Alias Jorge: Nuevas formas de no pertenecer

Escrito por Revista Ideele N°297. Abril 2021

El presente texto forma parte del capítulo 4 del libro “Alias Jorge” (Editorial Planeta 2020) de Ricardo León. El libro relata el descarnado testimonio de “Jorge”, hijo de Víctor Quispe Palomino, uno de los líderes del grupo armado que subsiste en el Vraem aliado con el narcotráfico. Hace unas semanas se confirmó la muerte de Jorge Quispe Palomino, tío del protagonista del libro y número dos de la organización.

 La primera vez que Jorge intentó matar a su padre, escondió trampas en el monte, como él mismo le había enseñado cuando era niño. Jorge conocía la ruta de desplazamiento que utilizaba José y una madrugada de 1999, en una de aquellas trochas que rodeaban su campamento, cavó una zanja de medio metro de profundidad y colocó largas púas talladas con las ramas de un árbol de chonta. Si José hubiera pisado alguna de ellas, habría sufrido cortes severos en varias partes del cuerpo y las heridas se habrían infectado rápidamente. Sin embargo, el plan no funcionó porque las trampas fueron detectadas a tiempo. Mario, uno de los guardaespaldas de José, un indígena asháninka que había sido reclutado a la fuerza cuando era niño, tenía una especial destreza para caminar por la selva y detectar los peligros ocultos: una serpiente durmiendo en la hojarasca, un explosivo artesanal enterrado, la huella de un helicóptero, residuos de pólvora o el filo de una púa de chonta, la misma madera que los asháninkas utilizan para hacer flechas y vasijas para comer o tomar masato. —No sé si lo odiaba, pero quería dar un mensaje. No lo miraba con buena fe —dice ahora Víctor Raúl.

El mensaje era que estaba furioso porque sabía que le ocultaban lo que había ocurrido con su madre. Se sentía engañado y burlado por su familia paterna. La segunda vez que intentó asesinar a José, utilizó veneno para ratas. Durante un patrullaje alrededor de los campamentos de Kiteni, en la selva del Cusco, Jorge encontró un pequeño frasco que un agricultor había dejado olvidado al terminar la faena en su chacra. Sin que nadie lo viera, lo guardó en su morral y esperó la ocasión para utilizarlo. Esta llegó en los primeros meses del 2000. Una tarde, mientras José y sus hombres descansaban en el monte, Jorge cumplía el turno de vigilancia. Los encargados de preparar la comida ya habían encendido una fogata y recogían frutos de palma para preparar una sopa. A un centenar de metros, al lado de un riachuelo sinuoso, Jorge observaba todo. Discretamente extrajo de su morral el frasco y vertió el veneno en el agua, intentando calcular cuánto tardaría el líquido en llegar hasta donde estaban los cocineros. Desde allí vio también a su padre, que estaba recostado sobre una piedra. —Yo estoy en una chacra, lejos, mirando quién es el primero en tomar eso —recuerda Víctor Raúl. No le importaba si, además de su padre, el veneno mataba también a sus compañeros. Pasaron varios minutos. La sopa estaba lista y humeaba en la olla. Por jerarquía, el primero en comer sería José; después, sus hombres de confianza; y, al final, la tropa senderista. De haberla ingerido, las moléculas de brometalina, el componente principal de aquel veneno, habrían tardado entre veinticuatro y treinta y seis horas en hacer efecto y desatar una hemorragia interna incontrolable en el organismo del jefe terrorista. Pero otra vez intervino Mario. El guardaespaldas estaba lavando sus enseres en el riachuelo, cerca del grupo, y notó que flotaban pequeños peces y camarones muertos. Gritó fuerte hacia donde estaba el jefe: «¡No coman, tiene veneno!». —Yo me hice el sonso, nomás. Solo esas dos veces intenté, sin armas —dice Víctor Raúl.

En su choza, José conversa con otros mandos terroristas sobre los recientes atentados cometidos en la zona. Cada uno le describe cómo se prepararon los ataques y las emboscadas, cuántas bajas hubo en el bando enemigo, cuántas armas se robaron. A esto le llaman «balances». José anota todos los detalles en un cuaderno, como una suerte de bitácora de los crímenes cometidos. A manera de regalo de cumpleaños, los subordinados de José tienen por costumbre llegar a estas reuniones con algún mérito que exhibir, con alguna acción armada que destacar. 

Tenía entre dieciséis y dieciocho años, había transcurrido más de una década desde que fuera reclutado. Como combatiente del grupo terrorista, estaba obligado a acatar las órdenes del cabecilla, José, y esa jerarquía estaba claramente definida. Pero en paralelo a esta relación vertical corría el vínculo de un hijo con su padre, y era allí donde crecían las fisuras. Jorge obedecía las órdenes que dictaban los altos mandos, como su tío Raúl o sus mentores Alipio y William, pero se rebelaba contra su padre porque lo consideraba —lo considera aún— el causante de la muerte de su madre y porque, además, sentía que lo trataba con indiferencia, como si fuera un combatiente más y no su hijo mayor, el probable sucesor en el puesto de mando. «Acá en el partido no hay papá, no hay mamá, no hay hermanos. Todos somos uno solo. Nuestras responsabilidades son grandes», le había dicho José pocos días después de ser elegido como jefe máximo de los terroristas del Vraem, a fines de 1999. Estaban conversando los dos a solas en el campamento Caracol mientras comían. «Un día vas a entender, yo sé que ahora no entiendes», respondió su padre cuando Jorge le preguntó qué pasaría con la guerra, con «la revolución», luego de que Feliciano fuera atrapado por los militares. «En la vida pasan mil cosas. Hablaremos en otro momento», dijo después, cuando Jorge le exigió saber dónde estaba su madre y cómo había muerto. La cena terminó abruptamente y cada uno se fue a su choza.

Al no hallar respuestas en su padre, el terrorista adolescente las buscó en sus tíos. Gabriel, el menor de los Quispe Palomino, le contó que su madre había muerto calcinada en una cabaña en Umaru, en la sierra ayacuchana, después de un enfrentamiento contra el ejército o los ronderos. «¿Quién lo hizo?, eso no se sabe», le dijo, aunque sospechaba que habían sido los militares. En cambio, Raúl, el hermano mayor y segundo en la línea de mando, siempre respondía a la pregunta con la misma frase intrigante: «Tu papá sabe. El causante de que no tengas madre es él». Aquel año 2000, semanas después del fallido intento de envenenamiento, padre e hijo discutieron otra vez. Sucedió en el campamento Masato, en la selva de Junín. Al centro estaba la choza principal, alrededor de esta se habían armado las carpas de la masa y del ejército subversivo, y a un lado estaban las instalaciones de sanidad y la cocina. La choza de José se encontraba en una pequeña elevación desde donde dominaba visualmente el espacio. Una noche, cuando Jorge cumplía el turno de vigilancia, atrapó una gallina que deambulaba por el terral y la mató con su machete. Después fue a la cocina, cogió una olla grande, prendió una fogata e hirvió agua. Desplumó la gallina y, luego de hervirla, empezó a comer tranquilamente. Un acto como aquel —abandonar la vigilancia, robar alimentos y comer sin permiso— era una falta gravísima, y él mismo había visto cómo habían sido ejecutados varios subversivos por hechos similares. Desde su choza, José vio, escuchó y olió todo lo que su hijo estaba haciendo allá abajo. Lo mandó a llamar.

—¿Por qué lo haces? Me haces quedar mal a mí —le dijo José, furioso pero sin alzar la voz.

—Yo acá necesito una explicación, quiero saber qué pasó con mi mamá. Mientras yo no entienda el porqué, o cómo fue…

—La calcinaron, fue gente extraña. Tu mamá falleció. Si alguien tiene responsabilidad de esto, soy yo —dijo finalmente José, manteniendo la serenidad.

 Jorge miraba a su padre a los ojos, desafiante. Tenía las manos juntas, todavía impregnadas del olor de la gallina que no había terminado de comer.

Veinte años después, Víctor Raúl cuenta este episodio con rabia y pena. Hasta ahora sospecha que su padre tuvo una participación directa en el asesinato de su madre, que quizá él mismo la mató o la mandó a matar. Además, José nunca ha sido muy categórico en desmentir que tuviera algo que ver con aquella muerte. Pero no tiene cómo encontrar la respuesta final. «Tu papá sabe», le había dicho su tío Raúl, y esas tres palabras no han dejado de perseguirlo.

Sonia Zaga nació el 13 de agosto de 1966 en Huamanga. Un año antes, Abimael Guzmán había viajado a la China de Mao y, a su regreso al Perú, había elegido Umaru como su laboratorio de experimentos sociales: el lugar donde fundaría la República Popular Democrática del Perú, la cual se regiría bajo las reglas del comunismo maoísta. En ese mismo pueblo ayacuchano, ella, la madre de Víctor Raúl, sería asesinada a mediados de los ochenta, no se sabe con certeza cuándo ni cómo.

***

Alejandro Toledo retiró la mano izquierda que tenía sobre la Biblia y se quitó los anteojos que momentos antes se había colocado para leer el acta de juramentación. Vestía un terno oscuro y holgado, una camisa celeste y una corbata gris. Guardó los lentes en el bolsillo del saco mientras elevaba la vista hacia los palcos, y luego miró a Carlos Ferrero, el presidente del Congreso, parado a su derecha. «Ciudadano Alejandro Toledo, en nombre del Congreso os impongo la banda presidencial…», dijo Ferrero. Se escucharon aplausos. Una cámara de televisión enfocó a Eliane Karp, quien sonreía emocionada.

 La biografía de Toledo establece que en el verano de 1966 ganó una beca y viajó a San Francisco, Estados Unidos, donde estudió Economía, sin imaginar que sería presidente. Apenas unos meses antes, a fines de 1965, Abimael Guzmán había regresado de Pekín, pero él sí imaginaba que tendría poder; él quería ser el «presidente Gonzalo».

 «Hace solamente un año era casi imposible imaginar los acontecimientos acelerados que nos llevaron a conquistar la democracia», leyó Toledo, quien otra vez se había colocado los anteojos. La banda presidencial le quedaba grande, igual que el terno. El primer discurso que dio como presidente, aquel 28 de julio del 2001, tenía once páginas. Habló de la lucha contra la pobreza, de la recomposición de la política local, de la dictadura derrotada y de la corrupción expuesta. Era imposible que abarcara todos los asuntos que preocupaban al país, algunos los obvió. No mencionó directamente el terrorismo ni a los hermanos Quispe Palomino ni la violencia que sus tropas desataban en la selva, tampoco dijo nada sobre la relación entre este grupo subversivo y los narcotraficantes que les pagaban por proteger las rutas de la droga. Solo anunció que impulsaría «con firmeza el trabajo de la Comisión de la Verdad».

