¿A quién le importan los muertos?

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El Perú, junto con Egipto, Sudán y Chile, tiene la mayor cantidad de momias y las mejores colecciones en el mundo. Es un país que tiene condiciones naturales extraordinarias para la conservación de restos. Hace muchos años es una parada obligatoria de estudiosos y científicos interesados en el pasado de la humanidad. Sin embargo, los proyectos de conservación se concentran en el sector privado; si no pregúntenles a las 2000 momias de Puruchuco que descansan en un depósito inadecuado. A pesar de los esfuerzos, no está garantizado que estos frágiles antepasados sobrevivan al moho, los insectos, los roedores y la desidia.

Las exposiciones de momias suelen ser un éxito en el mundo. En Estados Unidos, cada vez que se muestran, los museos se atiborran de gente. En España acaban de inaugurar un museo y en México, en el museo de Guanajuato, son conocidas las inmensas colas para entrar. Pero, cosa curiosa, en el país centroamericano se han encontrado muy pocas momias.

“En Estados Unidos cuando los museos anuncian que van a exhibir momias es garantía de éxito absoluto y acá nos damos el lujo de no tener un museo de momias. En Guanajuato la cola es de más de una hora y la entrada es 20 dólares y entran mínimo 1,000 personas diarias. Cuando fui me quede impresionado por la cantidad de dinero que debe de recibir el municipio”, relata el antropólogo físico Guido Lombardi.

Un punto de partida para que se les valore y no sean solo una especie de morbosa atracción de circo fue el congreso internacional que organizó el Centro Mallqui en Lima. Las eminencias mundiales presentaron ponencias que reflejan asombrosos avances en las investigaciones, producto de la aplicación de nuevas tecnologías.

Se ha pasado de los rayos X a las tomografías axiales computarizadas que permiten visualizaciones en 2D y 3D. Se realizan prácticas de conservación utilizando el escaneo TAC. El estudio del ADN se ha generalizado, así como los análisis isotópicos, las evaluaciones proteómicas, el uso del NGS (Secuenciación de Nueva Generación) para detectar parásitos, la biología molecular para estudiar bacterias y enfermedades, las radiografías digitales y computarizadas para los estudios de bioarquelogía.

“La tecnología resulta interesante porque antes había que analizar la lesión para ver si el individuo estaba enfermo. Ahora hay una serie de información que se puede extraer sin necesidad de destruir los tejidos de las momias”, recalca la bioarqueóloga Sonia Guillén, una de las organizadoras del congreso científico.

Se les podría dejar en paz a estos muertos si es que no fueran una fuente de información enorme. Las momias no solo tienen un potencial pecuniario, sino sobre todo de investigación. Contar con este tipo de restos es como tener a disposición el cadáver de una persona que ha fallecido hace miles de años, con una serie de condiciones vitales para estudiar. Cada momia es un banco de información valiosísima que en nuestro país no solo no se aprovecha como debería, sino que actualmente se encuentra en riesgo de destruirse. Desde el punto de vista molecular es como si se estuviera ante un ser vivo porque se puede estudiar la dieta, las enfermedades y la genética.

Por ejemplo, la identificación del leishmania tarentolae en una momia brasileña postcolonial reabre la pregunta sobre la capacidad de los parásitos y enfermedades para sobrevivir y propagarse en los humanos. Los genemonas antiguos del mycobacterium tuberculosis sugieren que esta bacteria se ha ido readaptando desde la época prehispánica y que aparece en la región andina, al igual que el helicobacter pylori encontrado en las paredes del estómago de Ötzi, el Hombre de Hielo, una de las momias más famosas, que ahora se conoce que sufría de gastritis.

Según Cristóbal Makowsky, profesor de la Universidad Católica, “el verdadero patrimonio no es la materialidad y el valor económico, sino la información que se puede sacar del pasado. Y eso se debe concretar en institutos de investigación, plata para investigación y proyectos a largo plazo”.

