Es de lejos la más talentosa de la numerosa generación de escritoras latinoamericanas de los años 70. Muy buena prosa, personajes contundentes. Pero, además, su propia vida es una novela que comienza cuando, a los 16 años, descubre el otro mundo detrás del muro de su casa grande.
Tu último libro se llama “Pecado”, una palabra que alude a la religión católica.
Aunque nunca hayamos pisado una iglesia todos hablamos en católico, pensamos en católico, sentimos culpa en católico, nuestra mamá nos regaña en católico. En mi casa no me dieron una formación religiosa ni fui a un colegio religioso. Durante mucho tiempo la única razón para entrar a una iglesia era para ver los cuadros; pero tengo una fascinación por toda esa mitología de una riqueza enorme.
La humanidad está totalmente a la deriva. Por eso es que los personajes de esta novela tienen una ética trastocada, por decirlo de alguna manera.
Mi hipótesis es que con los siglos se ha ido derrumbando la ética religiosa que trazaba una línea dogmáticamente establecida entre el bien y el mal, y la humanidad no ha alcanzado a construir una ética laica, una ética civil que la reemplace. No volvió a haber nadie que nos dijera que amemos al prójimo. Los códigos son los contrarios. Para saber en qué estamos basta con oír al señor Trump, o conocer la posición de los países europeos frente a los inmigrantes. Al prójimo no se lo ama, se lo mantiene al otro lado de la frontera.
¿Por qué elegiste “Pecado” como el título del libro?
Le pueden decir transgresión o crimen, pero ya no tendría que ver con ese momento íntimo en el que te sientas con tu conciencia y te preguntas si hiciste bien o mal. La única palabra que hay para eso es pecado.
Ahora vives en Barcelona y antes en México. Como se dice, eres “una ciudadana del mundo”, y ese espíritu nómade se refleja también en los temas que tocas.
Es que los territorios ya no nos definen. Los medios de comunicación nos mantienen entrelazados, y el territorio físico ha dejado de definirnos. Somos individualidades sueltas, escribiendo desde distintos lados. Ya ni siquiera escribimos sobre los mismos temas, como en la época del boom que definía la literatura latinoamericana.
Sin embargo, mantienes una fuerte relación con tu país. ¿Cómo defines tu colombianidad?
Me faltó decirles que haber nacido y vivido en un país como Colombia creo que imprime una marca indeleble. Como decía Saramago, es un país maravilloso y maravillosamente terrible. Necesitamos exorcizar la violencia, asimilarla. Porque es algo que venimos viviendo a lo largo de toda nuestra existencia como nación. Vida y muerte se entreveran de una forma tan intensa. Es una esquina de vientos cruzados que todo colombiano conoce y que se traduce en nuestra escritura. No hay nadie que se logre escapar.
También hay una identidad latinoamericana que se mantiene y se refleja en la escritura.
Yo creo que los latinoamericanos tenemos no solo una relación con la geografía sino con el tiempo. Nuestra relación es difícil con el pasado y yo diría que inexistente con el futuro. Ahora que vivo en Europa me doy cuenta de algo muy particular: nosotros no esperamos que nos den una beca o ganar la lotería. El tiempo se termina en el presente. El pasado permanentemente se está borrando.
No es como Europa y París, por ejemplo, que tienen un pasado que está presente en cada esquina.
Todo lo contrario. Hace un tiempo fui a visitar la casa de mis abuelos paternos en el barrio tradicional de Teusaquillo, que ahora está muy deteriorado, y me encontré con un puteadero. Para mí ese lugar está cargadísimo de recuerdos: en la sala había un piano y al costado la biblioteca del abuelo. Lo que estaba antes ya no está. Bogotá es una aldea débil, borrosa que hay que construirla en cada libro. Hay que inventarse los recuerdos y el propio presente.
Tal como hizo García Márquez.
Sí. Detrás de todo lo deslumbrante que es su literatura, es cierto que para García Márquez era un reto el permanecer. En “Cien Años de Soledad” aparecen unos huérfanos que sacan unas bolas de un talego. Cada una tiene un número y el conjunto es el número de la lotería. Pero lo que no se tiene que saber es que ellos deben meter la mano y escoger una de las bolas que está fría. Y para que se mantenga el secreto, después de eso a los niños los meten en un barco que echan al mar y los desaparecen. Es una bonita metáfora: el que sabe algo desaparece y hay que estarlo buscando y manteniéndolo vivo. Mi primer libro, “Historia de un entusiasmo”, que no es de ficción, es un catálogo de muertos porque no va quedando nadie vivo.