 Al día siguiente por la mañana, Toledo y Karp subieron al avión presidencial y aterrizaron una hora y media después en Cusco. Luego, junto a una comitiva de invitados —varios presidentes sudamericanos incluidos—, volaron a Machu Picchu en seis helicópteros de las Fuerzas Armadas. En otro discurso apasionado, esta vez bajo el sol cusqueño, Toledo invocó al «Perú profundo», y después tomó la palabra su esposa. «Ahora regresan los buenos tiempos, aquellos del allin kamachikuq», dijo Karp. Allin kamachikuq significa «buen gobierno» o «buen gobernante». Alejandro Toledo acababa de estrenarse como presidente y quería estar a la altura de las circunstancias. Diez días después, su Gobierno enfrentaría su primera crisis, relacionada a ese asunto que el flamante presidente obvió en sus discursos.

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Mazamari es una calurosa ciudad de la selva de Junín donde se ubica la mayor base policial de la zona, con aeropuerto incluido. Un equipo especializado formado por agentes de la Dincote y de la Dirección Antidrogas (Dirandro) se reúne para afinar detalles de un operativo que realizarán en los próximos días, apenas reciban la autorización de su comando. Es el 30 de julio del 2001. Los policías se desplazarán, primero en helicóptero y después a pie, hacia Valle Nuevo, un caserío pequeño donde se concentran decenas de indígenas secuestrados años atrás por Sendero que componen lo que ellos llaman la «masa cautiva», su fuerza de producción agrícola. Eso les han dicho sus informantes, terroristas que han sido detenidos y hoy colaboran con la policía a cambio de su libertad. Estos han advertido a los agentes que en el trayecto podrían toparse con alguna columna armada. Valle Nuevo pertenece a la localidad de Centro Somabeni, en las orillas del río Ene, un territorio que desde la época de Feliciano ha estado dominado por Sendero y que ahora forma parte del recorrido de la droga hacia otras ciudades del país, bajo la protección del MPCP. Al mismo tiempo, en un campamento de Centro Somabeni, están reunidos Alipio, William y José, quien en dos días cumplirá cuarenta y un años y lo celebrará bebiendo caña o cerveza hasta emborracharse. Cuando esto ocurre, las fiestas terminan en peleas, discusiones y amenazas. Está también su hijo Víctor Raúl, alias Jorge.

En su choza, José conversa con otros mandos terroristas sobre los recientes atentados cometidos en la zona. Cada uno le describe cómo se prepararon los ataques y las emboscadas, cuántas bajas hubo en el bando enemigo, cuántas armas se robaron. A esto le llaman «balances». José anota todos los detalles en un cuaderno, como una suerte de bitácora de los crímenes cometidos. A manera de regalo de cumpleaños, los subordinados de José tienen por costumbre llegar a estas reuniones con algún mérito que exhibir, con alguna acción armada que destacar. Los policías y soldados que operan en zonas de emergencia saben que cada año, entre las Fiestas Patrias y el inicio de agosto, se deben tomar todas las precauciones posibles. En esos días, los terroristas siempre golpean. Los cabecillas no saben que un equipo de policías se aproxima al lugar exacto en el que ellos se esconden, y los policías no saben que en su incursión para rescatar a los indígenas cautivos se encontrarán cara a cara con los miembros de la cúpula terrorista. El desenlace es inesperado. —La policía había ingresado por el río, le disparan a la vigilancia, ya están en nuestro campamento casi, nosotros ni cuenta. Alipio había salido de la reunión, estaba en una lomita, de ahí mira a los policías que están subiendo. Con una ametralladora les ha disparado —recuerda Víctor Raúl. La patrulla policial está encabezada por un experimentado agente, el coronel Alberto Sarmiento. En su carrera le ha tocado atrapar a peligrosos terroristas, pero también ha perdido a varios colegas cercanos, asesinados por las balas senderistas. A fines de 1992, dos meses después de la captura de Abimael Guzmán, un comando de aniquilamiento mató a otro coronel de la Policía, Manuel Tumba, de la Dincote. En los pasillos de esta división cuentan que Tumba había sido quien propuso el número que Guzmán lució en la parte delantera del traje a rayas con el que fue presentado a la prensa tras su detención —1509—, como un homenaje a la Policía de Investigaciones del Perú (PIP), fundada un 15 de setiembre. Los terroristas lo habían vigilado durante semanas para conocer su rutina.

Una mañana de noviembre, Tumba leía los periódicos colgados en un quiosco ubicado en una transitada esquina de Surquillo, en Lima, cuando le dispararon catorce balazos en el cuerpo y otros cuatro en la cara. Tuvieron que velarlo con el ataúd cerrado porque su rostro quedó desfigurado. Al día siguiente, se podía leer su nombre en las portadas de los periódicos colgados en ese mismo quiosco. La jefatura policial encargó al coronel Sarmiento buscar a los asesinos de su colega. Pronto se supo que uno de los integrantes del comando de aniquilamiento era un joven llamado Sermín Trujillo. Sarmiento ya había escuchado ese nombre antes, pero no por informes de inteligencia policial, sino por lo que le había contado su esposa, profesora de un colegio estatal en el distrito de Villa El Salvador. Poco antes del atentado en Surquillo, ella le había comentado que un alumno de los últimos grados había abandonado la escuela para sumarse a Sendero, y que había sido visto merodeando en los arenales cercanos al colegio, buscando más adeptos. Cuando sus jefes le dieron el nombre de uno de los asesinos de Tumba, el coronel entendió que Sendero estaba más cerca de lo que suponía.

En los meses siguientes, el mismo comando mató a otros dos policías en Lima. Recién en agosto de 1993, Trujillo fue atrapado por el equipo de Sarmiento, cerca del puente Atocongo, al sur de la ciudad. Ocho años más tarde, otra vez el coronel Sarmiento tiene que perseguir terroristas, pero esta vez en la selva, en territorio enemigo. Después de las primeras ráfagas que dispara Alipio, la patrulla de policías retrocede. El regreso es primero a pie, después por aire hasta Mazamari. La tensión aumenta en las oficinas de la base, donde replantean la estrategia. Dos días después, intentan una segunda incursión, pero el viejo helicóptero policial presenta fallas, así que deciden esperar. El 6 de agosto hacen otro intento; esta vez, logra embarcarse una veintena de policías bien armados, además de dos guías y cinco ronderos de pueblos cercanos que conocen bien el monte y que apoyan a los agentes en el traslado. El helicóptero aterriza en un paraje remoto cerca de un río. «Esto se llama Centro Ticabeni», le dice uno de los ronderos a Sarmiento, el jefe de la patrulla. El coronel se acomoda la mochila y desactiva el seguro de su arma. Sarmiento y sus hombres caminan un día entero siguiendo las indicaciones de los guías, y se ubican en un punto cercano a Valle Nuevo. Por los disparos que escucharon días atrás en esta misma zona, deducen que en el campamento terrorista hay importantes cabecillas, pues ellos siempre llevan las armas de mayor calibre.

En el campamento, Alipio espera órdenes. Los subversivos han tenido varios días para preparar la defensa del lugar, saben que los policías regresarán mejor equipados. José, quien se ha escondido en un sitio cercano, da indicaciones por radio. Le ordena a Alipio agruparse con otros terroristas: Omar, Román, Hugo, Alejandro. También incluye en el grupo a Jorge. Al día siguiente, a las once y media de la mañana, suenan los primeros disparos de la patrulla comandada por Sarmiento. Alipio y sus hombres responden y el estruendo se escucha en todo Valle Nuevo. Los policías están mejor armados y bien preparados, pero los hombres de Alipio conocen mejor el terreno agreste de la selva, y esa ventaja es enorme. En el enfrentamiento y durante el repliegue ordenado por Sarmiento mueren los suboficiales José Valverde, Wilson Meléndez y Jhon Ordónez, quien pronto cumpliría veintisiete años. Otro policía, el suboficial Danny Cadillo, recibe un balazo en el brazo y queda herido junto al río. Tiene veintinueve años. Al salir de la zona de fuego, el coronel Sarmiento intenta, al mismo tiempo, llevar consigo a sus muertos y heridos, recuperar sus armas, repeler el ataque y acercarse a un lugar plano donde un helicóptero de rescate pueda aterrizar. Lo consigue a medias: en el lugar quedan el suboficial Cadillo, herido y desarmado, y algunos de los fusiles que llevaban los policías regados en el monte. Dos helicópteros se aproximan, pero son atacados desde tierra y retroceden. Sarmiento ordena entonces caminar otro trecho y buscar un espacio adecuado lejos de las balas, y vuelve a usar la radio para pedir un rescate aéreo. Llegan al río a descansar y esperar. «Estamos en Centro Ticabeni», le dice otra vez un rondero al coronel. A Cadillo lo encuentra la columna terrorista en el lugar donde había caído herido minutos antes.

Jorge le apunta al rostro y le exige revelar quién los ha guiado hasta allí. El policía jadea y se coge el brazo herido. «Han sido Oso, Rogelio, ellos», dice refiriéndose a los terroristas arrepentidos. Después le preguntan su nombre. —A uno hemos agarrado, Danny se llama. Hemos confiscado su arma. Lo encontramos vivo, estaba trasquilada su pierna, brazo también le había pasado bala, solo se arrastraba. Nosotros vimos hojas con sangre. Después Hugo le vuelve a disparar porque se movió. Lo llevamos al río. Vivo estaba, pero Alipio lo mata, un pistolazo —cuenta Víctor Raúl. Minutos después, José llama por radio a Alipio y este le cuenta las novedades: los policías se fueron, los helicópteros no aterrizaron, hubo un prisionero, ya está muerto. Hablan en castellano y, por momentos, en quechua. Jorge está junto a Alipio y escucha la conversación. —José, en quechua, dice: «Descuarticen, boten al río, porque mi padre fue asesinado aquí, más abajo, y fue descuartizado y botado. Igual hay que hacer». Con hacha, machete, le hacen. Cuando viene el helicóptero, después, casi no hay nada. Gallinazo por aquí y por allá… Días después, los restos de los cuatro policías muertos llegarán a Lima en un avión policial que, en los próximos años, transportará varios ataúdes más. Al sepelio asistirá el ministro del Interior, Fernando Rospigliosi. Ese mismo día, voceros del ministro dirán a los periodistas que es falsa la versión sobre un supuesto descuartizamiento y que la descomposición del cadáver del suboficial se debió al calor de la selva. Los cuerpos de Cadillo, Ordóñez y Meléndez serán enterrados en Lima; el cuarto, José Valverde, será llevado a su tierra natal, Corongo, en Áncash, muy cerca de donde nació Alejandro Toledo, el allin kamachikuq que afronta su primera crisis ligada al terrorismo. La primera de muchas.