Sonia Guillén, la conservadora de momias

Esta arqueóloga de San Marcos se especializó en bioarqueología, una disciplina que combina biología y arqueología y que aporta a los descubrimientos relacionados a la salud. Actualmente se trabaja de manera multidisciplinaria con los antropólogos físicos, y hay nuevas especializaciones como la arqueología de género que permite llegar a descubrimientos sobre el papel político de las mujeres de esa época, como la autoridad política y religiosa que tuvo la señora de Cao o las de San José del Moro.
Su interés por las momias la llevó al Chinchorro, en Arica, donde están las momias más antiguas que existen. Éstas tienen 10 mil años de antigüedad y la mayoría ha pasado por un proceso de momificación natural, producida por una combinación de cierto clima y suelo que hacen que la piel se mantenga seca, deshidratada o congelada. Son pocas las que han sido sometidas al arte de la momificación, también llamada momificación artificial.

Se trata de un grupo humano de pescadores y recolectores de mariscos que vivieron en una zona desértica y con un tipo de suelo que ha permitido una conservación extraordinaria que solo se encuentra en Egipto y en unas zonas de Irán. Guillén cuenta que el emblemático morro de Arica está repleto de fardos.

La momificación artificial tenía sus peculiaridades en este pueblo. Era un proceso largo, casi artístico. Se les quitaba la piel, se les introducían palos a través de las aberturas de las vértebras y extremidades para que puedan pararse, las rellenaban con barro, les daban forma a las partes del cuerpo – senos, genitales – como si se tratara de muñecos de barro, se les volvía a cubrir con su propia piel o la de pelícano, los vestían con un faldellín o cobertor público y las pintaban de negro, rojo o a rayas, les reconstruían las facciones del rostro y les ponían una peluca de pelo natural.

No era una perversión necrofílica la que llevaba a estos antiguos a darse semejante trabajo. Estas hermosas e intimidantes esculturas humanas cumplían la misión de vigilar los límites de sus territorios, proteger el acceso al agua fresca, a sus recursos marinos. Un grupo de ellas, paradas junto a un banco de peces, eran las guardianas perfectas para alejar a los intrusos.

Rastreando el desierto de Antofagasta por más restos de los chinchorro, Sonia Guillén recaló en el puerto de Ilo y se encontró con las momias Chiribaya, en el año 1992. Seiscientas momias y sesenta mil aparatos, nada menos, así como unos tejidos de llama de pelo fino, más delicado y largo que el de la mejor alpaca de nuestros tiempos. Es así que empieza su trabajo de conservación a través del centro Mallqui, que le implica además conseguir fondos para brindarles condiciones dignas que permitan que estos restos se preserven. El siguiente paso fue la construcción de un museo, encargarse de la museografía y también de la conservación.

Cinco años más tarde, un gran descubrimiento remeció a esta comunidad científica. En una laguna remota se había producido el hallazgo fortuito de unos mausoleos en una ladera escarpada cubierta de vegetación. Era un lugar de difícil acceso, a trece horas del pueblo de Leymebamba, que a su vez está a tres horas de Chachapoyas. Algunos agricultores de la zona removieron los restos de este cementerio , abrieron los fardos con machetes y tiraron al abismo muchos de ellos.

El huaqueo, la demanda de mayores espacios para la pastura del ganado y el turismo irresponsable son graves peligros para los restos arqueológicos que aparecen inesperadamente, como en este caso. Por eso existía el apremio por frenar la destrucción que ya estaba causando daños irreparables. Sonia Guillén viajó a realizar un registro del sitio y concluyó que se debía hacer un rescate de emergencia.

Trasladar los restos a caballo por unas escarpadas trochas barrosas que bordean los precipicios no fue una tarea sencilla. Se pueden deteriorar, deshacerse y hasta convertirse en polvillo cuando salen de su ambiente. Gracias a esa iniciativa se salvaron 219 fardos y más de 2000 objetos.

