Esta última joven y bella matricida había llamado la atención, además, porque era poeta y apenas salió de la cárcel publicó un breve libro que fue reseñado con morbosa curiosidad por casi todos los diarios y programas de televisión limeños, presentándola como una poeta joven con el halo perverso de quien también era una asesina.
Esta es la historia de fondo de la novela de Juan Carlos Ubilluz: en ella, el autor lo que hace es indagar por las motivaciones de todos los personajes del drama: por supuesto, en primer lugar, de la hija que en la novela solo lleva el nombre de “la Chica”, una postadolescente que utiliza su belleza para sondear en las fronteras de la sexualidad sin penetración y, a su vez, una mujer inteligente que no está de acuerdo en estudiar una simple carrera práctica -Derecho- sino dejarse llevar por la clara vocación por la poesía y el lenguaje. El otro personaje es “El Padre”: patriarca latinoamericano típico, con toda una vida dedicada al emprendedurismo social y laboral, usando a la madre para terminar su carrera y luego desechándola como “ama de casa”, aunque ella misma trabajaba al principio hasta que, poco a poco, se va convirtiendo en una mujer dependiente. La Madre es presentada al principio en la novela desde una perspectiva interesante: hija de migrantes con pretensiones sociales, trabajadora ella misma; “desdeñosa semejante a los dioses” como diría el vals, sin hacerle caso al futuro marido cuando era pretendiente; una mujer que sabía exactamente sus necesidades y sus posibilidades, pero poco a poco empieza a convertirse tan solo en la antagonista “loca” de la hija y en la clásica mujer postergada por el marido, que no puede controlar a una rebelde en casa, con un yo autoritario que pugna por salir cuando se enfrenta a la hija y cargada de un “deber ser” inflexible. El chivo expiatorio, finalmente, de las necesidades entrelazadas y ocultas, de Padre e hija.
En la novela los personajes deben ser portadores de ideas-fuerza porque, a diferencia de la vida humana común y corriente, los personajes solo son configuraciones de palabras que deben de explicar comportamientos sociales. En ese sentido, el Padre representa al emprendedurismo solitario de un hombre con una conciencia religiosa que se convierte en culpa permanentemente: por eso está hablando con “Dios”, por un Dios del Nuevo Testamento, que en teoría debería de perdonarlo cuando se arrepiente de las infidelidades breves contra su mujer, pero nunca de ir al burdel con regularidad, porque condicionado por el machismo peruano, ir de putas no es considerado una falta a la fidelidad sino un trámite biológico necesario para aquietar la “sexualidad irrefrenable del varón”.
En la novela no hay una tensión sexual entre el Padre y la Chica: la relación que hay entre ellos siempre es de admiración del Padre hacia la libertad de la chica de imponerse, de decidir sobre los demás, de tener una franca obsesión por su independencia y capacidad y confianza en su propia belleza. Por eso el final de la novela: “Esa es mi hija”, es la expresión de orgullo del Padre ante una hija que usa su propia desgracia para ser un personaje de la farándula. La idea de este final es que quede en la mente del lector la imposición, sin mediar palabra alguna, del deseo del Padre para que la hija lo consolidé: matar a la madre. Nunca se menciona, pero siempre está presente: el Padre no lo dice, pero lo insinúa permanentemente; tanto así que el título de la novela da cuenta precisamente del sentimiento de responsabilidad de la hija en el matricidio: “No tengo nada que ver con eso”. La Chica concreta el delito, pero instigada subliminalmente por el Padre que, a fin de cuentas, pretende deshacerse de esa mujer que no le permite enamorarse de otras mujeres que se encuentran “a la altura” de su ego emprendedor. De alguna manera esto convierte al personaje del padre en un pastiche: el Padre es el personaje maligno; el manipulador; el que salva a la hija -aunque eso no queda tan claro- como abogado utilizando argucias legales, pero en el fondo es el verdadero asesino. En realidad, la Chica es un espejo de los deseos de los demás.
“Es interesante cómo el asesinato, cuando se convierte en una pieza de espectacularización y se va narrativizando una y otra vez, termina siendo un autohomicidio”
La Chica, con su belleza y su perversa inocencia que maneja como una gran manipuladora, se convierte en espejo de los deseos de los otros, sobre todo, de los deseos de ambos padres. Tanto la Madre como el Padre usan a la hija para mediar entre ellos: por eso, el asesinato, es en realidad cometido por interpósita persona. El Padre es que el lleva el deseo de matar a la madre, pero nunca podría atreverse. No se trata solo de que sea cobarde; lo es pero también es ese SuperYo -convertido en la novela en “Dios”- que clama permanentemente por un límite. No son límites racionales ni racionalizables: son emotivos. Son de pánico ante la acción concreta. El hombre es un reprimido.
Es interesante cómo el asesinato, cuando se convierte en una pieza de espectacularización y se va narrativizando una y otra vez, termina siendo un autohomicidio, es decir, que mientras más cuenta y cuenta la historia, la Chica la va desvirtuando, convirtiendo al homicidio no solo en una legítima defensa, sino incluso, en la posibilidad que la cuchillada en el cuello que mata a la madre sea realizada por ella misma. Mientras más y más se organiza el recuerdo en una narrativa que busca la limpieza total de responsabilidad, la Chica se convierten en un chivo expiatorio del propio mal de la madre. No es rencor, es la búsqueda de un suicidio por interpósita persona.