—Seguro ha sido de chiquito, porque un rato me han llevado cargado —dice Aquiles.

 En la primera parte de su vida, vivía con sus abuelos y su hermana en una aldea de la localidad de Alto Pakishari; sus padres trabajaban en chacras lejanas y casi nunca estaban en el pueblo. En 1992, el mismo año de la captura de Abimael Guzmán, ya se había iniciado una de las primeras oleadas de secuestros masivos a los indígenas asháninkas del río Ene, en la selva de Junín y Cusco. Una noche, una columna de terroristas armados ingresó a su comunidad y se llevó a varias familias en largas caminatas hacia los campamentos de Sendero. Aquiles recuerda las antorchas, las chozas incendiadas, las botas de jebe pateando todo, los gritos en idiomas remotos como el español y el quechua. Tenía alrededor de siete años y era pequeño, frágil. Lo cargaron durante un tramo, pero luego debió caminar por días enteros en el monte. Había comenzado la segunda parte de su vida.

Ahora es un hombre de treinta y cinco años. Es de estatura baja pero corpulento, recio. Los pómulos pronunciados y los ojos pequeños dan forma a una mirada enérgica. Su voz, en cambio, es suave, rítmica. Algunas noches, cuando José estaba borracho, le exigía a su guardaespaldas que le cantara para dormirse. Le pedía entonar cumbias, especialmente las de Sonido 2000, un conjunto de Tarapoto cuyas letras eran escuchadas en toda la selva peruana. Eran canciones de amor, de despecho, de engaño. El jefe terrorista se iba arrullando, se recostaba sobre el hombro de Aquiles y se quedaba dormido. Allí se terminaba la fiesta y se terminaba también el peligro. Lo que más recuerda Aquiles de aquellos años son las borracheras de José.

 Fue llevado a Puerto Ocopa, cerca del campamento donde tres años antes había sido instalado Víctor Raúl cuando lo recogieron de Ica. Ambos habían tenido un destino similar en los campamentos de Sendero, pero algo los diferenciaba: uno era hijo del futuro cabecilla, mientras que el otro era parte de esa masa irregular de indígenas asháninkas que servían para pelear y matar, si eran hombres, o para tener hijos y trabajar en las chacras, en el caso de las mujeres.

—Mi papá lo educó, le enseñó cosas, es animoso. A él lo conocí por el 96, 97; era un pata bueno. Aquiles es chiquito, nativito, con su cushmita. Se desarrolló, mentalmente es bien hábil —recuerda Víctor Raúl. Aquiles no ha podido olvidar su primera lección como futuro integrante de los pelotones subversivos: lo obligaron a matar a cuchilladas a un amigo suyo, de unos trece años, como él, que tenía anemia y se retrasaba constantemente en las caminatas y las formaciones. Aquiles no sabía siquiera cómo empuñar el arma. —No clavé bien el cuchillo. Vino la mujer que era jefa y le cortó el cuello —recuerda.

Con el paso del tiempo, se convirtió en un disciplinado combatiente, lo cual llamó la atención de José cuando asumió el liderazgo absoluto del grupo terrorista. Le asignó un puesto fijo: sería uno de sus guardaespaldas permanentes. Debido a esa cercanía, Aquiles pudo conocer el lado íntimo del hombre más buscado del país. Tenía quince años.

—Yo lloraba cuando cargaba su fusil, su agua, su mochila de José. Era flaquito y eso pesaba mucho. Igual, yo pensaba que si estaba con él, iba a tomar poder, iba a tomar Lima —explica Aquiles

Ahora es un hombre de treinta y cinco años. Es de estatura baja pero corpulento, recio. Los pómulos pronunciados y los ojos pequeños dan forma a una mirada enérgica. Su voz, en cambio, es suave, rítmica. Algunas noches, cuando José estaba borracho, le exigía a su guardaespaldas que le cantara para dormirse. Le pedía entonar cumbias, especialmente las de Sonido 2000, un conjunto de Tarapoto cuyas letras eran escuchadas en toda la selva peruana. Eran canciones de amor, de despecho, de engaño. El jefe terrorista se iba arrullando, se recostaba sobre el hombro de Aquiles y se quedaba dormido. Allí se terminaba la fiesta y se terminaba también el peligro. Lo que más recuerda Aquiles de aquellos años son las borracheras de José.

—Le gusta tomar trago. También le gusta la música balada y la salsa romántica, eso baila en la concentración, también cumbia. Y le gusta loquear cuando está mareado: agarra su fusil, dispara al aire. Te amenaza a muerte. Por eso, su fusil le ocultan cuando está borracho —dice. En esas borracheras, además, se dejaban ver las fisuras que había —y que todavía hay— en la cúpula del grupo terrorista. Esto lo recuerda también Víctor Raúl, quien en varias ocasiones tuvo que intervenir para evitar que su padre, ebrio de masato, de caña o de cerveza, asesinara a balazos a algún otro subversivo.

—Cuando se emborrachaba se pone mal, se peleaba, yo le escondo el fusil para que no mate, ya después se lo dábamos —cuenta Víctor Raúl, siempre en presente y pasado.

Muchas de aquellas peleas fueron entre José y Raúl, los hermanos Quispe Palomino. —Él se emborrachaba; en su locura, con mi tío se pelea, discuten, le reclamaba por lo que ha estado en el SIN en 1999, le decía que era traidor. Raúl dice: «Yo mañana seré reconocido por el pueblo, tú no eres nada». José respondía: «Está bien, tú serás conocido, pero yo sé que la gente me quiere más a mí que a ti, eso ya veremos mañana». Y así, en la huasca se peleaban siempre. Cuando había algún cumpleaños, de vez en cuando toman —recuerda Víctor Raúl. Otra de las debilidades de José, recuerda Aquiles, son las mujeres y, en especial, las más jóvenes. En su condición de cabecilla máximo, goza de privilegios que nadie más tiene, como comer aves de monte, ver televisión por cable con una antena parabólica o someter a las mujeres que él elige, sin importar si son menores de edad. Algunas veces, incluso elige a las parejas o las hijas de otros subversivos.

 —Le gusta pedir cosas buenas para él. Le gusta estar con las mujeres de dieciséis, de dieciocho, las lleva al monte con su linterna, tiene todo a la mano él. Le gusta estar con todas las chicas de su pelotón, y es celoso, no quiere que te acerques, José te amenaza —cuenta Aquiles. A inicios de siglo, Sendero Luminoso había cambiado de zona de acción, había cambiado de mandos, y en los años siguientes cambiaría también de nombre y pasaría a llamarse Militarizado Partido Comunista del Perú (MPCP). Con estas nuevas siglas se distanciaban de la imagen imborrable y traumática del Sendero original causada por el mal recuerdo que Abimael Guzmán y, en especial, Feliciano, dejaron en los pueblos de esta zona del país. Mantuvieron, eso sí, el discurso del comunismo maoísta porque eso los avalaba ante estas mismas poblaciones. Algunos especialistas prefieren denominarlo SL-Vraem.

El jefe terrorista es, desde 1999, Víctor Quispe Palomino, alias José, quien tiene bajo su mando a toda la tropa subversiva y que, de vez en cuando, cuando toma, se pelea. Para entonces, los sucesos de aquel año —desde la captura de Raúl, su colaboración con los militares y la consecuente caída de Alcides y de Feliciano, hasta el derribo del helicóptero del general Fournier y el áspero reencuentro entre Raúl y José— aún no habían sido digeridos del todo y la desconfianza entre los hermanos seguía siendo un asunto sensible. La guerra podría haber terminado si en alguna de aquellas noches de borrachera uno de ellos disparaba, pero siempre alguien escondía los fusiles; a veces Jorge, otras veces Aquiles, el obediente guardaespaldas. Aquiles era su alias, su nombre real no puede ser revelado porque él ya no pertenece a Sendero ni al MPCP, sino al Ejército peruano. Ahora recorre los mismos territorios de la selva que caminó en su adolescencia, pero con el uniforme militar. Años atrás, en octubre del 2002, en un descuido de los jefes terroristas, huyó por la selva y se escondió, luego buscó desesperado a su familia y la encontró. Meses después se enroló en el Ejército y comenzó así la tercera parte de su vida.

***

Dentro de la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica San Pablo solo se escucha el suave siseo de las máquinas que administran fármacos a través de catéteres y, cada cierto tiempo, las alarmas de los equipos de ventilación mecánica. Nadie habla y tampoco se oyen pasos. Es un viernes de marzo del 2002, hace calor en Lima. Uno de los pacientes, el de mayor gravedad, está postrado sobre una camilla, rodeado por enfermeras con mascarillas y guantes que lo vigilan permanentemente. Es un hombre todavía joven, tiene treinta y seis años, está casado y tiene una hija de siete. Se llama Víctor Rojas Valente, es un suboficial de la Policía Nacional, y el día del atentado cumplía servicio de resguardo en el área externa de la Embajada de los Estados Unidos en Lima, un amplio y hermético edificio ubicado frente al centro comercial El Polo, en el distrito de Surco. El estallido del coche bomba cargado de anfo y dinamita que mató a nueve personas y destruyó decenas de tiendas hizo temblar también los gruesos vidrios exteriores de la clínica. La Unidad de Cuidados Intensivos está en el sótano: allí se sintió primero un estruendo sordo y, no mucho después, un intenso ajetreo. Entraban y salían médicos, técnicos, enfermeras y varios pacientes derivados directamente del área de Emergencias, ubicada en el primer piso.

