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Imagen: Andina.pe Revista Ideele N°298. Junio-Julio 2021En una democracia, las elecciones las gana —en condiciones normales— el candidato o partido que logra mayor apoyo de los electores; es decir, quien obtiene más votos, aun en los casos en los que la diferencia sea mínima. La fuente de legitimidad política de una democracia es esa, pese a que, muchas veces, esa contienda electoral es desigual y hasta discriminatoria, pues quienes cuentan con más recursos económicos tienen mejores herramientas y mayores espacios para persuadir a los electores. Esa evidente inequidad se ha normalizado en un sistema que asume que democracia y neoliberalismo son lo mismo.
A pesar de que en el Perú la brega entre los candidatos fue absolutamente desigual, en el balotaje de las elecciones del bicentenario, la mayoría de ciudadanos apoyó al profesor Pedro Castillo (50,125%), el primer maestro de origen campesino y líder sindical que ha resultado electo por el voto popular para la más alta magistratura del Estado; en ese sentido, “su legado puede cambiar este país, para bien o para mal”[1].
Sin embargo, Keiko Fujimori (49,875%) —y los múltiples actores detrás de ella— niega su derrota y quiere mutarla en victoria, a través de los recursos legales desplegados y, según sus voceros oficiales y oficiosos, llevarían esta “batalla legal” más allá del Jurado Nacional de Elecciones, pues estarían dispuestos a judicializar sus reclamos, pese a que las decisiones de ese organismo, por expresa disposición constitucional, no son revisables en vía judicial. El lenguaje bélico está resonando de manera permanente y ya no son pocos los personajes que plantean abiertamente propuestas de sedición, lo que muestra que, también en el Perú, las “derechas alternativas” (que tendrán representatividad en el Congreso) “vienen jugando la carta radical y proponiendo ‘patear el tablero’ con discursos contra las élites, el establishment político y el sistema”[2], pues ven en todos esos espacios a “marxistas”, “comunistas” o “terroristas”.
El reto mayor en este momento, superando la tradición de la izquierda, es afianzar la alianza entre Perú Libre, una organización mayormente regional y de valores conservadores, y Juntos por el Perú, organización más bien urbana y progresista. Para ello, deben encontrarse los puntos comunes en la agenda política a corto y mediano plazo, que permitan erigir los ejes centrales de una agenda disruptiva del statu quo, que, de ser exitosa, les permita “reconectar con las demandas materiales de las clases trabajadoras sin renunciar al proyecto emancipador de los derechos civiles”.
Lo que muestran estas elecciones es un país demográficamente dividido casi en dos partes iguales. Una mitad, probablemente, que defiende el establishment o propugna pequeños cambios. La otra mitad, constituida por las poblaciones que demandan desde hace muchos años cambios importantes en el modelo e incluso estructurales. Sin embargo, esa división varía completamente si llevamos las cosas a un plano territorial, pues la presencia de Castillo es arrolladora en 16 regiones del país, desde el sur y hasta el centro y norte andinos. Mientras tanto, Fujimori tuvo una victoria contundente en solo 5 regiones del país, incluyendo Lima Metropolitana y Callao. Finalmente, si bien en Loreto y Ucayali ganó Fujimori, lo hace apenas superando a Castillo.
Frente a esta división y con una postura belicista, Fuerza Popular impulsa agresivamente el denominado Lawfare, entendido como “el uso interesado de la ley que hacen los actores poderosos para combatir y desarmar, en el ámbito judicial, a un adversario político que, generalmente, supone un problema para los intereses del establishment”[3]. Está desplegando diferentes actividades para impedir que su derrota se formalice, incluso a costa de desconocer los votos de poblaciones rurales. Ha presentado solicitudes de nulidad en relación con 802 mesas electorales, aunque la mayor parte de ellas fuera de plazo y se están rechazando; acaba de solicitar que la ONPE realice una auditoría informática de las actas. Su estrategia recurre a diferentes acciones, en diferentes ámbitos. Cuenta con ingentes recursos económicos y tiene a los medios de comunicación más importantes a nivel nacional como cajas de resonancia.
Por su parte, el profesor Castillo está mostrando interesantes virtudes políticas y va generando movimientos inteligentes, de manera coordinada con sus aliados políticos y diferentes asesores para ampliar el espectro de sus apoyos políticos y sociales. Los medios de comunicación internacionales han reconocido su victoria, por lo menos desde el 15 de junio.
¿Cuál es la perspectiva a futuro para el desenlace de esta contienda (quizá sea más preciso decir guerra) electoral?
