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Foto: Andina.pe Revista Ideele N°297. Abril 2021Parafraseando a Theda Skocpol[1] cuando busca comprender lo acontecido en la política estadounidense durante las últimas décadas, el distanciamiento y la perspectiva tienen la virtud de extraernos de raíz la fantasía de que la política peruana es una cascada imprevisible y continua hacia situaciones cada vez peores.
Veamos. Grandes cambios en las características de nuestros actores políticos y las maneras como se insertan en el sistema político, han venido sucediéndose desde por lo menos la segunda mitad de los años 80 del anterior siglo, cuando alguien como Ricardo Belmont, impensable entonces en estas lides, se hizo con la Alcaldía de Lima.
En esa línea, incluso las formas adoptadas por los espacios de derecha e izquierda han sufrido profundas reorganizaciones, pero sin que se conozcan aún sus implicancias. Por ejemplo, sigue pendiente aquilatar la creciente importancia en la política peruana que tienen desde 1990 las organizaciones confesionales, que hacen más relevantes esfuerzos aislados como los de José Luis Pérez Guadalupe[2]. De igual forma, la actividad subversiva de los 80 y 90 que fue un factor determinante para las formas de hacer política que desde entonces se hacen en el país, aún esperan una debida evaluación. Los usos y procedimientos del fujimorismo, llegaron para quedarse.
También deberíamos respondernos si otorgarles el voto a los efectivos policiales y militares en 1998, está relacionado con la presencia cada vez más notoria de congresistas y ministros de estos orígenes que, normalmente, son voceros de agendas corporativas más allá de los partidos a los que pertenecen.
Con esta amplia historia de antecedentes similares, que se prolongan por lo menos treinta y cinco años atrás, tendríamos que empezar a buscar explicaciones a las distintas apuestas en los procesos electorales de los peruanos, bajo las reglas de un sistema político que tiene muchas peculiaridades, ubicando en ese marco lo que se ha expuesto en la reciente primera vuelta.
El señalamiento de Castillo muestra el encono que fue nutriéndose de la situación que ha producido la democracia en nuestro país, y lo que propone puede ser asumido perfectamente por cualquier partido político, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. Parece estar claro que los peruanos buscamos alguna fórmula que permita contener los resultados sociales desastrosos que muestra el modelo neoliberal imperante sin que ello signifique, ni mucho menos, una apuesta a algo alternativo. En otras palabras, tal vez sea un intento de buscar conducir al sistema a sus límites mismo, sin intentar quebrarlo.
Bajo estas premisas, una primera dimensión para entender lo que pasó el 11 de abril es la división del voto. No es suficiente repetir, a manera de análisis, mantras como “las elecciones muestran un escenario fragmentado”, “la política peruana está altamente polarizada” y otros por el estilo. Que Keiko Fujimori haya pasado a la segunda vuelta con las más altas probabilidades de triunfo, indica que algún aprendizaje hizo esa parte de la derecha peruana que, a estas alturas, todavía no sabemos exactamente cuál es. En esa línea, también está pendiente comprender los altibajos en las preferencias hacia López Aliaga o De Soto y el triunfo del primero en Lima. En suma, sería muy interesante saber cómo han ido insertándose espacios cada vez más reaccionarios y primarios en la derecha peruana, hasta el punto de aparecer hoy como fuertes aspirantes a hegemonizar esta parte del espectro ideológico-político del país.
De esta manera, ¿quiénes votaron por Pedro Castillo y por qué? Son preguntas que, ojalá, encuentren respuestas plausibles en algún momento. Para ello será indispensable reconstruir redes y direccionalidades de su acción política, el manejo de las tensiones y contradicciones dentro del espacio en el que maniobra, las fuentes y mecanismos de financiamiento y otros aspectos que sin conocerlos, poco o nada podríamos entender del resultado electoral que ha obtenido.
¿Cómo imagina los problemas y cómo supone las correcciones?