Cuando el suboficial Rojas fue llevado a la clínica por sus compañeros —lo habían encontrado inconsciente en el suelo, a pocos metros de la embajada, entre fierros quemados y vidrios rotos—, se podía notar a simple vista la gravedad de su estado por el aspecto de su uniforme: la tela de una pierna había sido arrancada, las costuras del cuello estaban en hilachas y los botones de la camisa habían salido disparados por la onda expansiva. Ese viernes de marzo, mientras Rojas agoniza en una silenciosa sala del sótano, en un televisor ubicado en la entrada de la clínica se puede ver a Alejandro Toledo de pie junto a un micrófono. El presidente se ha presentado ante el Congreso y lee un mensaje a la nación, el segundo de su mandato, esta vez de apenas cuatro páginas: «Vengo a este recinto de la democracia para invocar a la unidad nacional contra el terror. En este contexto, deseo que cada uno de ustedes me acompañe a rendir homenaje en nombre de la nación a Augusto Banda Cerro, adolescente que aquella noche, con patines, se dirigía hacia el futuro…». Toledo equivoca el nombre: el muchacho al que se refiere se llamaba Augusto Banda Serra y fue uno de los primeros en morir tras la explosión. Tenía dieciocho años. Los patines jugaron un papel importante en esta historia, pero eso recién se sabrá después. Juan Trejo, un taxista de cuarenta y un años nacido en una zona muy pobre de la sierra de Áncash, manejaba sin apuro un Toyota verde cerca de la urbanización Salamanca, buscando pasajeros. Vio a dos mujeres levantar la mano y se aproximó. Negociaron una tarifa y después ellas subieron. Era el 20 de marzo del 2002, a las ocho y cuarenta y cinco de la noche. Las investigaciones de la policía concluirán que Lucy Margarita Romero, quien estaba vestida con falda gris, se ubicó en el lugar del copiloto; y su acompañante, Lidia Nidia Vásquez, en el asiento posterior.

En los partes policiales se lee: «A la altura de la avenida Los Quechuas en Salamanca-Ate lo encañonó con un revólver y en el lóbulo de la oreja derecha le inyectó un somnífero que lo hizo dormir, para luego abandonarlo». Horas después, otro taxista vio en la avenida Separadora Industrial un cuerpo en el piso, al lado de la pista. Llamó a la policía. Los agentes, que esperaban encontrar algún borracho atropellado o algún joven asesinado en una pelea de pandillas, vieron en cambio a un hombre aún vivo, aunque convulsionando. Llevaron a Trejo al hospital Dos de Mayo, donde despertó con dolor de cabeza dos días después, poco antes de que Toledo fuera al Congreso para leer su discurso. El Toyota verde repleto de anfo y dinamita fue estacionado en el cruce de la avenida Encalada y la calle Santiago Olmedo, a pocos metros de la puerta de la Embajada de los Estados Unidos. Augusto Banda Serra, quien regresaba a su casa luego de visitar a su novia, estaba sentado en la vereda colocándose los patines, cuando notó que un auto estacionado a pocos metros expulsaba humo. Patinó a toda velocidad hacia un casino y una tienda ubicados cerca para prevenir a los agentes de seguridad. Hacía muchos años que un coche bomba no estallaba en la capital y, probablemente, el joven pensó que se trataba de un auto con fallas mecánicas que podría incendiarse. Después, dio media vuelta y se desplazó esquivando peatones hacia el centro comercial en busca de algún policía o agente del Serenazgo, pero primero se topó con un conocido suyo, Zenón Enriquez Vargas. Tenía veinte años y era huancavelicano, había migrado a Lima para estudiar en un instituto y, para solventar sus gastos, cuidaba y lavaba carros en los estacionamientos junto a las tiendas.

Muchas de aquellas peleas fueron entre José y Raúl, los hermanos Quispe Palomino. —Él se emborrachaba; en su locura, con mi tío se pelea, discuten, le reclamaba por lo que ha estado en el SIN en 1999, le decía que era traidor. Raúl dice: «Yo mañana seré reconocido por el pueblo, tú no eres nada». José respondía: «Está bien, tú serás conocido, pero yo sé que la gente me quiere más a mí que a ti, eso ya veremos mañana». Y así, en la huasca se peleaban siempre. Cuando había algún cumpleaños, de vez en cuando toman —recuerda Víctor Raúl.

Cuando, dos días después, Toledo leyó su discurso de homenaje a las víctimas, se refirió a él como «Enrique Vargas», otro nombre equivocado. Al momento de la explosión, a las diez y cincuenta y cinco de la noche, murieron nueve personas, incluyendo a un policía, el suboficial Saúl Díaz. El motor del Toyota verde fue encontrado dentro del baño de un banco ubicado cerca del sitio exacto del estallido, y la matrícula del auto, varios metros más lejos. Recién con ambos objetos, la Dincote comenzó a investigar el atentado, y el primer paso fue ubicar al propietario del vehículo. Pero Juan Trejo, el taxista, seguía dormido en un hospital por efecto del somnífero que le inyectó la mujer de falda gris y todavía no había denunciado el robo. En su discurso de cuatro páginas, el presidente Toledo no mencionó a ningún grupo terrorista. El 23 de marzo, tres días después del atentado, llegaría al Perú el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush. El Gobierno pensó que el coche bomba podría haber sido colocado por algún grupo extremista islámico que quería prolongar el pánico desatado seis meses atrás, el 11 de setiembre del 2001, en Nueva York. Toledo tampoco se refirió al policía Rojas, quien entonces permanecía en cuidados intensivos y moriría casi un mes después, el 18 de abril. Al salir del velorio, el ministro del Interior, Fernando Rospigliosi, aludiría directamente a Sendero. «No hay que caer en el alarmismo, pero son capaces de cometer cualquier acto de barbarie nuevamente», dirá minutos después de dar el pésame a Albertina, la viuda, y de confirmarle que su esposo sería ascendido de manera póstuma. Recién en su tercer mensaje a la nación como presidente, Alejandro Toledo mencionó el problema del terrorismo en el país. Fue en las Fiestas Patrias de aquel 2002.

El discurso fue extenso, de casi veinticuatro páginas. En la veintidós, Toledo leyó: «El Gobierno será inflexible en la lucha contra la alianza perversa entre el terrorismo y el narcotráfico. Lo hemos demostrado. Aquellos que participaron en el atentado del centro comercial El Polo están tras las rejas». Dos meses antes, la noche del 24 de mayo, Lucy Romero, alias Sonia o Kelly, salía de una pollada en el distrito de José Leonardo Ortiz, en Chiclayo, cuando fue detenida por policías que venían siguiendo sus pasos. El taxista Trejo, además de recordar la falda gris de su pasajera, había podido dar luego más detalles que ayudaron a identificar a la terrorista. Esa noche la acompañaba Lidia Vásquez, alias Leonor o Eugenia, la otra mujer que abordó el Toyota verde para después colocar dentro los explosivos. También fue capturado Róger Torres, alias Poeta, quien aquella noche de marzo se había encargado de vigilar la zona donde el auto sería abandonado con las mechas de la dinamita encendidas. Más tarde, la policía informó que estos tres terroristas integraban una antigua célula senderista que había cometido varios atentados en la costa norte durante la década del noventa, y aún hay quienes sospechan que el MPCP estuvo vinculado al ataque. Aquel 28 de julio por la mañana, José se encontraba en el campamento de Culebrita, en la zona de Vizcatán, esperando la llegada de las demás columnas subversivas. Cuatro días después iba a cumplir cuarenta y dos años. Como ya era costumbre, celebraría con discursos políticos y balances, y después con jornadas deportivas. Al final, se emborracharía hasta que Aquiles le escondiera su fusil para que no matara a nadie, y luego este le cantaría alguna cumbia para hacerlo dormir. Aquella mañana, a través de una vieja radio a pilas, José escuchó a Toledo hablar de otro asunto: «Hoy anuncio: Camisea ya no es un proyecto, sino una realidad, la obra de mayor envergadura que hará mi Gobierno». Jorge, su hijo, estaba también allí, cerca de él, escuchando la radio. Él tampoco sabía qué era Camisea, ni le interesaba.

***

Una vieja ficha policial señala que José tiene el dedo índice de la mano izquierda desviado, ligeramente mutilado y sin uña. En mayo del 2009, durante una entrevista con el periodista Martín Arredondo en un campamento de la selva, el cabecilla terrorista contó que se hizo la herida cuando estaba preparando explosivos artesanales y, «por una negligencia que cometí, en un calor intenso estuve chancando la pólvora, y en eso explosionó». Aquella fue la primera vez que Víctor Quispe Palomino, jefe máximo del grupo subversivo desde hacía una década, habló abiertamente ante la prensa de su pasado en Sendero Luminoso, de la prolongada guerra contra las fuerzas armadas, de los crímenes cometidos y, por cierto, de sus heridas: «Una bala en el pecho, varios perdigones en la nalga y tengo el hombro fracturado». Después conversaron sobre la situación del Militarizado Partido Comunista del Perú. «Todo lo que sucede desde el 14 de julio de 1999 para adelante es mi responsabilidad», dijo José a Arredondo, pronunciando lentamente las últimas sílabas. La entrevista se grabó bajo un toldo negro de plástico sostenido con troncos. Entre el terrorista y el reportero se instaló una mesa con un mantel tejido a mano. Alrededor, cinco hombres armados con fusiles vigilaban sin moverse. En el video se ve a José vestido con una camiseta negra de manga larga y un pantalón de buzo azul oscuro; un equipo de radio le cuelga de la cintura. Lleva puesto también un gorro de camuflaje como el que usan los militares. Cuenta Arredondo que el cabecilla subversivo quiso que lo grabaran con pasamontañas puesto y que le costó convencerlo de que apareciera ante la cámara con el rostro descubierto. —Les dije: «¿Por qué quieren ocultar su rostro? No conozco a un Che Guevara en pasamontañas, a un José Carlos Mariátegui en pasamontañas. Cubierto sale el asesino, el delincuente». Y José dijo que iban a hacerlo sin pasamontañas. Lo que sí me prohibieron fue hablar de temas de guerra con los niños del campamento —recuerda Arredondo.

