Elecciones del bicentenario: racismo electoral y ruptura democrática

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Revista Ideele N°298. Junio-julio 2021

A menos que las maniobras legales y políticas de Fuerza Popular y sus aliados resulten exitosas, Pedro Castillo sería el primer presidente de la historia peruana elegido democráticamente que no ha tenido ningún tipo de respaldo de las élites limeñas. Un profesor de escuela rural, sindicalista, rondero y campesino ocuparía el sillón presidencial, en un país donde el 25% de la población se considera de orígenes indígenas. Sería una victoria no solo contra Fuerza Popular, sino también contra esas élites que se sienten más cercanas a un régimen oligárquico que republicano. Sectores que, como Mario Vargas Llosa, se proyectan a sí mismos como los enemigos declarados de un comunismo más imaginado que real, y que han contribuido a institucionalizar el racismo en un país que pronto cumple doscientos años de ser formalmente una república.

Todos los votos son iguales, pero algunos votos son más iguales que otros

Es claro que el plan B de Fuerza Popular, en caso no ganar la elección, era deslegitimarla desde el primer día. Para ello, ejecutó una inmensa maquinaria mediática, legal y política, que incluyó la difusión de fake news, pedidos sistemáticos – y descabellados – de nulidad de las actas de votación (apoyados por las firmas legales más exclusivas), y el aglutinamiento de grupos ultra-conservadores de los sectores A y B de la capital. Bajo discursos que denuncian el robo de la elección por parte del “terrorismo”, “comunismo” o la “ignorancia de la gente”, se movilizan permanentemente, incluso afectando adrede el cronograma de vacunación de los adultos mayores, para demandar el “respeto de sus votos”.

Pero no se trata del respeto de sus votos, sino del irrespeto del voto de quienes desprecian de manera abierta en sus chats, redes sociales o incluso en sus proclamas callejeras. Las élites siempre se han opuesto a la agencia política de los campesinos y los pueblos indígenas. Es recién con la Constitución Política de 1979 que se logra reconocer el voto universal, levantándose el requisito de no ser analfabeto para ejercer ese derecho, lo que en la práctica excluía a gran parte de la población. A partir de allí, el voto rural ha sido considerado “anti-sistema” y cada 5 años los comentaristas suelen mencionar la necesidad de “escuchar a los olvidados” para que a los pocos días vuelvan a estigmatizarlos como anti-mineros, anti-desarrollo, revoltosos o abiertamente terroristas.

El daño ya está hecho aún si Castillo sea proclamado Presidente electo, tal y como manda la Ley. Nacerá un gobierno débil al pie de una guillotina llamada Congreso de la República. En este escenario, la sumisión absoluta significaría una traición a sus votantes y el surgimiento de movimientos más radicales que veían en él alguien que debía canalizar sus demandas. El otro camino implica tener la capacidad de hacer alianzas políticas dentro del Congreso (y con la sociedad movilizada) para resistir los embates antidemocráticos y buscar hacer algunas reformas progresistas. En este camino, podría sortear los golpes sin realizar cambios de fondo, podría perder la presidencia, o podría buscar la forma de sacar de juego a sus contrincantes políticos, aunque ello signifique cruzar los delgados y ya precarios límites democráticos. Es decir, empujado por la extrema derecha, podría convertirse en la figura autoritaria de izquierda que tanto se empeñan en construir.

Con todo, ese voto nunca se había canalizado a través de alguien con una plataforma de cambio tan profunda. Keiko Fujimori apeló entonces a dos estrategias: Primero, profundizar el discurso de terror instrumentalizando el oscuro atentado narcoterrorista en el VRAEM, acaecido a pocas semanas de la segunda vuelta. De esta forma, buscaba demostrar la veracidad de lo que venía anunciando como el resurgimiento del terrorismo. Segundo, la compra subrepticia de votos a través del más descarado clientelismo: se prometía que un porcentaje del canon minero iría directamente a los bolsillos de las comunidades de influencia de los proyectos. La respuesta de los votantes fue contundente: Castillo arrasó tanto en los distritos mineros como en los distritos más azotados por la verdadera subversión.

La invención de Pedro Castillo

En la segunda vuelta electoral Pedro Castillo buscó fidelizar a sus votantes de los sectores rurales y marginales, manteniendo los mítines en plazas, a la vez que daba pasos serios hacia sectores menos “radicales”. De allí la alianza con la izquierda liberal de Verónica Mendoza y la inclusión de intelectuales y personalidades independientes y respetadas, como Avelino Guillén o Modesto Montoya.

En este escenario, Perú Libre dejó de ser un vehículo electoral (recordemos que él solo es invitado en ese partido) para convertirse en un lastre político. Como la mayoría de organizaciones políticas del país, Perú Libre es un partido precario e improvisado. Pero, además, tienen partidarios que manejan una agenda izquierdista anacrónica y dogmática. Además, si bien Castillo se mostró como un político pragmático que podía flexibilizar sus consignas, acoplaba su discurso a cada una de las plazas que visitaba, con frases infelices y contradictorias. Todo ello fue cuidadosamente utilizado por los medios para inventar una figura ultra radical. Para ganar las elecciones de manera contundente, Castillo debía incorporar buena parte del gran espectro que es el antifujimorismo. No lo puedo hacer.

