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Foto: El Comercio. Revista Ideele N°297. Abril 2021La situación no puede estar más polarizada: de un lado, el temor hacia una izquierda que podría convertirnos en Venezuela; de otro, el temor hacia una derecha que nos dejará siendo Perú o algo peor (habiendo tenido 30 años para convertirnos en Dubái). La ingeniosa disyunción no es mía, lo confieso: ha sido planteada por los protagonistas de los bandos enfrentados. En este contexto llama la atención que, a diferencia de la prolongada indecisión durante la campaña para la primera vuelta, esta vez los votantes parezcan haber optado por su candidato con prematura e innegociable convicción. La naturaleza misma de la disyunción ha hecho que la incompatibilidad entre uno y otra parezca absoluta.
¿Pero qué es eso tan importante que está en juego para que se mantenga tal cerrada convicción (en uno de los polos, al menos, más con respecto a lo que no se quiere perder que a lo que se podría ganar)? En este breve artículo me atreveré a proponer una línea de análisis del origen de los fundamentos de aquello tan preciado a lo que uno de estos extremos no está dispuesto a renunciar. Por motivos de tiempo, espacio y talante, voy a concentrarme solo en el extremo más radical de la derecha política y en la élite económica que la apadrina. Para ello usaré cuatro variables simples que refieren a cuatro tipos de actores relevantes en los procesos de toma de decisión política. Vamos a ver qué resulta.
Élites económicas y actores políticos
Podemos hablar de dos grandes tipos de agentes económicos con capacidad de influir en las decisiones políticas. El primer tipo está representado por las élites económicas tradicionales (EET), aquellas cuya influencia política depende no solo del control de grandes conglomerados empresariales y sectores estratégicos, sino también –y quizás sobre todo– de un conjunto de redes y privilegios de larga data que le permiten mayor capacidad de negociación, tanto a nivel nacional como internacional. Su pertenencia a clubes, colegios, playas privadas y otras organizaciones de acceso restringido las coloca en una posición ventajosa para reforzar lazos de manera endogámica y empoderarse colectivamente para definir la agenda política nacional. Lo curioso es que esta élite suele ser la más interesada en defender modelos políticos y económicos centrados en el esfuerzo y el mérito individual como base del éxito, asumiendo –me imagino– que la capacidad de conversar sobre el hijo que está a punto de terminar su MBA en Columbia y busca trabajo cuenta como esfuerzo y mérito individual.
Sea como fuere, el segundo tipo de agente es el representado por las élites económicas emergentes (EEE), aquellas con, en teoría, mayor capacidad para definir el curso de los mercados, pero mucha menor capacidad organizativa para establecer redes de contactos internacionales que les permitan romper con el monopolio históricamente consolidado de EET. Estos déficits las obligan a explorar vías informales y/o innovadoras de acceso a los mercados, así como a estar más dispuestos a utilizar las reglas de juego democráticas que garantizan, al menos formalmente, una cierta igualdad participativa: tentar cargos públicos a nivel regional o nacional, así como establecer alianzas con movimientos sociales y organizaciones de base suelen ser dos vías frecuentemente utilizadas.
Lo cierto es que ambas élites apuntan al control del poder político, entendido como la capacidad de determinar la agenda y el gasto públicos, definir problemas y proponer soluciones, en suma: tomar decisiones políticas relevantes aplicadas a la economía, la sociedad, la cultura, etc. Este poder político formal (PPF) es, precisamente, la tercera variable. Programar a la administración pública se convierte, así, en el objetivo político central de toda élite económica, sea tradicional o emergente. Pero a esta feliz ecuación le falta una no poco importante variable: el poder político informal (PPI), aquel representado por todo tipo de organizaciones que luchan por dominar la arena pública, inicialmente desde los márgenes del poder político consolidado, escalando posiciones con la meta de intervenir directamente en las decisiones gubernamentales.
Esto lo busca mediante representación política, participando en elecciones, o consolidándose como movimientos sociales institucionalizados, constituyendo espacios organizados con capacidad de ejercer presión desde la periferia. Estos espacios, siempre en pos de mayor visibilidad y financiamiento, suelen ser impulsados por EEE –a su vez, siempre en busca de aliados políticos y sociales organizados–, aunque suelen también actuar por cuenta propia. Por lo general, del modo cómo se consoliden estas alianzas resultan las distintas constelaciones de la izquierda peruana. Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con el tema que planteé al inicio? Veamos.