En el reportaje sí aparecen los niños, pero hablando sobre fútbol. Después se los ve entonando canciones alusivas al comunismo y el marxismo. Diez años después de aquella entrevista, Arredondo comenta que el principal objetivo que tenía —además de mostrar el rostro del hombre más buscado del Perú— era lograr que José confesara que había participado en la masacre de Lucanamarca, en 1983. Que había disparado, que había matado. —Se le sindica a usted como participante en Lucanamarca. ¿Eso es verdad? —preguntó Arredondo. Pero lo que obtuvo fueron respuestas ambiguas, casi ensayadas. —Yo en ahí no era, como dicen, comando; era combatiente. Se me imputa de que yo he aniquilado con hacha, con machetes. Eso es falso —dijo José. —¿Cuál es la verdad, entonces? —insistió el reportero. —He sido un combatiente y he participado, pero he estado como parte del conjunto. Ahora, que yo haya dado órdenes bajo la dirección de Gonzalo y Feliciano, sí, soy responsable de eso José también habló de su padre, asesinado y descuartizado en Centro Somabeni, y después de su madre y sus hermanos, con una mezcla de emoción y orgullo. —Me conmociona haber tenido la calidad de familia revolucionaria que tuve —dijo, otra vez pronunciando lento las sílabas finales. José habló de varios integrantes de su entorno familiar, pero no de su hijo mayor, Jorge. A él ni siquiera lo mencionó. En el 2009, cuando se grabó la entrevista, José llevaba casi dos años sin verlo porque este ya había desertado. Víctor Raúl también tiene una herida cerca del índice de la mano izquierda y hasta ahora se puede ver la gruesa cicatriz que rodea al nudillo. Sufrió un corte profundo al desviar de un puñetazo el cañón de la pistola con la que un policía le apuntaba a la cabeza. Ocurrió en el 2003, allí donde se levantaba la infraestructura para el ambicioso proyecto del gas de Camisea, ese que Toledo llamó «una realidad». Ni el presidente ni los hermanos Quispe Palomino imaginaron lo que aquel año sucedería, y cuyas consecuencias —como las cicatrices en la mano de Víctor Raúl— se notan hasta el día de hoy.

***

Desde sus primeros días, el año 2003 funcionó como una bisagra en el tiempo. Mientras el Estado peruano se esforzaba por cerrar capítulos pasados de la guerra contra el terrorismo, el enemigo, que ahora tenía un nuevo nombre —Militarizado Partido Comunista del Perú—, quería hacer sentir su vigencia. Todo comenzó muy pronto: el 3 de enero se difundió la noticia de que el Tribunal Constitucional había fallado a favor de un recurso judicial presentado por familiares de condenados por terrorismo, y declaraba que gran parte de las leyes antiterroristas dictadas por el Gobierno de Alberto Fujimori iban en contra de la Constitución. Esto implicaba, en palabras menos técnicas, que aquellos a quienes los jueces sin rostro habían sentenciado por terrorismo o traición a la patria —empezando por Abimael Guzmán y Feliciano, entre muchos otros— debían tener un nuevo juicio, con el riesgo de que recibieran penas menos drásticas. Ese mismo mes, Alejandro Toledo viajó en avión hasta Huamanga y después siguió en helicóptero hasta el distrito de Lucanamarca, donde se realizó el entierro de sesenta y cuatro campesinos asesinados por Sendero Luminoso en la masacre 1983, cuyos cadáveres habían sido exhumados de fosas comunes en los alrededores del pueblo. «He venido a pedir perdón por algo que no hicimos nosotros, por las actitudes salvajes del dogmatismo ideológico», dijo Toledo en su discurso en la plaza del pueblo, sobre un pequeño tabladillo de madera. Llevaba puesto un poncho marrón. En la mano tenía dos micrófonos y esto, por momentos, generaba un sonido distorsionado en los parlantes.

El presidente viajó acompañado por varios integrantes de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), quienes se habían dedicado durante dos años a recoger testimonios de víctimas de la violencia de Sendero Luminoso y el MRTA, pero también de las fuerzas armadas y policiales. Habían encontrado los cadáveres gracias a los datos que brindaron los sobrevivientes, entre ellos Gualberto Tacos, quien en 1983 era alcalde de Lucanamarca, uno de los primeros distritos cuyos pobladores decidieron enfrentar a Sendero. Meses antes de la matanza, una columna terrorista había encontrado a Tacos en los alrededores del pueblo, lo había golpeado hasta romperle tres costillas y lo había lanzado a un barranco. No murió. Poco después, el 3 de abril de ese mismo año, fue otra vez visto por los senderistas —entre quienes estaba Víctor Quispe Palomino, es decir, José—, quienes, tras capturarlo y golpearlo, le dispararon en el rostro. Otra vez sobrevivió, aunque quedó inconsciente por varias horas. Cuando recuperó las fuerzas, ingresó al pueblo y encontró muertos a su hermana, a sus sobrinos y a varios amigos cercanos. Ese fue el día de la masacre. Veinte años después, Tacos estaba en la plaza de Lucanamarca escuchando a Toledo hablar con dos micrófonos en la mano. «Aseguro que estas vidas no pasarán en vano. Aseguro que, dentro de la decisión del Tribunal Constitucional, el líder que implementó esta masacre va a caer, y aquel que ordenó esta masacre nunca saldrá de la cárcel. Ha llegado el momento de mirar al futuro, repito, sin impunidad», exclamó el entonces presidente.

Esta vez la distorsión no estaba en los parlantes, sino en el mensaje mismo: iba a ser difícil, para quienes lo escuchaban en Lucanamarca y el resto del país a través de las cámaras de los noticieros, mirar al futuro cuando la guerra se peleaba en tiempo presente. En las semanas siguientes, los policías de la Dincote recibieron reportes sobre desplazamientos de columnas terroristas en la selva de Junín. El 28 de febrero, un grupo de subversivos recorrió La Libertad de Anapati, Santa Cruz y Boca Tincabeni; al mando estaba Dalton, uno de los que había participado en la emboscada contra el helicóptero del general Fournier en 1999. Días después, otro grupo armado cruzó Puerto Ocopa; lo dirigía Guillermo, otro mando militar. Dalton y Guillermo operaban bajo las órdenes de José, quien había establecido nuevas reglas que debían ser aplicadas en estas incursiones a poblaciones de la sierra y la selva: ya no asesinarían a las autoridades (pero sí a quienes llamaban «soplones»), ya no se quemarían las chozas de civiles inocentes, ya no habría asaltos y solo enfrentarían a soldados y policías. En cambio, los terroristas debían hablar abiertamente con los jefes locales, pagar por los alimentos y medicinas y, antes de irse, convocar a jóvenes para que se unieran al grupo subversivo voluntariamente. Los agentes de la Dincote que recibían y analizaban estos reportes no entendían todavía a qué nuevo enemigo enfrentaban.

En el 2003, el Militarizado Partido Comunista del Perú representaba el presente y el futuro de la guerra. Sin embargo, todavía quedaban asuntos del pasado que atender. El 20 de marzo, la Sala Nacional para Casos de Terrorismo confirmó que la condena de cadena perpetua contra Abimael Guzmán había sido anulada —tal como había ordenado el Tribunal Constitucional— y que comenzaría un nuevo juicio. Al mes siguiente, Patricia Caycho, periodista de la revista Caretas, recibió un sobre que contenía hojas cuadriculadas tamaño oficio, y que había sido enviado desde la Base Naval del Callao. Eran las respuestas de Feliciano a un cuestionario que la reportera había enviado varias semanas atrás. A lo largo de todo el documento escrito a mano, Feliciano criticó con desprecio a su antiguo jefe, Abimael Guzmán, «ese psicópata que se endiosó con nuestra sangre y la del pueblo, que nunca estuvo en combate pero que se daba la gran vida en Lima, disponiendo de la vida y la muerte de otros. Siempre fue un cobarde y un traidor». En otro momento, lo llamó «un estalinista trasnochado y dogmático, y de allí no pasará jamás».

La celda de Feliciano está muy cerca de la de Guzmán, y también muy cerca de la de Vladimiro Montesinos. Según escribió Feliciano, algunas veces hablaba con el exasesor «a voz en cuello y de cualquier cosa» a través de los altos muros de concreto de la base. Quizá, en alguna de aquellas conversaciones, Montesinos lo había convencido de proponerse a sí mismo como interlocutor entre el Gobierno y los hermanos Quispe Palomino, porque también de eso habló en su carta enviada a la redacción de Caretas: «Quiero decirle que he ofrecido al Estado peruano servir de puente para un diálogo que lleve a una solución no militar de ese problema que aún aqueja a nuestra patria». En el fondo, Feliciano sabía que los hermanos Quispe Palomino nunca aceptarían dialogar. Lo que no sabía era que José iba a dar muy pronto un gran golpe y que con ello iba a abrir, en aquel 2003, la otra hoja de la bisagra.

***

—Hemos salido de Vizcatán, de Culebrita, caminamos por Tutumbaro, Ccano, por encima. El objetivo es hacer un recorrido, encontrar gente, movilizar gente, darse vuelta por Chiquintirca. Tomamos otro rumbo, cruzar por Oreja de Perro a San Miguel, hacer cualquier atentado y retornar. Pero en el camino encontramos maquinaria, camiones, una trocha roja que bajaba por los cerros —cuenta Víctor Raúl, ondeando las manos en el aire, como si extendiera caminos imaginarios y cordilleras invisibles.

Es el 6 de junio del 2003. La columna divisa a lo lejos el campamento de la empresa argentina Techint, ubicado en la localidad de Toccate, en el distrito ayacuchano de Anco. Allí trabajan decenas de personas instalando las redes de distribución del gas de Camisea. Los terroristas, escondidos en alguna chacra de Toccate, observan esa carretera desconocida y, más atrás, el campamento de enormes carpas blancas de plástico. Analizan los horarios de entrada y salida del personal, la presencia de policías, la trocha de acceso. El grupo está encabezado por Alipio, pero hay otros importantes mandos, como Mauro, Román, Elmer y Yuri. Está también Luci, la pareja de Alipio. Luci es una figura importante, a tal punto que denominan «Lucipata» al sector del Vraem donde ella opera. Allí mismo, dentro de algunos años, será asesinada por orden de José al intentar escapar de las filas subversivas, según varios testimonios de terroristas arrepentidos. En su tumba, alguien escribirá: «A la memoria de la camarada Luci».

Sin importar que haya sido la pareja de su hombre de confianza, el cabecilla encargará a otra mujer, Elena, que la ejecute de un balazo frente a otras mujeres del grupo. Entre los subversivos está también Jorge, quien ya tiene alrededor de veinte años y cuya principal preocupación no radica en a quién atacar, sino qué comer. —Estábamos escasos de víveres. No podemos hacer fuego, no había rancho, no tenemos para comer nada, estamos desconchuflados. La vista se nos oscurecía, ni agua tomábamos. Cuando ha llovido, sorbeteamos lo que cae en las hojitas. Así, dos días —cuenta Víctor Raúl. Desde la chacra, un camino de tierra los lleva hasta una choza de tablones de madera donde vive un anciano muy pobre. Le piden algunos alimentos y él obedece, sabe quiénes son sus inesperados visitantes. Comen papas y pitucas que recogen de su chacra. Después, mientras el grupo descansa, Alipio y otros mandos conversan con el hombre. «Es una empresa grande, gas de Camisea, ese es su campamento», les dice. Jorge no participa de esta conversación; pese a ser el hijo mayor del cabecilla, es apenas un integrante más del pelotón, todavía pertenece al grupo de los que acatan órdenes.

