La sentencia de la Curva del Diablo ¿Impunidad o interculturalidad?

Foto de Silvia Romio

Yo me acuerdo. Me acuerdo perfectamente cuando asistí a la primera audiencia del Juicio de la Curva del Diablo. Era el 24 de abril de 2014. El juicio iniciaba tras una pelea de casi un año entre la Corte Penal de Bagua y la Corte Suprema de Lima. Ninguna de las dos quería atender un caso tan complejo y cargado de responsabilidades socio-políticas como ese. El objetivo era “decir la verdad” sobre los responsables de la matanza en la curva del Diablo del 5 de junio de 2009, mejor conocido como “el Baguazo”. De los diferentes enfrentamientos y matanzas que se dieron en ese trágico día en la provincia de Bagua, se iniciaron cinco juicios . Todos, hasta ahora, en la etapa de la investigación fiscal menos el de la Curva del Diablo.

En ese juicio se acusó a 53 personas –entre Awajún, Wampís y mestizos– de ser responsables de la muerte de 12 policías y de 18 heridos graves. Sobre ocho acusados recaían todos los delitos: entorpecimiento del funcionamiento de servicios públicos, motín, disturbios, tenencia ilegal de armas, arrebato de armamento de uso oficial, lesiones graves y homicidio. Por todo ello, las penas solicitadas por el Ministerio Público llegaban hasta la cadena perpetua para los 8 presuntos instigadores y autores materiales.

Luego de las primeras audiencias, en mayo de 2014, algunos periódicos calificaron este juicio como el más complejo que el Perú había enfrentado en los últimos veinte años. Lo era por el número de acusados, por la distancia geográfica y, sobre todo, por los diferentes aspectos culturales que debían tenerse en cuenta para dar con un fallo justo.

Iniciar este juicio significaba volver a abrir una herida de la historia contemporánea del país, donde las responsabilidades políticas del Gobierno Central se mezclan con las dinámicas de poder de las organizaciones indígenas, y en particular con las de los Awajún y Wampís. Los actores involucrados en estas penosas matanzas son varios, y pertenecen a diferentes esferas de poder, con roles y responsabilidades distintas. Ahí están el Congreso de la República, los Ministerios involucrados, los jefes de policía, los líderes políticos indígenas, y también las organizaciones políticas locales.

Pero, de todo este conjunto de nombres, en el informe final de la fiscalía, los únicos que comparecían en el juicio eran los 54 indígenas y mestizos capturados ese 5 de junio. Nadie más. No se hizo referencia alguna a las altas esferas políticas del gobierno responsables de la orden de ataque, ni menos de los representantes de las fuerzas policiales que organizaron una expedición improvisada, desorganizada y de consecuencias fatales. Desde que se inició el juicio oral, eran evidentes las pautas discriminatorias y raciales que caracterizaron el proceso durante sus dos años de desarrollo.

Me acuerdo del calor asfixiante de la sala penal de Bagua en ese 26 de mayo de 2014, mientras el fiscal de la Nación leía el texto de la acusación y pedía a los intérpretes Awajún y Wampís, Isaac Paz e Isabel Ananco, traducir el texto. Y cuando Isaac preguntó: “¿Qué significa homicidio calificado ?” mientras sobre la sala caía un silencio incomodo y vergonzoso. Esta pequeña pregunta desvelaba el dilema que yacía en la base de todo el proceso. La pregunta emblemática: ¿Es posible encontrar una traducción en un idioma amazónico a conceptos que pertenecen a una lógica jurídica de tradición greco-romana? Si cada lengua es el producto del universo cultural que la produce, en tanto que expresión de su mirada hacia el mundo externo, ¿cómo encontrar un termino correspondiente entre las categorías formales del lenguaje jurídico y las expresiones Awajún y Wampís?

La trampa de la dificultad de traducción era en realidad el síntoma de un problema mucho más profundo. Los límites y la imposibilidad de realizar una traducción literal entre dos mundos culturales tan lejanos y diferentes, nos imponen la pregunta: es posible y legitimo encontrar un equivalente de conceptos como “justicia”, “jefe”, “homicida” en la otra lengua? Es que estos conceptos, estrechamente relacionados con la visión de “Orden” y “justicia” propios del mundo occidental, tienen un correspondiente en el mundo awajún?

Un ejemplo: el hombre que mata a otro durante un enfrentamiento no es considerado un ‘homicida’, termino cargado de un valor moral altamente negativo y sujeto a sanción penal. En la cultura Awajún esa persona es un kakajam: un hombre valiente que gracias “al poder de la visión ha podido matar a su adversario”. Igualmente, el concepto de “justicia”, en Awajún correspondería a la expresión chiccham épagkeamu: “hemos venido a solucionar el problema”, y refiere a la asamblea donde el aphu escucha los testimonios de los involucrados y determina de qué forma los dos puedan volver a “quedar a la par”. Como me dijo una vez un abogado en derechos humanos: “no son solamente los indígenas los que tienen que aprender a manejar el lenguaje jurídico, sino también los jueces y todo el sistema de justicia hacer el esfuerzo para entender la cosmovisión indígena”.

Iniciar este juicio significaba volver a abrir una herida de la historia contemporánea del país, donde las responsabilidades políticas del Gobierno Central se mezclan con las dinámicas de poder de las organizaciones indígenas, y en particular con las de los Awajún y Wampís.