Lo que está en juego
Voy a tomar dos ejemplos que representan sendos ejes de las movilizaciones sociales de los últimos años y que pueden darnos una idea del tipo de demanda que parece estar en debate: la educación y la salud. Mientras que uno de los polos busca reforzar estas áreas mediante una mayor inversión estatal en investigación e infraestructura, mejores sueldos y/o mejores planes de desarrollo, el otro polo aboga por el fortalecimiento de los procesos de privatización. La meta declarada en ambos casos es el aumento de la calidad del servicio, que debe redundar en el crecimiento de la esperanza y la calidad de vida de ciudadanos más capacitados y mejor formados.
Las élites tradicionales –las que financian y apoyan a muerte a los De Sotos y López Aliagas de turno– suelen derivar su capacidad de ejercer influencia política de ventajas que no proceden enteramente de los principios de aquella economía de libre mercado que formalmente defienden. El acceso exclusivo a clubes y otras organizaciones privadas, así como su pertenencia a clanes familiares y el disfrute de toda suerte de beneficios hereditarios –que, precisamente, es lo que define su rancia identidad como élite tradicional–, no se rigen por las reglas de juego de la libre competencia, el esfuerzo y la meritocracia –reglas, en teoría, propias del mercado.
Dicho esto, imaginemos ahora el siguiente escenario: PPI logra, con el apoyo de EEE, generar la suficiente presión para sacar adelante reformas integrales en estas áreas, lo cual resulta en una escuela pública y servicios de salud universales de calidad. ¿Significa este aumento de calidad que la constelación del poder se ha modificado al punto de disputarle a EET el monopolio? Realmente no. Para empezar, es claro que EET continuará enviando a sus hijos a colegios privados y atendiéndose en clínicas. Y esto revela una importante diferencia: mientras que el extremo izquierdo busca la óptima calidad para todos, el extremo derecho, conocedor (o no) de los orígenes históricos de su posición, sabe que, además de la calidad educativa, lo “privado” conlleva en Perú un beneficio adicional, visible, pero escasas veces tematizado. Y este creo que es el asunto de fondo.
Las élites tradicionales –las que financian y apoyan a muerte a los De Sotos y López Aliagas de turno– suelen derivar su capacidad de ejercer influencia política de ventajas que no proceden enteramente de los principios de aquella economía de libre mercado que formalmente defienden. El acceso exclusivo a clubes y otras organizaciones privadas, así como su pertenencia a clanes familiares y el disfrute de toda suerte de beneficios hereditarios –que, precisamente, es lo que define su rancia identidad como élite tradicional–, no se rigen por las reglas de juego de la libre competencia, el esfuerzo y la meritocracia –reglas, en teoría, propias del mercado.
A pesar de defender distintas variaciones del mito del emprendedor, que puede resultar convincente en el caso de EEE, pero hilarante en el de EET, estas últimas se caracterizan, más bien, por su capacidad de acumular estos otros bienes intangibles. La necesidad de conservar este modelo que les garantiza, entre otras cosas, una exitosa participación en la economía (que comprende también, claro está, el acceso al mercado laboral), configura, como es de suponer, también sus preferencias políticas. De ahí resulta que a su contraparte –a EEE– no le quede otra que establecer alianzas con movimientos sociales de distinta naturaleza, y que esté más dispuesta a seguir las reglas de juego democráticas y someterse a los principios del mercado, siempre, claro, que no haya logrado construir sus propias redes y contactos a nivel regional con la esperanza de ingresar a la política nacional en igualdad de condiciones que EET.
Me aventuro ahora a extraer algunas conclusiones a partir de lo dicho.
- El fundamento de las convicciones políticas de EET –aquella élite asociada a la extrema derecha– no radica en el deseo de construir una base igualitaria que posibilite a todos participar económicamente bajo similares circunstancias –o al menos, bajo circunstancias que no hayan sido distorsionadas por privilegios heredados.
- Ya que su capacidad de influir en PPF se fundamenta en ventajas extraeconómicas y extrapolíticas (es decir, no producidas por el seguimiento de las reglas de juego del mercado ni de la democracia liberal), estas no podrían eliminarse solo con medios económicos o políticos, pues su origen es otro.
- Su principal temor es, entonces, la eliminación de las condiciones que mantienen tales ventajas; es decir, precisamente lo que busca el tipo de medidas “radicales” que suelen estar ausentes de casi todos los planes de gobierno.
- La Ley –que encuentra su máxima garantía en la Constitución– es lo que mantiene tales privilegios preexistentes. Por eso, todo cambio que los elimine, al no poder llevarse a cabo con las reglas ya establecidas del mercado y la democracia liberal, tendrían que darse en el seno de una instancia superior, aquella de la cual estas dos esferas toman su validez: la Constitución.