Las momias de Leymebamba se distinguen por sus gestos dramáticos. La mayoría parece que se estuviera cubriendo el rostro con las manos y sus expresiones van de la sorpresa al miedo. Está comprobado que son artificiales porque fueron evisceradas por el ano. Luego les curaron la piel para que parezca de pergamino, las envolvieron con mantas y les pusieron coloridos turbantes para sujetar sus cuellos.

El esfuerzo terminó con la inauguración del Museo Leymebamba, financiado por el gobierno de Austria. Se trata de un museo comunitario, propiedad del pueblo, que es administrado por el Centro Mallqui.

Las momias de nuestra infancia

Quizás lo primero que se nos viene a la mente cuando escuchamos fardos funerarios es aquella figura de la lámina Huascarán que recortábamos en la primaria y nos mostraba a una momia Paracas con todos sus artefactos. Pero, en realidad, no pertenecían a Paracas, sino a civilizaciones muy posteriores.

Sin embargo, es cierto que Paracas es una de las culturas en las se ha encontrado mayor número de fardos. Lo que caracteriza su labor de momificación es que se ha hecho sin intervención humana. Nuestros ancestros de la costa sur solían enterrar a sus muertos sentados y con capas gruesas de tela, pero no les sacaban las vísceras. Por efecto del clima y de la técnica de envoltura, los cuerpos se momificaban del pecho para arriba, mientras que la parte restante, en donde se encuentran las vísceras, se destruía por acción del tiempo.

No se sabe hasta ahora si es que la momificación fue adrede o de manera casual, producto de la técnica empleada. Lo que sí se sabe es que, en muchos casos, sobre todo cuando se trataba de personajes importantes, los fardos se volvían a abrir. Es muy probable que hayan existido rituales posteriores a la muerte. Se han encontrado hasta tres capas distintas de telas que pertenecen a tres momentos distintos.

La bioarqueóloga Elsa Tomasto fue curadora de restos humanos del Museo Nacional de Arqueología y Antropología y ha seguido participando en el estudio de las momias Paracas. Ella explica: “Generalmente tienen tres capas, cada una de éstas con un conjunto de vestimentas, mantos y paño envoltorio sin ninguna decoración. No se sabe cuánto tiempo había pasado entre que se abría y se cerraba. Falta hacer un estudio de un fardo grande y tomar una muestra de cada una de las telas y con el carbono 14 encontrar diferencias y regularidades”.

La información con que contamos es escasa porque no se hace investigación. En Paracas, la mayor parte de los fardos desenterrados pertenecen a la época del padre de la arqueología peruana, Julio C. Tello. En su tiempo se recuperaron 429 fardos, de los cuales se han abierto solo 100 y casi todos en 1927, pues se estaba trabajando para una exhibición en Sevilla, el año 1929. Son esos mismos restos los que se siguen estudiando hasta ahora.

La apertura de la gran mayoría de estos fardos se hizo con el financiamiento del Estado, precisamente en la época de Tello y después en los años 1960 y 1970. En los últimos 30 años solo se han abierto dos fardos que fueron costeados, en su mayor parte, por la empresa privada extranjera.

Todos estos fardos se encuentran en ese museo. Las personas que están a su cargo hacen esfuerzos y malabares para poder mantenerlas en buen estado a pesar de los pocos recursos. Pero, como es natural, no se dan abasto. Ahí hay 3,000 bultos, pero no siempre las condiciones materiales ayudan. Se trata de material en bruto que puede contener restos humanos, momias, textiles o cerámica. Cada uno de estos fardos encierra información valiosa que no se está aprovechando.

Los Nasca también practicaron la momificación aunque de una manera muy particular, especializada y selectiva. En esta cultura no se va a hallar los fardos tipo Paracas con el cuerpo sentado.Los entierros eran horizontales y los cadáveres no presentan ningún signo de intervención humana, al igual que los Paracas, pero tampoco una momificación natural.