Al final de la novela un cuarto personaje ingresa en el mundo de la Chica: el Profesor. Un expoeta revolucionario que en la cárcel le da clases de poesía pero que, de alguna manera, explica al mundo -a los “Demás” que somos nosotros los lectores- algo que no se había explicado en todas las páginas anteriores: los límites de la moral. Por eso, es el Profesor quiencita e interpreta ante la Chica la famosa sentencia nietzscheana: “Vivir más allá del bien y del mal no implica solamente vivir más allá del bien sino vivir más allá del mal. De lo contrario, la prescripción se degrada en una apología del crimen. Vivir más allá del bien y del mal significa una nueva manera de ser en el mundo…” (p. 236). Precisamente esta sentencia, tan mentada por los poetas modernos de todo el planeta, propone esta implicancia que pocos toman en cuenta: “estar más allá del Mal”. ¿La Chica protagonista de esta novela es un ser que actuaría más allá de los límites del Mal?
La gran filosofa del Mal, Hanna Arendt, en su libro sobre el juicio al oficial nazi Adolf Eichmann, se pregunta “¿cuánto tiempo necesita una persona normal para vencer la innata repugnancia hacia el delito, y qué ocurre exactamente a tal persona cuando se encuentra en este caso…?” (Arendt, Eichman en Jerusalén, Lumen, p.143). La cuestión aquí, en realidad, implicaría: ¿qué significa ser una persona normal en el Perú de comienzos de milenio? Cuando Arendt se refiere a Eichman, aparentemente un alemán “normal” de principios del siglo XX que creía en la ley y el orden, e incluso estaba convencido de su interpretación del imperativo categórico kantiano (206 y ss), dejó de tener la conciencia moral que podía distinguir el bien del mal para, llevado por toda la estructura de pensamiento nazi, justificar la muerte de los judíos en un proceso industrial y, es más, terminar convencido del acierto de la llamada “solución final”. Pero en el caso de esta novela, ¿es la Chica un personaje que, llevada por el mal banal, es decir, la percepción amoral sobre la responsabilidad de un crimen, comete el matricidio?
“La hija rechaza de la madre el ser una persona sin estudios, sin pretensiones en la vida; una persona que “actúa como loca” ante ella porque no soporta la posibilidad de su éxito”
Estamos hablando de otro tipo de crimen y no podría decirse que el personaje principal de la novela actúa llevado por el maniqueísmo del mal banal. Y sin embargo, tampoco se trata de una psicópata ni de una sociópata: es una Hija de su Padre. De alguna manera la novela es también una manera de dejar constancia del patriarcado moderno: emprendedor, neoliberal, ultra-individualista, relativista moral, cobarde y cínico.
Si en la Orestiada, Orestes actúa interpelado por Electra, para vengar a Agamenón y matar a la asesina del padre, es decir, a su propia madre Clitemnestra en una metáfora clara de la institucionalización de la Ley del Padre sobre el matriarcado; aquí nos encontramos que el Padre no busca que se realice justicia por él sino todo lo contrario: que la injusticia del maniqueísmo quede marcada por la resolución judicial de libertad condicional de su propia hija. El hermano de la Chica es un antiOrestes: es él quien denuncia a su hermana y quien al final de la novela le dedica el peor calificativo, dicho sea de paso, una sutil venganza del narrador que sentencia: “los poetas siempre se venden al mejor postor”. En esta novela, casi todos los personajes, se venden a un futuro o al éxito, cueste lo que cueste.
La muerte de la Madre en manos de la hija es la opción de dejar a un lado esos otros elementos de la balanza que ella portaba como ideas-fuerza: el rechazo al racismo, pero también la imposición de su voluntad de manera autoritaria (“vas a hacer lo que yo te digo”); la aceptación de la familia como elemento poderoso dentro de la arquitectura social; pero también la escasa libertad de ser quien una lucha por ser. La hija rechaza de la madre el ser una persona sin estudios, sin pretensiones en la vida; una persona que “actúa como loca” ante ella porque no soporta la posibilidad de su éxito… Pero en la novela no queda clara la transformación del amor natural de la madre hacia la hija en odio hacia una mujer frívola y manipuladora. La fiesta de 15 años, un hito en la novela que marca el paso del amor al odio, es descrita como un remedo de ritual de pasaje de niña a mujer. Un dato demasiado obvio y funcional a la toma de conciencia del Padre de quién es la hija. Pero funciona: desde ese instante la Chica es percibida por el Padre como el instrumento de su propio goce. No es un objeto, sino un instrumento y método: una posibilidad de encontrar que otra persona abra la puerta de su propio encierro.
Como profesora de talleres de literatura en las cárceles, en la vida real he conocido personalmente a todas las matricidas mencionadas líneas arriba. Por eso, hace poco Juan Carlos Ubilluz me preguntó si “la protagonista se parecía a ella”. No se parece en nada; en realidad, no se parecen en lo absoluto. Pero eso no impide que esta sea una buena novela.
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