De esta manera, entendemos que la sangrienta secuencia de enfrentamientos que se desarrollaron en ese 5 de junio de 2009 no fueron la puesta en escena de unas prácticas salvajes, sino la compleja respuesta a unos ataques policiales que rompieron violentamente con todos los acuerdos previos. Al interior de ese escenario, los policías enviados para enfrentar a los indígenas terminaron por ser víctimas de una acción militar mal coordinada, apresurada por sus superiores, y de la ira de los indígenas que se sintieron traicionados por el Estado. Estas consideraciones obligan a preguntarnos si los instrumentos de la justicia ordinaria siguen siendo los más adecuados para entender las lógicas de un escenario tan complejo y todavía oscuro en muchos de sus aspectos. ¿Las herramientas jurídicas ofrecidas por la política de criminalización de la protesta, es decir, la clasificación de los 54 acusados como “criminales” o “barbaros asesinos” son realmente los medios más adecuados? En una etapa de post–conflicto como la actual, ¿ estos medios pueden facilitar una dinámica de reconciliación, sobre todo en una zona históricamente tensa y violenta como la frontera entre Perú y Ecuador?

Me acuerdo cuando un representante de la Corte interrogó uno de los acusados, natural de Cajamarca, preguntándole: “¿Acaso usted no se acuerda si habían por ahí (el 5 de junio, en el momento de la captura) personas con rasgos típicamente indígenas?”. Y el acusado contestaba tímidamente: “No lo sé… nunca vi un indígena antes. Es que se visten como nosotros…”. Para después contar : “La policía me tomó preso porqué decían que tenía cara de indígena. Pero yo insistía que soy originario de Piura. Soy Piurano”.

Las risas que se expandieron en la Sala Penal entre los presentes estaban cargadas de tristeza y amargura al mismo tiempo, porque eran la muestra de un Perú que ríe de sus mismos prejuicios racistas y discriminatorios. Un sistema de “justicia” que no tiene los conocimientos adecuados para distinguir entre nativos y mestizos, pero que al mismo tiempo pretende a priori juzgar los nativos propios por ser “salvajes” y “anti-modernos”.

Muchas veces me he preguntado si la “verdad” que los jueces estaban buscando sobre lo sucedido en Bagua, no correspondía simplemente a una re-proposición de lo que se estaba realizando en la Sala Penal misma, bajos sus mismos ojos. Es decir ese triste teatro de desencuentros interculturales, una cadena de juegos de fuerzas, imposiciones de poderes y, finalmente, un trato humano caracterizado por un mísero y constante racismo. Tal como lo había predicho un periodista de IDL en ese lejano mayo del 2014: el juicio terminó por ser la metáfora del país que generó el Baguazo.

Y pese a las más de 64 audiencias realizadas y siete años de diligencias, pese a los innumerables gastos económicos, laborales y humanos que supusieron los traslados quincenales de los 54 acusados, el 22 de septiembre llegamos a la tan esperada etapa final, con el dictamen de una sentencia absolutoria para todos. Recuerdo el grito de júbilo que se levantó y llenó la Sala y las calles de Bagua, fundiéndonos todos en un abrazo colectivo. Y recuerdo también la confusión y la excitación de los acusados, que solo llegaban a entender que sí, de alguna manera, eran libres.

Pero, lo que no quisiera recordar es la pregunta del periodista que pidió a Danny Lopez (Awajún que permaneció de manera injustificada 5 años en la cárcel y para el que se pedía cadena perpetua sin ninguna prueba substancial) qué opinaba sobre la justicia peruana. Él, en medio de la emoción general, dijo que “a veces, sí hay justicia”. Ahora, habría que preguntar al periodista: “¿Qué hubiera pasado si el 28 de julio pasado no hubiera sido Pedro Pablo Kuczynski quien entrara en el Palacio de Gobierno?”. Es decir, ¿hasta qué punto la coyuntura política nacional ha jugado – y sigue jugando- un papel fundamental en el desarrollo de todo el Juicio? ¿Hasta qué punto el peso de los intereses políticos nacionales condicionan la suerte de los acusados, determinando que unos cuantos indígenas pasen de ser “brutos asesinos” a “salvajes inocentes”?

El veredicto final de esta sentencia, que acogimos todos con gran alivio, demostró una vez más cómo el destino de los Awajún y Wampís estaba más determinado por las lógicas de poderes nacionales que por una búsqueda real de construcción de una sociedad intercultural y pacífica.

Finalmente, quisiera grabar bien en mi memoria las palabras de cierre del juez Zaramburú, cuando, en el medio de los aplausos generales, se levantó y dijo: “Hay un hecho innegable. Lo que ha sucedido el 5 de junio del año 2009, y la verdad es algo que no debe pasar desapercibido, es una enseñanza para todos los peruanos, para ustedes, para nosotros, absolutamente para todos los peruanos. Responsables de los hechos no sé quiénes serán, no me imagino, pero sí es una lección que nadie debe de olvidar. ¿Para qué? Para que no vuelva a suceder. Simple y llanamente eso”. Quizás estas palabras, que muchos están interpretando como una forma de impunidad, sea más bien una acción simplemente humana, de quien no quiso asumir la responsabilidad de culpabilizar unos cuantos inocentes de las acciones de otros que no estaban en la Sala. Yo vi al juez Zaramburú cuando, saliendo de la Sala Penal de Bagua, miró los abogados y dijo : “Sinceramente, esto fue lo mejor que pude hacer”.

Sobre el autor o autora

Silvia Romio
Antropóloga especializada en conflictos socioambientales en la Amazonía.

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