Colombia es un país de mil clandestinidades: todo el asunto del narcotráfico ha sido siempre un secreto a voces. A las cosas no se les llama por su nombre y quedan ocultas. Me preguntaban por qué nosotros escribimos esos libros tan tremendos, tan violentos. Es que la lucha es contra el reloj porque todo desaparece.
Prevalecer para no perder la identidad, para meterse entre los resquicios de la historia y poder contar lo que la historia oficial no cuenta.
La pelea de los escritores latinoamericanos es lograr que no se desdibuje nuestra identidad. No hemos adquirido, como pueblos, el beneplácito de la universalidad. Lo nuestro sigue considerándose como exotismo para el resto del mundo, lo antropológico, lo que corresponde al terreno de la National Geographic. Con el respeto a los maestros, el boom por momentos pareció literatura de feria. Por eso para García Márquez todo tenía que ser tan grande: había que subir al cielo y había un señor que tenía el pipí más grande de la tierra. Si no es a través de la exageración, no existimos.
Pero, al mismo tiempo, en América Latina estamos de regreso. Ya hemos pasado por una serie de procesos violentos que ahora están experimentando los europeos.
Eso es cierto. Vivimos de manera más acelerada de lo que se vive en otras partes del mundo. El proceso de la historia lo vemos crudo, como si no tuviéramos piel, nos llega directo. Hace más de 20 años, en una cena en Nueva York que me organizaron mis editores, estaban hablando sobre la situación terrible en Colombia. Yo les dije que dejen de vernos como el pasado de la humanidad. Colombia es el futuro de la humanidad, en el sentido de que si esta manera tan egoísta, tan competitiva de vivir no cambia, el terror que existe en Colombia va a ser lo que marque el futuro de la humanidad. Nunca he dicho algo que haya producido más malestar. Los editores e intelectuales que asistieron no podían creer que alguien del tercer mundo se atreviera a decirles algo así.
Ahora ustedes han en una nueva etapa: la del acuerdo de paz. ¿Hay estrés por lo que pueda venir, o estamos todavía en la etapa de la celebración?
Yo creo que es una buena mezcla: cómo no celebrar algo que tiene un significado histórico para Colombia. Independientemente de las maldades que hayan cometido las FARC – que hizo que el pueblo colombiano las quiera poco en las últimas décadas – es una guerrilla con una tradición de lucha campesina muy significativa en el país. Nace en los años 50, por la agresión permanente de los terratenientes contra cualquier comunidad campesina que quisiera dárselas de independiente. Fue una lucha lícita dentro de la historia colombiana. Ese fue su origen y eso les imprime una impronta que no se pierde.
La historia de Colombia, hasta buena parte del siglo XX , es una de guerras e intentos de paz.
Sí, creo que Colombia fue el primer país que hizo una negociación de paz que se llevó a término en América Latina.
¿La del M19?
Así es. Esa fue el producto de una larga obsesión de paz que tiene Colombia y que nos permite vivir. Si no, estaríamos colgados de los árboles. A esa situación de guerra crónica se opone esa ansia de paz.
Los sectores conservadores no se van a quedar tranquilos con este acuerdo de paz.
La derecha está muy activa. Álvaro Uribe es el caudillo, una especie de Trump local salido de las cavernas. Propone consignas fascistas como salir a manifestar con camisas negras en contra de la paz. El hombre tiene arrastre en toda esa Colombia que se afianzó con el atraso de la violencia de los narcos y de los paramilitares.
Yo siempre he sostenido que Álvaro Uribe surge como contrarreforma a lo que significó el proceso de paz y el proceso constituyente anterior.
El acuerdo de paz anterior tuvo otras características. El M19 y las FARC son guerrillas muy diferentes. Tú has conocido desde adentro al M19. ¿Podrías señalar algunas características de cada una?
Yo fui negociadora de paz en la época del M19. Ellos no tenían negocios, eran pobres, vivían de lo que conseguían al calor de su popularidad, de lo que recogían de sus simpatizantes, estudiantes en su mayoría. Salvo algunos horrores que también hicieron – porque el que tiene arma comente horrores – eran simpáticos, imaginativos. La FARC es una guerrilla enormemente rica porque establecieron colonias de subsistencia campesina entre la población que fue desplazada de sus tierras por las masacres de los hacendados. Aprendieron a vivir de los negocios, se hicieron dueños de muchas tierras y obtuvieron ingresos del control de las carreteras, de los peajes, de la mercancía que entraba y salía.