Los Nasca momificaron cabezas. Son las famosas cabezas trofeo. No se sabe si de amigos o de enemigos – existe una controversia sobre este punto -, pero lo que arrojan los estudios es que no existe mayor diferencia entre la dieta de los que se encuentran en los cementerios y los de la cabeza trofeo. La intervención que realizaban era compleja: primero abrían y ampliaban la base del cráneo para extraer el cerebro. Luego secaban los espacios vacíos y rellenaban la cabeza con barro y con telas para reconstruir las facciones. Finalmente, volvían a cubrir todo con la piel a la que la habían preservado en su integridad. Las cabezas trofeo se han encontrado como parte del ajuar funerario en algunas tumbas y como parte de un conjunto de ofrendas en arquitectura.

Un punto de partida para que se les valore y no sean solo una especie de morbosa atracción de circo fue el congreso internacional que organizó el Centro Mallqui en Lima. Las eminencias mundiales presentaron ponencias que reflejan asombrosos avances en las investigaciones, producto de la aplicación de nuevas tecnologías. 

Las nuevas generaciones

Sonia Guillén dice que cuando era joven y optimista pensó dedicarse a la investigación, pero que la situación de las momias peruanas la llevó a consagrar sus esfuerzos al rescate, la conservación y la gestión. También hace de puente entre los investigadores y las momias.

“Cuando cuidas momias te puedes convertir en un proveedor de muestras. Todos quieren un pedacito de piel para estudiarla. Por eso hay que tener cuidado. Pienso que las relaciones deben ser recíprocas y que éstas contribuyan a que se formen especialistas peruanos”, sostiene la bioarquéologa. Actualmente hay un grupo de investigadores en Brasil que está estudiando diferentes tipos de parásitos. Ella está dispuesta a brindarles todas las facilidades porque los parásitos eran un problema muy serio en el mundo prehispánico. Añade: “En Chiribaya teníamos individuos con tal infestación de piojos que se puede pensar que esa ha sido la causa de su muerte”.

La situación actual da muchas más posibilidades a los profesionales de las nuevas generaciones, ya sea en las empresas que necesitan hacer evaluación de restos antes de empezar sus proyectos, o en fundaciones de la costa norte (Wiese, Backus). En el Perú, los profesionales especializados en el estudio de momias no llegaban a diez, aunque esta cifra ha crecido en los últimos años. Muchos han hecho sus tesis sobre estas colecciones de momias.

Es interesante saber que también hay jóvenes que se están dedicando a la investigación. Evelyn Guerrero, por ejemplo, estudia un doctorado en genética en Finlandia. Hace cuatro años que se comunica en inglés y a veces le cuesta recordar algunas palabras nativas. Ha regresado con un equipo de la universidad de Helsinki para comparar el ADN de las poblaciones vivas de Chachapoyas con el ADN antiguo de las poblaciones prehispánicas de esa zona. “Antes se conocía la edad, estatura, patologías con métodos tradicionales. Ahora se usa el estudio del ADN”, afirma.

La investigadora se encuentra en Chachapoyas tomando muestras de pobladores de Cajamarca que han migrado a la zona, los del lugar y de los awajun y wampis. Luego las llevará a Helsinki para analizarlas en el laboratorio de la universidad. Quiere descubrir si esta gente tiene relaciones de consanguineidad con los antiguos Chachapoyas y saber qué tan originales son los linajes regionales.
En el Perú hay pocos laboratorios en los que se puedan hacer estudios de este tipo. Eso limita las investigaciones. Se tendrían que trasladar a Chiclayo, Trujillo o Tarapoto. En Lima, el Museo de Arte tiene un buen laboratorio. Sonia Guillén sostiene que con la tecnología que hay en los laboratorios peruanos se podrían hacer estudios interesantes.

“Al Hombre de Hielo le han visto hasta la última célula, el último pelo. Nosotros tenemos muchas momias que no han sido estudiadas”, añade. También está el caso de las momias de Llulaillaco, en la provincia de Salta, Argentina, que son las mejor cuidadas y conservadas en el mundo. La descubridora tuvo auspicio de National Geographic y han sido investigadas de manera exhaustiva. Se trata de tres niños de la nobleza inca que fueron enterrados vivos en un volcán. No se puede decir lo mismo de nuestra Juanita de Ampato, que todavía no ha sido investigada a profundidad, aunque es bueno saber que está bien cuidada por la Universidad Santa María de Arequipa.