Los subversivos se organizan y deciden actuar en la madrugada. —Hemos entrado Alipio, Román, Elmer solo con pistola; Isaac que no tenía nada, solo una retrocarga que no disparaba; yo no tengo nada. Afuera había ronderos cuidando, tenemos que neutralizar —narra Víctor Raúl. Cansados y con un armamento irrisorio, no sabían que estaban a punto de dar el golpe más importante de aquellos años. En la puerta del campamento, a pocos metros de las enormes carpas blancas, hay dos hombres somnolientos vigilando el ingreso. Los terroristas, que se han escondido entre la maleza, rodean velozmente a los ronderos. Los golpean con palos y los amarran con una soguilla. Deben actuar rápido, pronto amanecerá. Un operario de la compañía Techint, alertado por los ruidos extraños, abre el largo cierre metálico de la carpa y, antes de que pueda huir, es encañonado. Le exigen que les diga si adentro hay agentes de seguridad, y él indica que hay un policía en el último camarote de la fila. Ingresan entonces Román, Elmer y Jorge. Afuera esperan Alipio, Isaac y otra mujer llamada Elsa, junto con los detenidos. Luci y el resto de subversivos están ubicados cerca de la entrada al campamento, esperando el momento de actuar.

Pese a los ruidos y el ajetreo, el suboficial Jorge Luis Flores todavía está durmiendo en el último camarote de la fila, como dijo el operario. Es despertado de un grito y, al abrir los ojos, lo primero que ve es el cañón de un fusil. —El policía estaba en calzoncillo, tapado, dormido en una camita. Cuando lo tomamos alto, no creía, pensaba que éramos asaltantes, no hacía caso. Se sentó. Pregunta quiénes son, Román le dice que somos del partido, PCP, esa forma, y ahí sí se asusta el policía. Se echa en la cama, ha querido voltearse, en una caja estaba el fusil, pero con candado. Román quería matarlo, pero ya está, ya, ¿qué va a hacer? Nos apegamos, solamente es: «Manos arriba y no te vamos a matar». Le digo: «¿Qué tienes ahí?». Y él: «No tengo nada», dice, terco. Román con la punta del AKM lo ha chancado, creo. Ya lo amarramos con soga. Para afuera. Ya los levantaron a todos —continúa Víctor Raúl.

Todavía un poco atontado, el suboficial Flores se pone de pie entre jaloneos y se viste con unos pantalones y un polo, siempre con un fusil apuntándole. Los terroristas se llevan su arma, varias cacerinas y su uniforme. Otros subversivos despiertan a gritos a los trabajadores y los obligan a salir de la carpa. Ya son las cinco y treinta de la mañana. Días después, el policía le dirá al fiscal encargado de investigar el caso:

Todos fuimos conducidos al patio del campamento. Nos vigilaban unos elementos armados y uniformados. Vestían buzos de licra verde oscuro, polos negros, botas negras de jebe. Algunos se cubrían con gorras negras. Vi a quince mujeres, también uniformadas, sacar víveres del almacén del campamento con ayuda de trabajadores de la empresa. En ese momento me percaté de que, efectivamente, el campamento había sido tomado por delincuentes terroristas.

En un patio de tierra, afuera de la carpa, Alipio y Luci separan a los rehenes en dos grupos: en uno están los trabajadores de la empresa, en el otro juntan al policía con los operarios extranjeros: cuatro colombianos y un chileno. Elsa se para frente a los dos grupos y comienza a hablar a gritos. El policía Flores le dirá después al fiscal que escuchó frases como «imperialismo yanqui» y «nada les va a pasar» y «Partido Comunista del Perú». Elsa no los amenaza, tampoco les dice qué piden a cambio de su liberación. Los secuestradores coordinan entre ellos, se dividen las tareas. Unos escriben con pintura negra en las paredes de lona de las carpas «PCP-GP» (Partido Comunista del Perú – Guerra Popular); otros siguen reuniendo los víveres del almacén. Alipio y Luci ordenan a los rehenes subir a un pequeño ómnibus y a dos camionetas de la empresa que el personal utiliza para trasladarse. Los llevarán, siempre apuntados por fusiles, a una trocha ubicada a un kilómetro de distancia. Los recorridos, los puntos de acceso y huida, los escondites, todo eso han analizado los terroristas durante los dos últimos días, cuando estuvieron escondidos en la chacra cercana.

A Jorge le ordenan apoyar a la columna que se ha ubicado en el camino de entrada al campamento, donde permanecen Eduardo, Yuri, Celso, Amancio y otros hombres armados. Ellos tienen la indicación expresa de matar a cualquier agente de seguridad o policía que intente intervenir. Son las siete y veinte de la mañana: pronto comenzarán a llegar otros trabajadores y algunos proveedores, a quienes hay que detener para que no escapen y denuncien la toma del lugar. También llegarán camiones con explosivos para los trabajos de Techint. En la entrada, Jorge ve a los conductores de las maquinarias pesadas durmiendo dentro de los vehículos estacionados a los lados de la pista. En pocos minutos llegan cuatro, cinco, seis autos trayendo a trabajadores externos de la compañía que no tienen idea de lo que está sucediendo. Los terroristas los detienen, los amenazan y les ordenan permanecer allí. Todavía nadie ha disparado. Minutos después se acerca otro auto. —Uno de los señores dice: «Ese carro viene policía». En la maquinaria había un polo blanco, eso me he puesto encima. En mi mente dije: distraerlo, en un descuido arrancarla su arma y matarlo, ya lo que venga —explica Víctor Raúl. El suboficial Ronald Ordóñez va de copiloto en una station wagon que conduce un civil. Jorge hace una señal de alto al conductor, no lleva armas para no ponerlos en alerta. Ordóñez está dormido y recién despierta cuando Jorge abre su puerta y, en un rápido movimiento, sustrae el fusil que lleva entre las piernas. Luego jala al policía hacia afuera del auto, mientras el conductor salta del vehículo y se lanza al piso. Otros subversivos se acercan, los amarran y los llevan hacia donde está Alipio, quien sigue distribuyendo a los rehenes en las camionetas de la empresa. Se acerca otro vehículo, es un camión pequeño que transporta explosivos de uso civil. Junto al chofer viaja el suboficial Edgar Castillo. Por comodidad, ha dejado su fusil AKM en el asiento trasero, pero lleva un revólver en la cintura. Pocos metros antes de llegar a la entrada, el policía Castillo lee rápidamente la situación y nota que está ante un posible asalto.

Cuando ve que un hombre de polo blanco se acerca al camión por el lado del copiloto, desenfunda el arma, la saca por la ventana y aprieta el gatillo una, dos veces, pero el revólver se atasca. —Cuando yo vi, ya está la pistola así chocando con mi cabeza. Lancé un puñete a la pistola para poder desviar el tiro, no sé. Ahí me he rajado esto, se ha abierto —cuenta Víctor Raúl, mostrando la gruesa cicatriz del nudillo. En un video policial grabado dos días después, cuando ya habían sido liberados los rehenes, el suboficial Castillo narra más detalles: «Sangre estaba chorreando el hombre. Nos forcejeamos. No me dispararon…». Jorge no dispara, pero sí logra tomar el fusil que está en el asiento posterior y obliga al policía a bajar del camión. —Saqué el AKM y, posteriormente, a hacer señal de alto. Vino un compañero mío, Ángel, a apoyarme. En ese rato sí piensas matarlo, pero una vez no tiene arma, no tienes por qué matar. Se lo llevaron para abajo. He estado veinte minutos más y luego también he bajado —recuerda Víctor Raúl. La mañana avanza y la noticia todavía no llega a Lima. A las ocho y treinta, según el testimonio que dará después el suboficial Flores a la Fiscalía, los rehenes se encuentran sobre la loma de un cerro. Han subido a pie, tras media hora de caminata, siempre vigilados por los terroristas y sus fusiles: «Nos permitieron un descanso y enrumbamos hacia un río. Atravesamos el puente de troncos y seguimos hacia otra loma». Durante todo el recorrido, los rehenes han estado vigilados por terroristas, y las mujeres han transportado los víveres y los explosivos robados del campamento. Caminan tres horas más. «Nos indicaron que íbamos a descansar y que ellos estaban en coordinación con la empresa Techint», contará Flores. Al mediodía, la noticia llega a la capital. Por la tarde, la situación aún es tensa: los rehenes están sentados en una zona descampada de las alturas de Toccate, cansados y asustados, mientras los mandos terroristas organizan las siguientes acciones. A través de una radio, Alipio coordina con José, quien monitorea todo desde algún campamento lejano, y después conversa con un directivo de la empresa Techint, usando las claves y frecuencias que se encontraron en las oficinas del campamento.