Y del narcotráfico.
Después viene el narcotráfico. Ellos nunca fueron un gran cartel, pero sí tenían negocios subsidiarios relacionados a la protección de los cultivos de coca, y luego un negocio tan aterrador como lucrativo que era el del secuestro.
¿En manos de quién quedarán esas propiedades y negocios?
No sabemos. Nunca se le ha planteado al pueblo colombiano cómo va a ser la negociación. Tiene que haber una negociación económica ahí; tiene que legalizarse una parte de sus negocios.
¿Cómo fue la negociación con el M19?
Fue dificilísima. Fue un baño de sangre, mataron a todos los comandantes durante la paz. Los desaparecieron a pesar de tener mayoría en la Constituyente. El único que no murió fue Navarro, a quien le dieron con una granada y lo desbarataron. Él tuvo que salir durante varios años a Cuba a luchar por su vida.
Las negociaciones fueron in situ, en Colombia. Yo estuve en todas las movidas y recuerdo que se hacían entre las balas. Siempre había muertos. Pero al mismo tiempo había una movilización enorme. Armaban un campamento de paz en las goteras de una ciudad como Cali, y cuando la población se enteraba de que iban a negociar, subía ríos de gente que quería apoyarlos.

Colombia es un país de mil clandestinidades: todo el asunto del narcotráfico ha sido siempre un secreto a voces. A las cosas no se les llama por su nombre y quedan ocultas. Me preguntaban por qué nosotros escribimos esos libros tan tremendos, tan violentos. Es que la lucha es contra el reloj porque todo desaparece.
¿Cómo es que el M19 llega a tener tanto arraigo popular?
No fueron grandes militares, aunque a mis amigos muertos no les gustaría que lo dijera. Ellos hacían propaganda armada, supieron manejar los símbolos. Se robaron la espada del Libertador para ponerla a combatir. Tomaron los barrios de la ciudad y tuvieron presencia masiva, aunque la historia oficial lo quiera tapar. Después de muchos errores – porque también metieron las patas hasta el correjón porque tenían muchas contradicciones internas – lograron negociar, entregaron las armas e inmediatamente llamaron a la Asamblea Constituyente y se abrió el proceso de paz. La demostración de que ambos procesos van unidos es que el M19 puso mayoría en la Asamblea Constituyente. El presidente de la Asamblea fue Navarro Wolf, el comandante guerrillero que quedó vivo. Fue una negociación que llevó detrás un impulso de cambio democrático. Fue realmente una especie de revolución democrática.
¿Por qué le cambiaste el nombre al libro que escribiste sobre el acuerdo de paz: de “Historia de una traición” a “Historia de un entusiasmo”?
Saqué ese libro en el exilio cuando estaban matando a todo el mundo, y cuando estaba clarísimo que el gobierno de Betancur, por la presión de la derecha y del estamento militar, estaba cerrando las puertas de ese proceso y dejaba triturados a los que estaban en ese espacio; a pesar de que había sido muy abierto al inicio de las negociaciones y decretó una amnistía general. Estaba convencida de que eso iba a ser una masacre por parte de los militares y por eso le puse “Historia de una traición”.
Yo imaginé que el libro no me lo iban a publicar en Colombia. Ya en ese momento los medios de comunicación no me publicaban nada. Como periodista y comisionada iba con todas las cámaras y era un espectáculo, pero me dejaron de publicar cuando la matanza empieza a ser sistemática. Yo salí de la revista “Semana”, en la que estaba a cargo de la sección de política nacional, y empecé a trabajar en una revista de vanidades porque no me daban trabajo en ninguna parte.
Ese libro es el que más ha circulado de todos los que he escrito. La otra vez hicimos la cuenta con Navarro y han circulado más de un millón de ejemplares en copias piratas. Lo piratearon en El Salvador, en Guatemala, en Filipinas, donde quiera que se dieron procesos de paz.
¿Pero por qué el cambio de nombre?
Es que después lo retoma otra editorial y otra y se hace una nueva edición. En ese momento lo de la traición ya no era lo más importante sino lo obvio. Además, tú hablas de traición cuando un amigo te traiciona, no cuando desde el principio sabías que te iba a jugar sucio. Y más bien, lo que quedaba vivo de todo eso era ese momento de intenso entusiasmo del pueblo colombiano ante una perspectiva de futuro. Por primera vez en su larguísima historia se iba a parar la guerra.