Otra joven investigadora peruana es Lucía Watson, cuya vida parece estar llena de aventuras: trabajó en la cuarta catarata del Nilo en Sudán, como parte de la primera expedición científica peruana en África, y en una expedición canadiense en Nicaragua. Después se concentró en el taller de campo Lomas de Lurín-Pueblo Viejo-Pucará, y ahora está terminando un doctorado en antropología en México.

A los 25 años fue nombrada directora del centro de investigaciones del Museo de Sitio de Ancón. Ella ha realizado un trabajo en el que presenta la reconstrucción en 3D de los fardos funerarios Chancay que están en ese museo. Utilizando esta técnica descubrió quiénes eran las personas enterradas en el cementerio de Ancón.
Watson ha estudiado los cuadernos de apuntes de Julio C. Tello, escritos por sus peones durante los trabajos que realizaron en ese lugar entre 1956 y 1962. Se trató de la última excavación que este notable arqueólogo realizó antes de su muerte. Estas fuentes documentales han sido la base para la aplicación del Sistema de Aplicación Geográfica (GIS) con el que se pudo establecer la ubicación y distribución de los fardos funerarios en esa necrópolis.

Existe una colección extraordinaria de fardos funerarios, momias y cráneos en el Museo de la Nación, pero yacen en un depósito. Para ahorrar energía, cada cierto tiempo les cortan el aire acondicionado. Resumiendo la situación: no tienen dinero para cuidar momias.

A cuentagotas

Existe una colección extraordinaria de fardos funerarios, momias y cráneos en el Museo de la Nación, pero yacen en un depósito. Para ahorrar energía, cada cierto tiempo les cortan el aire acondicionado. Resumiendo la situación: no tienen dinero para cuidar momias. El Estado cumple con la sentencia bíblica: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos”. Son básicamente las organizaciones privadas las que se encargan de su preservación. Sonia Guillén manifiesta: “El apoyo es fantasmal, aunque estas colecciones pertenezcan a la nación”. Ella es clara en señalar que su labor es solo la de custodia y que eventualmente va a tener que entregar al Ministerio de Cultura las colecciones que están a su cargo”. ¿Qué pasará entonces?

No se puede decir lo mismo si el apoyo viene “en paquete”, como en el caso de los museos. En los últimos años ha habido una mejora de sus presupuestos, que, si bien es insuficiente, por lo menos refleja buenas intenciones. Tal es el caso del Museo de Puruchuco, inaugurado en 1960 por el descubridor del sitio arqueológico, Arturo Jiménez Borja. Él mismo fue quien se encargó de buscar donaciones a través de sus amigos empresarios, y así fue como Alberto Ísola, padre del director de teatro, donó el terreno para su construcción.

Clide Valladolid trabajó hace muchos años con el doctor Jiménez Borja en la huaca Huallamarca, en San Isidro. Transcurrido el tiempo, fue llamada a seguir con su legado y es la actual directora del Museo de Puruchuco que antes dependía del Instituto Nacional de Cultura y ahora del Ministerio de Cultura.

Cada año presenta su plan operativo a la Dirección General de Museos del ministerio y ésta le otorga un monto bastante menor al solicitado: “De acuerdo a nuestro plan necesitamos un poco más de 800 mil soles. Lo que nos dan es alrededor de 300 mil, más el costo de la seguridad y el mantenimiento que se realiza por medio de services que el ministerio contrata directamente”, precisa Valladolid.
Ha debido recortar gastos de infraestructura, mantenimiento y servicios, pero ha incrementado su personal (de ocho a diecisiete trabajadores). Esto quiere decir que hay mejora en ciertos rubros presupuestales del Estado. Por otra parte, el ministerio ha mejorado el sistema de registro, integrando la información de todos los museos en una red centralizada. Pero los planes de conservación de los fardos funerarios están suspendidos.