El directivo es un argentino llamado Carlos López, gerente de seguridad de la compañía. En las dos primeras conversaciones, Alipio —que se identifica con el alias de Roberto— plantea directamente el pedido: dinero, armas y explosivos a cambio de la libertad de los cautivos. Después hablan por tercera vez y la discusión es más prolongada y tensa. —Por eso es que queremos saber ahora. ¿Cómo es sobre nuestro pedido? A ver, ¿cuánto nos van a dar? ¿Cómo nos van a dar? ¿Cuándo nos van a dar? Es lo que queremos saber ahorita —dice Roberto, es decir Alipio, luego de algunas frases entrecortadas por la mala señal de radio. La conversación será reproducida pocos días después por la revista Caretas en un reportaje de investigación. —Pero eso te dije que lo vamos a tratar cuando se vayan los mosquitos, porque ahora no. Por este medio no podemos, Roberto —responde López, sin perder la calma. Es un negociador hábil, sabe que tiene que ganar tiempo. Los «mosquitos» son los helicópteros que sobrevuelan el campamento, pero a gran altura para evitar recibir disparos. Un primer contingente de la Dirección de Operaciones Especiales de la Policía Nacional (Dinoes) se alista para ingresar a la zona. Al día siguiente llegarán, junto con ellos, varios generales de la Policía y de las Fuerzas Armadas, además del ministro de Defensa, Aurelio Loret de Mola. También estará el presidente. —Si alguna cosa no siento claro en esto, por un minuto puede morir un obrero de ustedes. Cambio —advierte Roberto. Por primera vez amenaza con asesinar rehenes. —Pero si vas a matar a alguien, no podemos. Si vos matás a alguien, no voy a conseguir nada. Te pido, por favor, que me digas, que hablemos como hablamos hoy, Roberto —le responde López. —Por eso, esto no es un trato político, sino es trato nuestro, trato nuestro. Entonces, yo quiero cuanto más posible una solución. Entonces, en ese sentido, ¿cuánto nos van a dar sobre nuestros pedidos? —insiste Roberto. La conversación continúa y es cada vez más tirante. Alipio, ante la inminencia de una incursión policial y militar, busca obtener sus pedidos lo más pronto posible. López pide definir plazos y, con ello, ganar un poco más de tiempo, aunque sabe que los rehenes corren peligro de que el terrorista cumpla sus amenazas. Pese a todo, el argentino mantiene el mismo tono calmo en sus palabras. Alipio, en cambio, se impacienta. —Bueno, te voy a ir diciendo lo que tenemos que hacer para conseguir eso. Yo sé cómo hacerlo, me parece que sé cómo hacerlo. Déjame que trabajo en eso y te vuelvo a llamar a las cinco. A las cinco —dice López por la radio. —¡No, a las cuatro! —apura Roberto. Después, Alipio se reúne con los demás mandos terroristas. Está furioso por lo ocurrido con los dos policías que llegaron a la entrada del campamento, allí donde estaban Jorge, Eduardo, Yuri, Celso y Amancio. A Jorge le pregunta, en medio de gritos y lisuras, por qué no han acatado su orden, por qué no mataron a los policías. —Yo sabía que en algún momento iba a salir y me iba a entregar a la justicia. Viendo los volantes, uno piensa; siempre hay que pensar antes de actuar —explica ahora Víctor Raúl. En el 2003, ya asomaba en él la idea de desertar de las filas terroristas, y sabía que si asesinaba policías o militares perdería cualquier posibilidad de obtener beneficios legales.

Eso es lo que leyó en alguno de los volantes que el Gobierno había lanzado en los años previos por la selva del Ene y que alguna vez tuvo entre sus manos. Por la noche, la situación en las alturas de Toccate es incierta: los terroristas y los rehenes permanecen en el descampado, expectantes; los policías de la Dinoes esperan órdenes para ingresar al campamento; Carlos López y Alipio vuelven a comunicarse por radio, pero de eso no se tiene registro. El suboficial Flores contará después lo que ocurrió en aquellas horas: «Los subversivos se relevaron por turnos para vigilarnos. A ratos alumbraban con sus linternas a los extranjeros». —Los rehenes solamente preguntan por su familia, o si le van a matar, de ese estilo, siempre preguntan —recuerda Víctor Raúl. Aquella noche, en una mano sostenía una linterna y en la otra un fusil. «Con el permiso de todos ustedes, yo soy Óscar Ramírez Durand y quisiera dirigirles algunas palabras…». Feliciano apareció al centro de la pantalla. Vestía una camisa celeste de mangas cortas. Detrás se veía una pared blanca. Había una mesa, blanca también, sobre la que había cruzado los brazos. Llevaba un peinado de lado, usaba lentes y se había afeitado el bigote. Eran casi las once de la mañana del 10 de junio del 2003 en Lima.

El excabecilla de Sendero llevaba cuatro años encarcelado y aquella mañana participó de una de las Sesiones Públicas de Balance y Perspectiva, organizada por la CVR en un anfiteatro en Magdalena. Sobre el escenario había una mesa larga en la que estaban sentados el presidente de la CVR, Salomón Lerner, y otros tres integrantes de la comisión: Rolando Ames, Carlos Iván Degregori y Sofía Macher. Había decenas de personas presentes en el público, pero, por la oscuridad de la sala, era difícil distinguir rostros. En el escenario, junto a un telón, estaba la pantalla en la que apareció Feliciano hablándole a una cámara. «En primer lugar, quiero expresar mis más profundas condolencias a todas las personas que se vieron afectadas por las dos décadas de violencia política que estremecieron al país y, muy en especial, quiero expresar mis condolencias a las personas que sufrieron la pérdida de seres queridos…», dijo Feliciano. Minutos antes, Lerner había explicado en qué consistían aquellas dinámicas. «Un equipo se reunió con estas y otras personas para recoger su visión del proceso de violencia, la admisión de sus responsabilidades y, especialmente, las perspectivas de reconciliación que planteaban», explicó. Esa mañana, después de ver a Feliciano, el público vio en pantalla a tres dirigentes del MRTA, también presos y condenados: Alberto Gálvez, Peter Cárdenas y Víctor Polay Campos. Lerner comentó además que se había convocado a Abimael Guzmán y a su esposa Elena Iparraguirre, pero que no habían querido participar. «Quiero invocar también a los compañeros que aún se encuentran levantados en armas para que busquen establecer un diálogo con el Gobierno a fin de llegar a un entendimiento […] En aras de la reconciliación nacional, se debe buscar de solucionar este problema de una manera que no sea militar», dijo Feliciano al final de su discurso.

A esa misma hora, en un paraje desolado de la selva de Ayacucho, más de setenta rehenes son vigilados por un grupo de terroristas armados. Según lo que contará después el suboficial Flores a un fiscal, apenas amanece, los terroristas Sergio y Elsa se acercan a los tres policías cautivos y los disuaden de intentar escapar: «Son nuestros prisioneros de guerra, pero no les va a pasar nada. No intenten huir porque el camino está minado», les dicen. Después les dan un largo y enredado discurso con frases ideológicas alusivas al comunismo y les anuncian que «una vez realizadas las transacciones con la empresa, se van a ir todos». La orden siguiente es que, junto al grupo de trabajadores de la empresa, se desplacen hacia un descampado cercano. Minutos después, un helicóptero amarillo se acerca lentamente. De este cuelga una cuerda que sostiene un paquete grande y redondo, de casi dos metros de alto, que es depositado en el suelo. La aeronave nuevamente se eleva, ahora con rapidez. —Era un paquete colgado. Uno imagina que ahí estarán las cosas; pidieron municiones, como cien fusiles, radios, un arsenal. Cuando yo me entero, pregunto: ¿será posible? Alipio decía que sí. Pero adentro había pollo a la brasa y Alipio se asó, casi le quiere matar a todos —cuenta Víctor Raúl. Es el desayuno enviado por la empresa a sus trabajadores secuestrados. Lo que sigue es un frenético intercambio de llamadas por radio entre Alipio y José. —¡Ha venido palomita, solo dejó comida para la gente! —grita el terrorista. Se siente burlado y, al mismo tiempo, teme la llegada de policías o soldados que ya conocen su ubicación. Alipio quiere cumplir su amenaza, quiere empezar a matar para obtener lo que exige. —Espera nomás —responde José. Pero Alipio es impaciente. «Si alguna cosa no siento claro en esto, por un minuto puede morir un obrero de ustedes», le había dicho el día anterior al argentino López, por lo que se teme un desenlace violento. Todavía no ha habido un solo disparo.

Minutos más tarde, aparece otra vez el helicóptero amarillo con un paquete colgado de una cuerda. Los terroristas se ponen alertas y rastrillan sus armas, piensan que podría haber militares en la aeronave. —El segundo vuelo viene con costal blanco colgado, ya no era redondo, sino largo. Pensé que tal vez podía ser explosivo. Román y yo con un palito vamos empujando. Algo blando, pero más arriba era un paquete duro. ¿No será explosivo? ¿Cómo acercarme? Despacito nomás, con cuchillo cortar la rafia. Los rehenes estaban cuadras más allá. Sí podía ser explosivos. Había radios, teléfono satelital. Lo de abajo era paquete, plata, soles era poquitito, el resto es todo dólares —cuenta Víctor Raúl. Alipio llama otra vez por radio a José. Este le ordena liberar a los rehenes, esconder los explosivos y las municiones en el monte para recogerlos después y huir de la zona con el dinero y las radios. —A los rehenes, Román les dijo: «Señores, pueden irse», pero no creían, pues, no creían nada, seguían sentados. «¡Señores, pueden irse!». Los policías no se movían. Un rehén sale corriendo, luego otro, salieron empujando. Al final, los policías se fueron —recuerda Víctor Raúl. En el campamento de Techint, en Toccate, uno de los policías de la Dinoes registra con una cámara lo que va encontrando. «Otro ambiente que también han pintado las siglas del Partido Comunista del Perú», dice mientras filma las pintas que dejaron los terroristas en las enormes carpas blancas. No hay nadie más en el campamento, la zona ha sido tomada por los policías, quienes arman un anillo de seguridad para que puedan llegar después el ministro y el presidente con periodistas de Ayacucho y de Lima. «¡Ahí hay un civil! Ahí está, ese es civil. ¡Ahí hay otro más! Ahí arriba hay otro más», se escucha decir al policía, quien graba desde lejos a un grupo de hombres que baja por la pendiente de un cerro cubierto de arbustos. El video indica la hora exacta de la aparición de los rehenes liberados: dos y veintiséis de la tarde. Se escuchan después varias voces superpuestas: una da indicaciones, otra llama por radio. «¡Ah, esos son!», observa una tercera voz. «Están con casco», dice otro. Uno por uno, los rehenes llegan al campamento. Están exhaustos. El primero que habla es un colombiano alto y de bigotes, se llama Ariel Hidalgo y trabaja como mecánico de los vehículos de la empresa. Horas más tarde, una periodista de televisión le pedirá detalles sobre lo que ocurrió en el secuestro, pero él dará una respuesta ambigua y confusa. «Dijeron que nos iban a dar para ocho días, pero la empresa… Gracias a la empresa, que gestionó rápido…».

Un largo rato después, cuando Raúl terminó de castigarlo, ordenó a otros subversivos que se quedaran para vigilarlo. Allí mismo, junto al río, Jorge permaneció dos días sin poder moverse por el dolor que sentía en las piernas, los brazos y el cuello. Se juró a sí mismo que se vengaría y que después escaparía.

La periodista le preguntará si hubo entonces un pago por la liberación, pero Hidalgo no dirá más: «No sé, no sé, no sé nada». Por la tarde, en una improvisada conferencia de prensa en la entrada del campamento, y rodeado de jefes policiales y militares, el ministro Loret de Mola habla a través de un altavoz. «Si es rescate o liberación… yo uso indistintamente las palabras. Si queremos agarrar el diccionario y ponernos absolutamente precisos, esto es una liberación», dice. Está visiblemente molesto, ya se filtró a la prensa la versión sobre el posible pago a los terroristas que, a esa misma hora, huyen por la selva. Después le cede la palabra al argentino Daniel San Martino, vicepresidente ejecutivo de Techint, que también ha llegado al lugar: «Mi empresa en ningún momento entregó dinero a los terroristas». El último en tomar la palabra es Alejandro Toledo: «Señor ministro, ha conducido un operativo exitoso. Yo pido a la prensa: no entren en disquisiciones». La acción terrorista más sonada del Militarizado Partido Comunista del Perú ha terminado. Nadie ha sido asesinado, no se ha disparado ningún tiro, ninguna bomba ha estallado. Pocas semanas después, los terroristas darán otro golpe, pero ahora sí con absoluta crueldad.