Hemos ingresado a otro proceso. Resolver los problemas por la vía armada ya no está dentro del debate latinoamericano. ¿O te parece que todavía podría ser una opción válida?
Yo siempre detesté las armas. En la Cuarta Internacional la gente de Mandel estaba a favor de la guerrilla en el sur, y mis trotskos estaban en contra del foco guerrillero en el sur.
Eran más obreristas.
Sí, más sindicalistas. Yo estuve cuatro años en la militancia clandestina en Argentina durante la dictadura, y ahí fui testigo de cómo el foco guerrillero acababa con cualquier movilización popular y civil contra la dictadura. Yo estaba en el PST que era un grupo desarmado. En la polémica sostenía la posición de que el foco guerrillero estaba compuesto por grupúsculos que asumían una vanguardia y no permitían que cuajara la resistencia civil contra la dictadura.
¿En esa época había mucho machismo-leninismo?
Yo entré a la izquierda sin tener idea de las diferencias que existían. Me llamó la atención que el contacto del M que mandaban a politizarme andaba con “En busca del tiempo perdido” debajo del brazo. Y yo dije “si estos leen a Proust, esto es lo mío”.
Los trotskistas no eran machistas. Había la teoría de que las mujeres debían hacer lo que se les daba la gana. No había problema si querían tener relaciones homosexuales. Si querían tener más de un compañero tampoco. La única regla es que no podía haber nada tapado.
¿En qué consistió tu trabajo clandestino durante la dictadura argentina?
Llegué el año 1978 . Me tocaron Videla, Viola y Galtieri. Sobre nosotros no recaía la misma intensidad de represión que sobre la guerrilla, y el tipo de actividad que hacíamos no nos llevaba a un tipo de exposición pública como te la hubiese dado realizar un atentado. No teníamos armas en la casa. Nunca me detectaron. Sacábamos un periódico clandestino. Íbamos a los barrios y sindicatos a convocar a los obreros a unos asados los domingos. Ahí, durante 15 minutos, se les transmitía información y se les repartían tareas básicas.
Y luego, ¿cómo acabas militando en el M19?
Yo acabé militando en el M19 cuando se acaba la comisión de paz y empieza la matasinga. Yo veía que, con todas sus contradicciones, la guerrilla era la que más había peleado por la paz. Yo no me uní antes a ellos porque no me había llamado la atención lo de las armas. Estuve ahí ocho años, desde 1984 hasta 1992, cuando se instaura la asamblea constituyente y se incorporan a la política legal que los liquida.
Eran un sancochado ideológico. No tenían programa.
Así como eran de simpáticos y carismáticos, no eran programáticos. Y yo como trotska, doctrinaria, principista, me la pasaba tragando sapos y en una pelotera contra ellos. Aunque ya no militaba orgánicamente seguía en conexión con los trotskos que les parecía que lo mío era una claudicación, guerrillerismo pequeño burgués nacionalista y no me querían ni saludar. Pero yo veía que era por allí. Para mí el proceso democrático en Colombia pasaba por un proceso de paz.
¿Cuál era tu función como comisionada de la paz?
Los comisionados son correveidiles; gente aceptada tanto por el gobierno como por la propia guerrilla. Llevaba mensajes. Yo iba a los campamentos guerrilleros en la selva y les llevaba los mensajes del presidente Betancur. Por ejemplo, que si no soltaban a tal empresario se rompía el diálogo. Entonces yo me quedaba ocho días en el campamento y después volvía con la respuesta. Entré en contacto con ellos y los fui conociendo muy bien. Y, por supuesto, desde el primer momento los medios de comunicación les colgaron la lápida del cuello, y a nosotros nos denunciaban de ser cómplices de los secuestros y de las barbaridades más enormes solo por ser puente con la guerrilla.
En Colombia los que mayor posibilidad tienen de hacer la paz son de derecha: los conservadores y no los liberales. Ahora es Santos, quien ha sido el delfín de Uribe.
Santos dirigía el diario de su familia, “El Tiempo”, y se oponía radicalmente a la negociación en la época de Betancur; ahí están sus editoriales. Odiaba el proceso de paz. En cambio, Betancur era un hombre idealista, se inspiraba en “Las memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar. Eso lo sé porque siempre que íbamos a hablar con él sacaba el libro y leía las citas.