También ha quedado en stand by el plan de Clide Valladolid de traer a su hogar natural a las 2000 momias puruchuco que están almacenadas en el Museo de la Nación sin recibir mantenimiento. Ella quiere ubicarlas junto a los 131 fardos que actualmente se exponen en estructuras de metal construidas para ese fin, con el dinero que obtuvo del fondo concursable de la embajada de Estados Unidos.

Sin embargo, este deseo se contrapone a los planes del gobierno anterior que dispuso la construcción de un Museo Nacional en Pachacamac, que debe albergar la colección de fardos que actualmente se encuentra en el Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia. Guido Lombardi considera que la construcción de este museo pone en riesgo la conservación de las momias. Por más que se le provea de una infraestructura adecuada para la preservación de los restos, las condiciones climáticas y geográficas representan un peligro.

“¿Qué significa crear un museo a la orilla del mar, en un lugar altamente lleno de sal y humedad, y con depósitos subterráneos como aparece en la maqueta del MUNA? Imagínense un tsunami. Tener en el subsuelo, a la orilla del mar, un museo nacional con todas las colecciones de fardos del país es para mí un absurdo”, sostiene Lombardi.

Entre Lima norte y el sur el clima es pródigo para la momificación debido a la deshidratación y carencia de lluvias. En esa franja estamos asentados sobre millones de momias, sean animales, vegetales o humanas. Hace poco se descubrió la momia de un cactus de 4,000 años de antigüedad. Pero resulta curioso que se busque justamente un lugar con clima letal para el patrimonio cultural. Su mantenimiento resultaría millonario y ello repercutiría en el precio de las entradas y en el acceso de la mayoría de la población.

Además de este sinsentido, la larga lista de anécdotas que tiene bajo la manga Guido Lombardi lo llevan a afirmar que el Ministerio de Cultura no cumple con su rol de promotor cultural sino que es “un regulador que en muchos casos se convierte en obstaculizador”. En una oportunidad lo visitó un arqueólogo chileno, conocido por sus estudios del hombre del Chinchorro, al que llevó a visitar la zona arqueológica de Huaycán. El vigilante no lo dejó entrar porque dijo que debía de comprar las entradas en Puruchuco. Luego de la queja, el Ministerio de Cultura no tuvo mejor idea que determinar que las entradas se compren en su sede, es decir, al otro lado de Lima. El chileno se quedó sin conocer las momias de Huaycán (que son 40, de las cuales solo 20 se encuentran en buen estado).

Otra de sus anécdotas revela el poco interés del Estado en fomentar la investigación: “Hace cuatro años se hizo un estudio de los fardos. Para ello se tomaron muestras y se pidió autorización al ministerio para que se puedan exportar. Sin embargo, cometimos el error de juntar todas las muestras en una misma solicitud. Se nos dijo, entonces, que debíamos separarlas y hacer tres pedidos distintos. Han pasado cuatro años y todo sigue en trámite. Es como para hacer una película kafkiana”.

***

La información que arrojan las momias no es un conocimiento acabado ni solamente es importante para saber cómo vivían nuestros antepasados. “Las momias te siguen dando mucha información, surgen nuevas técnicas y nuevas preguntas. Vuelves a estudiar lo que antes había visto alguien y encuentras novedades. Por ejemplo, se ha vuelto a estudiar el hombre de Lauricocha y se ha descubierto que no era tan antiguo como se pensaba y que tenían ciertos genes que les permitía adaptarse mejor a las alturas”, sostiene la doctora Tomasto.

Podemos reinterpretar la frase de Raymondi: el Perú es un mendigo sentado en un banco de momias. Debajo nuestro hay millones de restos momificados que pueden ser la clave para comprender cómo los antiguos se adaptaron a un ambiente hostil, vencieron algunas enfermedades o sucumbieron ante ellas. Todo ello es información de utilidad actual. Oro puro.

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