Podemos remitirnos a algunos rasgos del discurso de Castillo que, si tienen la importancia que busco darles, facilitarían la búsqueda de los puntos de contacto con sus electores. El 11 de abril, habiéndose anunciado los resultados del primer conteo rápido de Ipsos que daba ya seguridad de su pase a la segunda vuelta, afirmaba desde la plaza de armas de Tacabamba que “el pueblo peruano se acaba de quitar la venda de los ojos”.
Luego, señaló que la lucha por el cambio del país recién comenzaba y la causa de la actual situación de crisis se debía al gobierno de sus élites: “Muchas veces nos han dicho que solo los politólogos, los constitucionalistas, los eruditos políticos, los que tienen grandes pergaminos, pueden conducir un país. Han tenido el tiempo suficiente, han tenido tremendo espacio, décadas, bastantes lustros; pero cómo dejan al país, cómo está al país ahora”. Agregando, “Ahora llegas a Lima Metropolitana, a las grandes ciudades y encuentras los lugares donde hay opulencia, y no ven más allá de su nariz”[3].
Sin proponérselo, tal vez, Castillo enfiló hacia uno de los aspectos más débiles, más criticados y menos contemplado entre nosotros, como es la meritocracia. Esto pudo ser leído, como de hecho lo fue, como una voluntad de zanjamiento clasista entre pobres y ricos aunque “las iras hacia las élites”, como sentencia Michael J. Sandel[4], no es una novedad a estas alturas de la crisis de la democracia que se escenifica en el mundo entero y, es necesario reiterarlo, hace mucho que el monopolio marxista de estos sesgos dejó de existir. Es decir, contra lo que “comprenden” los medios de comunicación peruanos sobre lo expresado por Castillo, no se necesita ser comunista, ni izquierdista, ni progresista para manifestar malestares e iras ante lo que ocurre y dirigirlos hacia los que conducen el país y los que se ubican en el exclusivo primer quintil de riqueza.
Su causa puede estar en otro ámbito. Entre nosotros, la discusión política al retomarse a la democracia, entre los años 2000-2001, no se detuvo en responder las preguntas clásicas sobre la legitimidad de aquella, es decir, las que están vinculadas a las relaciones entre gobernantes y gobernados. En su lugar primó un sentido “técnico” que, lo sabríamos luego, se propuso como una continuidad de lo que estuvo en vigencia durante el autoritarismo fujimorista y no como una ruptura ante estas miradas que ponían de lado lo político, dedicándose a las formas y al diseño institucional -dando entrada a conceptos como buen gobierno, gobernabilidad democrática, gobernanza y buena gobernanza- situando en un segundo plano la cuestión del poder y la ruptura del consenso social.
En este esquema, los partidos políticos, que debieron ser los pilares fundamentales desde donde debió levantarse el sistema democrático, se presentaron básicamente como maquinarias electorales, a pesar de la existencia de una Ley que, en teoría, debió ser un mecanismo para controlar su idoneidad. En este sentido, la política “formal” apareció distante de la sociedad y se consolidó una peligrosa visión de una situación en la que se involucraba sólo a algunos segmentos de la sociedad, quedando fuera la gran mayoría de peruanos, con pocas capacidades ciudadanas, sin posibilidades de construir sentidos de “comunidad” y casi obligada a organizarse sólo mediante relaciones clientelares.
Sin proponérselo, tal vez, Castillo enfiló hacia uno de los aspectos más débiles, más criticados y menos contemplado entre nosotros, como es la meritocracia. Esto pudo ser leído, como de hecho lo fue, como una voluntad de zanjamiento clasista entre pobres y ricos aunque “las iras hacia las élites”…
Sin embargo, es poco lo que se ha explorado desde entonces sobre las posibles formas que ha adquirido la política en los sectores populares y las potencialidades que residen en ellas. En todo caso, los partidos políticos son, cada vez menos, protagonistas de la acción colectiva.
Aunque de buenas a primeras no se evidencia la importancia de este diseño, en realidad es fundamental para entender la capacidad para la respuesta adecuada (responsiveness) del Estado y, asociada a ella, la baja legitimidad que se produjo en la relación entre los gobernantes y gobernados, así como los costos institucionales que debieron pagarse con las “cuerdas separadas” entre economía y política, sostenido en la fantasía de la autonomía de la política.