En el caso de Santos, yo creo que le interesa porque la paz es un negocio enorme. Es la manera de desbloquear la economía colombiana y que las compañías internacionales entren cuando se termine la violencia. No me cabe duda que Santos tiene claro que la única forma de pasar a la historia es como la persona que negocia y está soñando que le den el Nobel de la paz.

En el caso de Santos, yo creo que le interesa porque la paz es un negocio enorme.
Ahora existe una nomenclatura internacional en contra de la impunidad, y un proceso de paz implica un nivel de impunidad. ¿Cuál es tu opinión? ¿Hay que comerse esos sapos?
Les voy a contar una historia: Con Navarro convivimos seis años y ahora lo veo esporádicamente. Somos muy amigos y me contó hace poco que cuando le tiraron la granada él estaba sentado con otras seis personas del M19 en una cafetería en Cali. Todos vieron al que tiró la granada. Ellos se alcanzaron a parar, pero la granada estalló encima de Navarro. Luego ellos supieron que el que dio la orden fue un tipo del ejército. Pasaron los años y Navarro volvió al país. Él sabía quién era el general y cómo ubicarlo, y le pidió una cita. Fue a su despacho, se sentó y esperó al general, que seguro estaba aterrorizado de que Navarro se le presentara. Cuando lo vio, Navarro le dijo: “General, yo sé que usted mandó matarme. Voy a decirle que lo entiendo como un hecho de guerra. La guerra ya pasó y voy a decirle que no va a haber venganza”.
Por eso sigue vivo Navarro. Evidentemente, ese señor lo primero que hizo cuando se enteró de que Navarro había regresado fue pensar en matarlo antes de que Navarro lo mate a él. Pero de esa manera, logró neutralizarlo.
En una corte de justicia esa visión no funciona. ¿Se necesita una flexibilización de ciertas leyes?
Es un terreno en el que la ley ordinaria no funciona. Debe haber un cambio de lógica ahí, deben dictarse otras leyes. El general lo entiende, porque siempre he creído que entre gente armada se entienden mejor que con los civiles. Cuando los familiares de las víctimas de las matanzas colombianas dicen “nosotros perdonamos a los asesinos de nuestros hijos, no hay rencor entre nosotros”, ¿por qué lo dicen? Porque saben que el perdón es la única garantía de permanecer vivos, eso lo sabe el pueblo colombiano. Cierto que es acto moral de nobleza, pero también un pacto de sobrevivencia para cortar el ojo por ojo que es lo que prima en Colombia.
Volviendo a tu historia política, luego de que te comienzan a marginar laboralmente te vas al exilio. ¿Tu nombre ya estabas en una lista y si no te ibas te mataban?
Bueno, entonces en un momento me dicen que Álvaro Fayad me quiere ver, el que era en ese momento el comandante del M19, un tipo inteligentísimo al que le decían el Turco porque era de origen palestino. Después lo asesinaron durante el proceso de paz. Yo siempre decía que era la inteligencia al servicio del error porque todo salía como el culo. Me llevaron con los ojos vendados a un apartamento donde estaba Fayad y el negro Yakim que era abogado y que muere después durante la toma del Palacio de Justicia. Estaban los dos comiendo pescado en caja de cartón con papas fritas que es una comida bien popular viendo un partido de fútbol. Y me dijeron “bueno hermanita, o se va a monte o se va al extranjero”. Yo detesto el monte y las armas. Y me sacó la lista en la que mi nombre estaba en quinto lugar y a los cuatro anteriores ya los había matado. Se llamaba la Operación Águila. Me dijeron “usted no vuelve a su casa. Si opta por irse usted sale para afuera”.
En ese momento coincide con que Antonio Navarro Wolf, con quien yo andaba ya de enamorada, estaba en el hospital militarizado en Cali que también estaba militarizada. Estaba hecho mierda porque la granada le había destrozado una pierna y la otra la tenía derretida literalmente -que habría que escribir la historia de esos amores que eran tremendos y fue muy genial- . Una enfermera se metió con una granada al hospital y lo intentó matar. Estaban rematando a todos los guerrilleros heridos que estaban en los hospitales. Le dije a Fayad que me iba pero primero sacaba a Navarro y a la gente que estaba en el hospital. Llamé a Gabo que estaba en México. Eso sí hay que decirlo, Gabo, a pesar de sus tendencias palaciegas, ayudaba cada vez que uno que llamaba. Le dije: “Gabo, necesito ya un avión con permiso para que 30 personas entren a México, con equipo médico”. Montamos a Navarro y una gente herida. Los médicos me dijeron que si lo sacábamos Navarro se moría. Le pregunté y me dijo que lo saque, que prefería morirse afuera a que lo maten ahí. Llamé a mi mamá para que me haga una maleta. Mi mamá llegó con mi hijo y una maleta al aeropuerto. Salí con toda la documentación que tenía para escribir el libro. Así empezó el exilio en México. De hecho los primeros meses vivíamos con mi hijito en el hospital. Después no echaron de México y fuimos a parar a Cuba.