Correspondería que el JNE proclame a Castillo como presidente de la República y que el fujimorismo acepte su derrota. Si ese fuera el escenario, tendríamos un panorama político crispado y polarizado, aunque seguramente esto iría menguando con el tiempo y, eventualmente, podríamos tener un quinquenio con mayor estabilidad política.
No obstante, lo más probable es que el fujimorismo no acepte su derrota electoral, razón por la que, con el respaldo de sus aliados en el Congreso y de los poderes fácticos, obstaculizarán al gobierno entrante. Hemos sido testigos de los pedestres y altisonantes —pero no menos peligrosos— comentarios de Jorge Montoya, congresista electo y voceado futuro presidente del Congreso. El obstruccionismo será muy pesado, lo que exige en nuestro próximo gobernante instinto y olfato políticos muy agudos.
¿Qué tanto podrá el señor Castillo cumplir sus promesas? Creo que al virtual presidente de la república, cual fino orfebre, le toca una tarea de filigrana por los equilibrios que hay que construir, por un lado, entre la necesidad de mantener la estabilidad económica y la disciplina fiscal (cuestiones muy apreciadas en el Perú luego del fiasco monumental de García) y, por el otro, la impostergable atención que debe darse a demandas sociales acumuladas por décadas. Desde mi perspectiva, para lograr esto el presidente electo no debería abandonar sus propuestas iniciales más importantes, como, por ejemplo, el lograr que se convoque a una Asamblea Constituyente y se apruebe una nueva Constitución Política, lo que requiere de un trabajo con una simbiosis de elementos técnicos y políticos. Lograr este objetivo resultará muy complicado dada la correlación de fuerzas en el Congreso, donde existe una muy importante representación contraria a esos objetivos y que hará hasta lo imposible para evitar su éxito.
En ese espacio, podría incluirse en el debate la conveniencia de reorganizar nuestra república sobre la base de criterios federalistas, como se planteó a comienzos del siglo XX. Quizá sea esa la única manera de manejar con armonía las profundas diferencias entre los territorios de las regiones que no se ajustan a la agenda de Lima y la franja costera que va desde Ica hasta Tumbes. Además, frente a los dislates superfluos de ciertos actores políticos, sería también necesario pensar y debatir si el Perú no debiera escindirse territorialmente para no seguir forzando una unidad artificial impuesta desde y para Lima, que hace que el país siga viviendo de espaldas a sí mismo.
Para lograr esos objetivos, el reto mayor en este momento, superando la tradición de la izquierda, es afianzar la alianza entre Perú Libre, una organización mayormente regional y de valores conservadores, y Juntos por el Perú, organización más bien urbana y progresista. Para ello, deben encontrarse los puntos comunes en la agenda política a corto y mediano plazo, que permitan erigir los ejes centrales de una agenda disruptiva del statu quo, que, de ser exitosa, les permita “reconectar con las demandas materiales de las clases trabajadoras sin renunciar al proyecto emancipador de los derechos civiles”[4].
La buena gestión del Estado —máxime en el actual contexto— es una premisa que no debe descuidarse, pues el dispendio de los escasos recursos públicos sería catastrófico para un proyecto político que se presenta como alternativo, sin que ello signifique, para el profesor Castillo, renunciar a la dirección del proceso. La lucha contra la corrupción no debe cejar, sin perjuicio de la necesidad de despolitizarla y deselitizarla y debe fortalecerse y respetarse la independencia judicial, democratizándola, eso sí.
En suma, el camino que se inicia este 28 de julio se anuncia agreste y de inexpugnable pendiente, pero los milenarios caminos andinos son una enseñanza a su gente en el arte de caminar.
[1] KAHHAT, Farid. Entrevista en Jacobin América Latina. Ver: https://jacobinlat.com/2021/06/02/castillo-puede-reescribir-la-historia-peruana/?fbclid=IwAR0fBl_97mQ-tM2ZJ3P3J6o6tGRCIRRihDUTn-bGky4j1_ELcS2O3lUQiMs
[2] STEFANONI, Pablo. ¿La rebeldía se volvió de derecha? Como el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y porque la izquierda debería tomarlos en serio), Libro digital, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2021, p. 9
[3] TIRADO SÁNCHEZ, Arantxa. El Lawfare. Golpes de Estado en nombre de la ley, Libro digital, Akal, Madrid 2021, p. 31
[4] STEFANONI, Pablo. Op. Cit., p. 146
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