La consecuencia directa de esta gestión “técnica” y “despolitizada” fue que alejó los resultados de la gestión pública de las expectativas y demandas de la población. A ello debe agregarse la pérdida constante de organicidad de los partidos políticos y la poca capacidad para generar exigibilidad desde la sociedad civil.
En suma, como afirma Michael Sandel[5], “el presunto debate político actual es más bien una sucesión de declaraciones limitadas, gerenciales y tecnocráticas que no inspiran a nadie, cuando no un combate a gritos en el que cada parte habla sin escuchar realmente a la otra”.
Para gran parte de los ciudadanos, sin importar su adscripción ideológica, este discurso político vacío les resulta frustrante y anulador de cualquier expectativa. Tienen la correcta sensación de que la ausencia de un vigoroso debate público no significa que no se esté decidiendo política alguna, sino simplemente que las políticas se están decidiendo en otro lugar, fuera de la visión pública, en los despachos de los organismos administrativos (a menudo acaparados por las industrias y los sectores que aquellos tienen la misión de regular), de los bancos centrales y los mercados de bonos, o hasta de los grupos de presión empresariales cuyas aportaciones a las campañas electorales compran influencia sobre los cargos públicos[6].
La vaciedad de la democracia
Así, para decirlo de algún modo, el señalamiento de Castillo muestra el encono que fue nutriéndose de la situación que ha producido la democracia en nuestro país, y lo que propone puede ser asumido perfectamente por cualquier partido político, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. Parece estar claro que los peruanos buscamos alguna fórmula que permita contener los resultados sociales desastrosos que muestra el modelo neoliberal imperante sin que ello signifique, ni mucho menos, una apuesta a algo alternativo. En otras palabras, tal vez sea un intento de buscar conducir al sistema a sus límites mismo, sin intentar quebrarlo.
Entonces, cualquiera sea el próximo gobernante, si realmente busca resultados, debe empezar por reformar el aparato del Estado. Ésta es la gran lección de la pandemia, que permitió evidenciar hasta el paroxismo la ineficiencia de un aparato que, además, no se permea ante ninguna voluntad presidencial.
De otra manera, recomendaciones como las de OCDE para superar los estragos de la crisis sanitaria, dirigidas a aumentar considerablemente el gasto público en educación, salud y seguridad social, pero garantizando resultados, no podrán llevarse a cabo con lo que tenemos[7]. Allí está el reto de quien gane en junio, pero también los límites que puede conducirlo a su derrota política en el corto plazo: ¿cómo obtener resultados que legitimen la decisión política, con la extremadamente baja calidad del Estado que tenemos actualmente? El único camino posible, a tenor de las circunstancias, es la capacidad de los aspirantes presidenciales a concertar, cooptar y hegemonizar el debate público en búsqueda de legitimidades efímeras que necesitarán, además, renovarse constantemente. Dado lo mostrado por ambos candidatos, a estas alturas solo hay muchas dudas y ninguna certeza.
[1] Theda Skocpol y Caroline Tervo (Ed.): Upending American Politics. Polarizing Parties, Ideological Elites, and Citizen Activists from the Tea Party to the Anti-Trump Resistance. Oxford University Press, 2020.
[2] José Luis Pérez Guadalupe: Entre Dios y el César. El impacto político de los evangélicos en el Perú y América Latina. Konrad Adenauer Stiftung e Instituto de Estudios Social Cristianos. Lima, 2017.
[3] https://rpp.pe/politica/elecciones/elecciones-2021-pedro-castillo-los-que-tienen-grandes-pergaminos-han-tenido-tiempo-suficiente-noticia-1331033
[4] Michael J. Sandel: La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? Penguin Random House Grupo Editorial. Barcelona, 2020.
[5] Idem.
[6] Idem.
[7] https://elpais.com/economia/2021-04-14/mejorar-el-gasto-y-subir-el-nivel-educativo-las-recomendaciones-de-la-ocde-para-latinoamerica.html
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