Tu mamá te ayudó, imaginamos que a regañadientes.
Colombia es un país muy asesino y yo estaba en esas idas y venidas con mi pobre familia liquidada. Me acuerdo una vez que debía coger un helicóptero y le dije a mi mamá que me iba, y ella agarró un florerito que tenía, lo apretó, se rompió y se cortó las manos. Había que llevarla a la clínica, pero yo tenía que irme y la dejé. Son esos recuerdos tremendos de desgarrón interno de las contradicciones.
También lo hiciste a los 18 años.
Sí, cuando me fui a Argentina. Yo nunca he probado cocaína ni heroína pero el entusiasmo es algo peor, es algo que no te deja comer, que no te deja dormir, que es como una sensación de expansión donde tú no eres tú. Mi muchacho era pequeñito, un bebé. Era duro.
Tu familia debe haber sufrido mucho contigo.
Mi papá se murió relativamente joven. Cuando se armaba la gran despelotera, mi mamá me decía “tú mataste a tu papá”. Me lo dijo tantas veces que ya no me causaba tanto impacto.
Tu padre era muy abierto, pero no era político.
No, mi papá era tan libertario que no hubiera aguantado a la izquierda. A mi papá le parecía aborrecible que me sometiera a esa cosa jerárquica tan horrorosa de los partidos de izquierda.
¿Cómo es que la niña “bien” descubre lo que existía más allá de los muros de su casa?
Yo entré a la universidad a los 15 años y a los 17 me dieron un trabajo como profesora de una escuela pública. Organizamos un club de lectura, me llevaron a sus casas. Ahí conocí los barrios populares, la miseria. Ellos me hicieron leer a Marx, a Lenin.
Tú donaste tu herencia paterna al partido. Una finca nada menos.
Todavía me duele. Qué pena porque mi papá no venía de familia rica y esa era su única posesión. No sé qué hicieron con la finca que quedaba en la sabana de Bogotá. Anoche, leyendo un poema de Watanabe en el que menciona a un burro, se me aguaban los ojos recordando al burro de mi papá que se llamaba Filántropo que se quedó en esa finca. Lo que me hace llorar todavía por las noches es que no lo saqué, lo entregué con la finca.
¿Así como tú hubo gente metida en la guerrilla de clase alta?
Una cosa así no pasaría con las FARC que son una organización mucho más de base, más machista y jerárquica. Estos eran una rumba. La falta de programa les hacía ser gente muy abierta. La consigna de Jaime Bateman, el fundador del M, era “rebeldía, rebeldía”. Era un discurso marxista muy desdibujado, bastante católico en muchos casos. Pero después, durante las negociaciones, tuvieron una consigna que era “somos gobierno” y que pegaba enormemente en la zona de las barriadas de Cali y Bogotá donde estaba el M y donde ejercían el poder. Ante la ausencia absoluta de Estado, ellos eran los jueces a los que acudían los que se querían divorciar, a los que les habían robado la televisión.
Entonces sí pensaban en tomar el poder.
Y yo creo que por eso se equivocan tanto en la toma del Palacio de Justicia, un error garrafal desde el punto de vista político y militar.
¿Con el paso de los años cómo te ve la derecha colombiana? ¿Te han “perdonado”?
Lo que pasa es que mi situación es muy rara porque mi familia era burguesa, una familia muy rica y con mucha tradición. El abuelo de mi mamá era Nemesio Camacho. Yo de chiquita decía que se llamaba Nemesio Camacho “el Campín”, porque mi abuelo donó las tierras del estadio. La fortuna de mi familia se acabó hace mucho tiempo. No queda ni un peso. Entonces para mí, de alguna manera, las cosas eran más fáciles porque yo me metía en la casa de mi papá, y se la pensaban dos veces antes de allanarla. Yo tenía una retaguardia social. Y Colombia es un país tan clasista que yo la sigo teniendo. Si no, estaría muerta y enterrada.patri
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