Lo ocurrido en la Curva del Diablo y en la Estación 6 de Petroperú es parte de la historia cíclica de un país en el que los principales problemas no se han resuelto. Desgraciadamente, las víctimas indirectas no son un nombre en un libro de texto: están vivos y tienen nombre y apellido. Tal es el caso de María Ballesteros, esposa de un policía que murió en el enfrentamiento. Su comprensión del problema y su manera digna de llevar el sufrimiento la engrandecen en momentos en que el odio y la división del país salen a flote. Después de seis años y medio ella es una más en la lista del abandono.
Después de dos horas de viaje por la ciudad de Lima, llegamos al asentamiento humano que se levanta sobre el arenal a los dos lados de la avenida Los Arquitéctos. Estamos en Pachacutec, distrito de Ventanilla. Nuestra cita es a las siete y media de la noche. Doña María Ballesteros, viuda de Vilela, llega puntual a recogernos. Nos conduce a su hogar hecho de planchas de triplay y techo de calaminas de plastico. Nos quedamos perplejos. ¿Aquí vive usted? “Si, con mis cuatro hijos, dos son de mi anterior compromiso”, responde. La vivienda la componen unos tres ambientes separados por planchas de triplay, sin puertas salvo la principal y sin servicios higiénicos. No hay piso, solo es arena, todo es arena. “Lo único bueno es que estamos a cincuenta metros de la avenida”, dice. El viento y el frío desgarran a pesar de que ya estamos en primavera.
Maria es viuda del brigadier PNP Vilela, el primer policía fallecido durante el Baguazo en la Curva del Diablo. Ella es una indígena Yanesha proveniente del caserío de Tashopen, Oxapampa, la única viuda de policía originaria de una etnia amazónica. “Cómo vive usted este conflicto?”, le preguntamos. ”No ha sido fácil y no es fácil, creo que no he recibido la vivienda prometida por el gobierno por las miles de trabas que se me han puesto por ser de una etnia amazónica”, se lamenta.
María no ha tenido suerte, su esposo dejó dos hijos de un posterior compromiso y un montón de deudas que ella debe asumir sin saber muy bien por qué. Pero Maria cumple con compartir la pensión de viudez de 1800 soles con los dos menores hijos del otro compromiso de su ex esposo; otra persona no lo hubiera hecho. “Si el gobierno me diera el departamento prometido, yo lo compartiría con los dos niños […] Cuando no me alcanza para la semana, engaño al estómago con el pan, pan frito, pan revuelto, guiso de pan…, eso comemos”, dice. Solo vive con 900 soles al mes.
Se ha desplazado miles de veces y se ha dirigido a las instancias correspondientes para que le den solución al caso. “Un congresista me ofreció una casa pero mi suegra policía intervino y se la hizo dar a los dos menores hijos con los que ella vive. Me quedé sin nada”, reclama. Piensa que la razón de que la ignoren es su origen indígena. De cierta forma, siente la que la culpan de haber matado. “Yo no maté a nadie, fue el gobierno, ese es el responsable, el conflicto se pudo evitar, todos lo sabemos, pero el gobierno quería matar y quitarnos nuestras tierras ancestrales para sus negocios petroleros”.
Con lágrimas en los ojos, Maria nos cuenta cómo ama a la Amazonia, a los árboles, a las plantas que dan vida y agua. Ama a la naturaleza en la cual y de la cual vive su pueblo desde hace miles de años, respetándola, cuidándola y haciéndola eterna para el bien de todos. “Pero al gobierno solo le interesa la plata”, se lamenta.
Mientras María trata de sobrevivir en medio de su desgracia, los hermanos awajun y wampis siguen siendo culpados por hechos que se pudieron evitar aquél fatídico día en que “Dios estaba enfermo”, como diría César Vallejo. Los grandes culpables y responsables siguen sin ser tocados, en un país en que la justicia no existe, donde “la plata llega sola” y donde hay que matar al perro del hortelano.
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