***

Cada cierto rato, durante las caminatas, Jorge acomodaba la mochila sobre su espalda para equilibrar el peso, y podía sentir a través de la tela el contorno de los fajos de billetes. Nunca supo cuánto dinero había allí, miles de dólares, quizá decenas de miles. «Seguramente, Olga lo va a contar», pensaba, «ella maneja toda la plata; con eso va a comprar cosas, y lo queda lo va a enterrar para usarlo después». El recorrido no era largo, apenas unos doscientos cincuenta kilómetros desde Toccate, pero la columna avanzaba lento, solo durante las noches y en medio de la selva o a través de los cerros. José ordenó al grupo de Alipio reunirse con él en el campamento Shapaja y advirtió que tuvieran especial cuidado con el botín obtenido tras el secuestro. Cruzaron los caseríos de Arequipa Alta, Tribolina y después Matucana Alta, en el distrito de Sivia, en Ayacucho. El 8 de julio, después de caminar durante casi un mes, los subversivos detectaron desde los cerros a una patrulla de la Marina de Guerra que se desplazaba por el sector de Irquis. En situaciones como esta, la estrategia de los terroristas consiste en hacer notar su presencia con disparos de larga distancia y esperar a que los militares salgan en su búsqueda; pero, antes de ello, entierran explosivos en las trochas y colocan francotiradores en los alrededores. Eso hicieron. —En esos días era hacer presencia, que se enteren, preparar camino y hacer acción —explica Víctor Raúl, quien ayudó en los preparativos para el atentado. Alipio, cabecilla del grupo, estaba envalentonado tras el éxito del secuestro y quería golpear otra vez. La patrulla estaba liderada por Carlos Castañeda, mayor del Ejército, quien había sido enviado a la zona justamente tras el secuestro en el campamento de Techint. Aunque tenía experiencia en desplazamientos por la selva —había peleado en el conflicto del Cenepa—, no pudo evitar la emboscada. El 10 de julio, Castañeda se desplazó con otros cuatro militares hacia el lugar donde habían escuchado disparos. Iban con ellos dos ronderos, Uldarico Salazar y Dimisión Arancibia, quienes se habían ofrecido a guiarlos. Avanzaban por una trocha estrecha y, antes de llegar a una curva, Alipio dio la orden de activar las bombas.

—Ahí llegan. Iban a morir, el explosivo les ha cocinado, está remangada la pierna. Iban a morir, no tienen vida ya. Alipio va rematando, rematando —cuenta Víctor Raúl. Además del jefe de la patrulla y los ronderos, murieron José Hinostroza, Julio García y Hugo Larico, suboficiales del Ejército, y Edgard Atauche, mayor de la Marina. Días después, la revista Caretas, citando a fuentes militares, informó que los cuerpos mostraban las huellas de las explosiones y los balazos, y que al cadáver del mayor Castañeda le habían arrancado el corazón. Después de robar las armas de los militares muertos, los terroristas continuaron su marcha hacia Shapaja. Casi al final del recorrido, Alipio y Jorge tuvieron otra tensa conversación.

El cabecilla seguía furioso porque nadie había cumplido la orden que dio: matar a los policías que se acercaran al campamento minero. De camino hacia Shapaja, le advirtió que Raúl había decidido sancionarlo; aunque la responsabilidad no era únicamente suya, sino también de los otros cinco subversivos que estuvieron con él, igual sería castigado. Y así ocurrió. Dos días después, Jorge se encontraba parado al centro del campamento y, frente a él, sus tíos Raúl y Gabriel, Olga, otro cabecilla llamado Mauro y el propio Alipio. Se iba a someter a votación cuál sería el castigo que habría de recibir. Estaba también su padre, José, quien decidió no votar, pero dejó en claro que aceptaría la decisión del resto. —La votación para mí era negativo. La forma de Raúl de desquitarse era castigarme con palo. Me llevaron hacia el río, eran varios —narra Víctor Raúl. Raúl ordenó a Valecho cargar a Jorge sobre su espalda y sujetarlo con fuerza. Valecho, el mismo hombre a quien había conocido de niño el primer día en que llegó a la selva de Junín. A pesar de la cercanía que hubo siempre entre ambos, la orden de Raúl debía cumplirse. Además, Jorge estaba rodeado y desarmado, no habría podido escapar. —Raúl nomás me pega, el resto estaba mirando. Con un palo en la cintura, en la pierna. Me deja bien moreteado, fuerte. A uno lo llena de cólera. No podía caminar bien —detalla.

Un largo rato después, cuando Raúl terminó de castigarlo, ordenó a otros subversivos que se quedaran para vigilarlo. Allí mismo, junto al río, Jorge permaneció dos días sin poder moverse por el dolor que sentía en las piernas, los brazos y el cuello. Se juró a sí mismo que se vengaría y que después escaparía.

***

 Varios otros sucesos del 2003, aunque aislados entre sí, terminaron de definir una época de cambios en las políticas contra el terrorismo. Uno de ellos fue la captura de Florentino Cerrón, alias Marcelo, detenido el 5 de julio —apenas unos días antes de la emboscada en Irquis— en un vieja casa del distrito de Tambo, cerca de Huancayo. Cerrón, un antiguo mando cercano a Abimael Guzmán, se hizo conocido a inicios de los años noventa cuando apareció en el video donde los cabecillas de Sendero bailan ebrios «Zorba el griego» tras una reunión secreta en Lima. Cerrón fue también uno de los terroristas que participó en los atentados de la calle Tarata, en Miraflores, en julio de 1992. Tras la captura de Guzmán ese mismo año, Cerrón apoyó la llamada «línea acuerdista» integrada por quienes pedían una paz negociada desde la clandestinidad. Logró permanecer escondido once años más, tuvo dos hijos e intentó mantener un perfil bajo, pero finalmente fue encontrado. Era uno de los pocos cabecillas del antiguo Sendero cuya captura seguía pendiente. Pocos días después, las Fuerzas Armadas tuvieron otro importante logro, esta vez ante la facción del Militarizado Partido Comunista del Perú. Las patrullas militares enfrentaron a una columna subversiva que se desplazaba muy cerca de Irquis, en Ayacucho. Murió un subversivo y fueron capturados otros cinco; los demás escaparon. Cuando terminó la balacera, los soldados recogieron lo que los terroristas abandonaron en la huida: fusiles, escopetas, una granada, una pistola y mochilas que contenían paquetes de droga. Era una de las primeras evidencias concretas de que los Quispe Palomino y el narcotráfico eran más cercanos de lo que se pensaba «Hemos probado la relación entre el terrorismo y el narcotráfico al encontrar cincuenta y dos kilos de pasta básica de cocaína en manos de terroristas en la provincia de Huanta», dijo el presidente Toledo la semana subsiguiente en su mensaje ante el Congreso por Fiestas Patrias. Ahora sí, en cada discurso que ofrecía, Toledo aludía al problema del terrorismo que antes había obviado. A fines de agosto, la presentación del informe final de la CVR significó otro salto al pasado. «Hoy le toca al Perú confrontar un tiempo de vergüenza nacional», dijo Salomón Lerner al inicio del discurso de entrega del documento. En las conclusiones del informe se señaló que «la cifra más probable de víctimas fatales» entre 1980 y el año 2000 era de 69 280 personas, más de lo que nadie había imaginado. En setiembre, en el aniversario de la captura de Guzmán, se inauguró el Museo de la Dincote. Es un espacio reducido repleto de objetos incautados a lo largo de veinte años durante las operaciones contra Sendero. En este museo hay documentos, libros, cuadros, una figura de cera de Guzmán con el traje a rayas, una alfombra con la hoz y el martillo tejidos a mano; están los anteojos redondos que alguna vez usó el cabecilla, también sus pipas y algunos frascos de las medicinas que tomaba. Hay unas pocas armas también, aunque policías expertos aseguran que Guzmán nunca las llevaba ni disparaba. «Espero que esto nunca se repita», comentó el general Marco Miyashiro, uno de los policías que había capturado a Guzmán, durante la inauguración del museo. Miyashiro se detuvo a mirar un objeto que le resultó perturbador: era una estilizada flor de plástico que, al tocarla, emitía la melodía de «La Internacional», uno de los himnos del comunismo mundial.

Mientras en Lima se rememoraba el éxito de las operaciones contra el terrorismo de los años noventa, en el Vraem, donde subsiste todavía el MPCP, las columnas terroristas bajo las órdenes de José pensaban en expandirse. Tenían una cantidad importante de dinero en su poder para abastecerse de alimentos, armas y municiones durante algún tiempo. Jorge, el hijo del cabecilla, terminó aquel 2003 en un campamento cercano a Shapaja, donde se había reunido por última vez con su padre y donde Raúl, su tío, lo había castigado a golpes. Varios meses después, los dolores le impedían desplazarse con facilidad y por eso no salía a patrullar por la zona. —Ya, bueno. Uno a veces no entiende. Me quedé como siete, ocho meses con la fuerza de producción, dando seguridad. No podía caminar —dice.

Le resultaba humillante cumplir una función monótona que consistía en cuidar que las mujeres, niños y ancianos de las aldeas no se escaparan, que no comieran algún animal a escondidas, que no robaran un huevo o un poco de maíz. Esa era una tarea que podía cumplir cualquier novato, pensaba. Sentía que por culpa de Raúl y por el terrible castigo que había sufrido, que además consideraba injusto, se había convertido en alguien invisible, no en el líder que él creía que podía ser. Se veía a sí mismo como un inútil. —Nunca, hasta ese año, pensaba en salirme —reconoce ahora Víctor Raúl. José y Alipio, a modo de consuelo, le dieron un fusil. Él salía a patrullar o participaba en ataques y emboscadas con armas asignadas según la ocasión, pero esta vez tendría uno que, aunque estaba viejo y en mal estado, era solo para él. Pero eso no bastó para calmar su rencor.

Sobre el autor o autora

Ricardo León
Periodista y escritor. Premio Nacional de Periodismo 2016.

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