Y a pesar de ello, resistió el embate de un Fujimorismo que buscaba revertir los varios puntos de desventaja con los que entró a la segunda vuelta. No les alcanzó contar con todos los medios televisivos y casi toda la prensa escrita. Ni con llenar la capital de paneles que auspiciaban la conversión del país en Venezuela. Ni con las amenazas de despidos a trabajadores que – se asumía – podían votar por el candidato. Y es que, alcanzado el empate técnico, para un gran porcentaje de la ciudadanía era muy claro que el Fujimorismo era una versión actualizada del autoritarismo de los noventa, combinada con su maquinaria de guerra política que mantuvo al país en inestabilidad constante en los últimos 5 años. Y es que después de la segunda vuelta, el partido ultra-conservador no solo tenía asegurado un bloque potente en el nuevo Congreso. Ya ejercía una política autoritaria. Sus partidarios alardeaban de sus nexos con las Fuerzas Armadas. Disfrazaron como entrevistas y programas de espectáculo lo que era, en esencia, franja electoral. Camuflaron como promesa electoral la compra insolente de votos. Disfrazaron como libertad de expresión lo que era abierta desinformación y manipulación. Para muchos, disfrazaron de campaña electoral para llegar a la presidencia, lo que en realidad era una estrategia judicial para sortear acusaciones por lavado de activos.

Muchos votantes del centro político, que se habían pasado todo el proceso señalando que los dos candidatos eran males equivalentes, cambiaron su voto nulo por el voto crítico a Castillo. De hecho, en un escenario tan desigual y donde una parte ya mostraba toda su malicia política, solo se podía ser de centro a costa de la objetividad. Al final, el candidato logró vencer en las urnas. Pero el Fujimorismo sigue con su campaña. Persiste en inventar un fraude electoral que nunca existió y en proyectar una imagen de Pedro Castillo a la medida de su agenda golpista.

No hay lugar para los débiles

Esta elección presidencial ha sido concebida como “un referéndum sobre el neoliberalismo”, marcado por el debate ideológico izquierda vs derecha. En realidad, los hechos previos y posteriores al día de la elección muestran que lo que está en juego es algo más profundo, es la idea misma de república, un sistema que supone que todos los ciudadanos tengamos el mismo valor y, por lo tanto, los mismos derechos. El fujimorismo representa hoy todas las fuerzas históricas que se han negado a participar en el sistema democrático si no es bajo sus propios términos e intereses.

Ellos consideran como una situación extrema la pérdida del poder o influencia sobre el nuevo gobierno. Ante ese temor, el oponente político se convierte en un enemigo que debe ser, a priori, excluido. En uno de los desfiles de camionetas de una marcha pro-fujimorista, una señora de a pie gritaba a la fila: “¿Por qué defienden a una corrupta?”, y la respuesta que recibió fue “¡cállate terruca!”. Hemos pasado de discutir qué opción electoral está más comprometida con la corrupción, el estatus quo o con cambios del modelo económico (términos de la discusión en los últimos 20 años), a convertir a grandes segmentos de votantes en terroristas. Hoy circulan en redes proclamas para ajusticiar a determinados personalidades del mundo artístico y político consideradas como “caviares”. Hay un acoso permanente a autoridades electorales y fiscales para que no “avalen el fraude”. La burocratización/ judicialización de los resultados electorales es solo parte de una estrategia que apela a legitimar a estos sectores ultra-conservadores y sus discursos de profundo odio y desprecio hacia quienes consideran enemigos políticos. Todo ello con la complicidad de medios nacionales y líderes de extrema derecha internacional que hacen de caja de resonancia del supuesto fraude.

El daño ya está hecho aún si Castillo sea proclamado Presidente electo, tal y como manda la Ley. Nacerá un gobierno débil al pie de una guillotina llamada Congreso de la República. En este escenario, la sumisión absoluta significaría una traición a sus votantes y el surgimiento de movimientos más radicales que veían en él alguien que debía canalizar sus demandas. El otro camino implica tener la capacidad de hacer alianzas políticas dentro del Congreso (y con la sociedad movilizada) para resistir los embates antidemocráticos y buscar hacer algunas reformas progresistas. En este camino, podría sortear los golpes sin realizar cambios de fondo, podría perder la presidencia, o podría buscar la forma de sacar de juego a sus contrincantes políticos, aunque ello signifique cruzar los delgados y ya precarios límites democráticos. Es decir, empujado por la extrema derecha, podría convertirse en la figura autoritaria de izquierda que tanto se empeñan en construir.

Y así podríamos llegar al bicentenario, con una guerra política en ascenso gracias a élites irresponsables y una clase política abyecta. Solo la sociedad civil puede evitar que caigamos en el despeñadero. Exijamos todos, el respeto a los resultados electorales. Aceptemos la necesidad de reformas de fondo en lo político, social y económico. Y, sobre todo, aceptemos la necesidad de desmontar el racismo institucionalizado en la sociedad y el estado. Dialoguemos sobre la base de esas premisas.

La siguiente opinión se realiza a título personal y no refleja la posición institucional de la Universidad del Pacífico.

Sobre el autor o autora

Roger Merino
Roger Merino. Docente e investigador de la Escuela de Posgrado de la Universidad del Pacífico.

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