Es cierto que hay también un sector importante al cual aterra el espectáculo de ver al Perú convertido en la caricatura estándar del Estado socialista: soldados rojos con la cara de Pedro Castillo entrando a sus casas, saqueando sus propiedades, secuestrando y violando a las mujeres, reclutando a los niños y recluyendo a los opositores en campos de trabajo para construir una sociedad totalitaria en la que sonaría a toda hora La Internacional en quechua y donde en los edificios de la Av. Jacinto Lara aparecerían gigantografías con las caras de Vladimir Cerrón, Verónika Mendoza y Abimael Guzmán mirando al poniente con pilotkas en la cabeza.
Todo ello, por supuesto, llevaría a éxodos masivos agravados por la ausencia de bienes básicos y la imposibilidad de conservar la propiedad privada. Bueno, sí, existe este respetable sector cuya convicción en esta fantasía antibolchevique puede que sea legítima –ya que, después de todo, pueden estar asumiendo de buena fe que lo que está en riesgo son realmente valores universales como la libertad y la igualdad. Pero además de este, está aquel otro importante sector, menos visible, pero que es el que se encarga de alimentar esta narrativa como herramienta de propaganda y movilización, utilizando el recurso del miedo a perderlo todo como manera de consolidar un plan nacional donde a menos cambios, mejor.
Este último sector –al que me he referido antes y en el que se combinan EET y la extrema derecha política– es, hasta cierto punto, inmune al temor generado por estas narrativas conspirativas que él mismo construye, pues sabe que es poco probable que aquel rojo apocalipsis de serie B realmente suceda, así como también sabe que la igualdad y la libertad no son precisamente lo que un eventual gobierno de izquierda radical eliminaría. Este sector suele tener, pues, estratégicamente, un cierto nivel de tolerancia hacia reclamos sociales, pues el sistema los reinterpreta para que le sean funcionales. En pocas palabras, casi todo puede imprimirse en una camiseta o convertirse en una serie y venderse. Este es el punto en el que EET podría confluir y convivir con la alianza entre EEE y PPI… pero solo hasta el punto en que EEE no se atreva a alterar la constelación del poder político controlada por EET.
El caso es que esto es precisamente lo que parece estar pasando. No solo las alianzas EEE-PPI se han multiplicado, sino también la capacidad de acción autónoma de los propios movimientos sociales. La proliferación de demandas y protestas, unida a la sorpresiva (para EET) falta de efectividad para moderarlas usando sus tradicionales métodos represivos, han generado un estado de alarma que no se había visto desde hace al menos una década. Si esta es verdaderamente la tendencia, el temor más grande de la derecha, hasta ahora inmune, se cumpliría: una élite económica emergente y movimientos sociales con capacidad de actuar juntos o de manera independiente y dispuestos a minar las bases, tanto económicas como políticas, de su hegemonía.
No creo, por lo demás, que las luchas que se aproximan vayan a girar únicamente en torno a la política económica o a alguna noción abstracta de democracia basada en el gaseoso concepto de libertad negativa. Los debates y las movilizaciones han comenzado ya a incorporar una dimensión histórica al cuestionar el origen de los privilegios producidos y consolidados desde fuera de las reglas de juego de las dos grandes esferas hasta ahora constitucionalmente intocables: el mercado y la democracia liberal.
Hoy existe en el Perú un real resurgimiento de una extrema derecha con capacidad de organización y maniobra. Eso se reveló con el intento de consolidarse como fuerza política en noviembre de 2020. Un intento que por su torpe ejecución pudo percibirse como anecdótico, pero que, sin embargo, mostró que están ahí y que, con un líder más capaz y carismático, podríamos tener sorpresas en el futuro próximo. Y no hay pocos candidatos para ocupar ese lugar.
Las recientes elecciones lo han mostrado. Parece que esta vez hay mucho más que perder y eso genera mayor temor y convicciones más fuertes como reacción. Se trata de una derecha ligada a élites económicas tradicionales, aquella derecha que ya no es solo Willax y Expreso, aquella que llena los directorios de apellidos y no de personas, aquella que tiene a la Marina de su lado y posee una gran capacidad para tejer narrativas con tintes patrióticos y libertarios que infunden pánico, así como los recursos para masificarlas entre ingenuos bienintencionados. Esa vieja derecha que apoyó a Merino, que levantó a López Aliaga, que seguía con entusiasmo las posibilidades de los cascarones representados por las candidaturas de Forsyth y De Soto, y a la que ahora no le queda otra que apostar nuevamente por su viejo y confiable aliado: el fujimorismo.
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