La crisis peruana, Pedro Castillo y el movimiento popular

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Revista Ideele N°298. Junio-Julio 2021

El día 15 de junio, el organismo electoral peruano terminó con el conteo oficial de los votos emitidos en la segunda ronda de la elección presidencial, nueve días atrás. El candidato Pedro Castillo, del partido de izquierda Perú Libre, superó por 44,240 votos a su contendora, Keiko Fujimori, lideresa de Fuerza Popular, partido que reivindica el legado del ex dictador de derecha Alberto Fujimori. No obstante, a la fecha, persiste la incertidumbre en el país y crece la tensión, pues ambas partes tienen movilizados a sus partidarios.

La incertidumbre proviene de que el bando perdedor, de forma posterior a las elecciones, ha iniciado un proceso para anular centenares de mesas de votación por haberse dado, según denuncia, un “fraude en mesa” y ha movilizado detrás suyo a los abogados de los estudios más caros del país. Estas mesas corresponden a distritos del sur peruano, de amplia mayoría indígena, donde Pedro Castillo gana con porcentajes que superan, en algunos casos, el 90%.

Los argumentos fujimoristas se resumen en que se habrían falsificado firmas, que su candidata no presenta ningún voto en varios casos y que entre los miembros de mesa comparten el apellido, siendo aparentemente familiares. La autoridad electoral ha desestimado estas acusaciones y ha resuelto, en primera instancia, declarar improcedentes todas las impugnaciones. Pero la batalla legal prosigue y, sobre todo, la batalla política.

Keiko Fujimori ha logrado liderar a casi todas las fuerzas de derecha, a la mayor parte de los medios de comunicación, a la mayoría de grupos empresariales, a casi la totalidad de las familias de ingreso alto y a un sector de las capas medias urbanas, especialmente limeñas. Bajo las banderas de la “democracia” y la “libertad”, sus partidarios se movilizan en la capital y cobijan cada vez más voces que llaman a un golpe militar. Las expresiones racistas no han faltado ni el azuzamiento del temor al “terrorismo”, con el que asocian a Castillo.

La estrategia de la derecha peruana consiste en alargar lo más posible el tiempo previo a una declaración de ganador y, en medio, tanto deslegitimar al gobierno entrante como provocar una polarización social que justifique un eventual golpe de Estado, sea por intervención castrense o de tipo parlamentario. Las bancadas de derecha han acusado al presidente de transición, Sagasti, de no ser neutral y una carta firmada por ex generales ha sido dirigida al Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas llamando a no reconocer “un gobierno usurpador”.

El contexto es propicio para la construcción contra-hegemónica. La posibilidad concreta de que los de abajo gobiernen, expresada en el triunfo de un candidato proveniente del movimiento social y que venció a toda la maquinaria del poder, es un mensaje de gran relevancia. Se rompe la sacralidad tecnocrática, elitista, criolla y blanca de la dirección del país. Recuérdese que Pedro Castillo no gana tras pasar por el filtro cultural y político por el que pasó Ollanta Humala el año 2011, en una metamorfosis que lo convirtió en un político sin identidad.

En paralelo, Pedro Castillo ha recibido el apoyo de casi la totalidad de organizaciones sociales y de agrupaciones de izquierda. Cientos de delegaciones provenientes de las provincias y distritos más pobres del país se han reunido en la Lima. Por sus calles, con protagonismo de las rondas campesinas y del movimiento de maestros, el Perú popular, con fuerte componente indígena, se moviliza en defensa de su victoria.

Ambos bandos tienen diferencias claramente marcadas. El Perú muestra sus asimetrías más profundas en una escenificación que pareciera hecha a pedido por un director de teatro. Lima, de un lado, y las regiones del interior, del otro. La minoría rica frente a la mayoría popular. La minoría blanca y occidental frente a la mayoría cobriza, andino-amazónica e indígena. Los representantes de los sectores más poderosos del país en cruzada contra un maestro rural. Todo ello en medio de una elección presidencial que coincide con el bicentenario de la independencia peruana. En ambos lados, la bandera y el himno patrios. La nación en disputa.

¿Qué es lo que está pasando en el Perú? ¿Es justificado el pánico de la burguesía peruana? ¿Es justificada la esperanza popular en transformaciones profundas? ¿Qué está en juego? ¿Se acerca más Castillo a lo que fuera Ollanta Humala, un candidato con apoyo popular que se subordinó a los grupos económicos, asegurando la continuidad del neoliberalismo? ¿Se acerca más a un líder que represente lo que Evo Morales en Bolivia y que motivó el odio de la elite blanca boliviana? ¿Es esta solo una polarización electoral más, propia de toda segunda vuelta?

Con este artículo intento entender la coyuntura política en curso a la luz de diversos procesos sociales que tienen lugar en el Perú. La tesis que sostengo es que estamos ante la expresión de una crisis de régimen de dominación social. Aunque no hay elementos suficientes para señalar que sea una crisis definitiva, es posible afirmar que la elección de Pedro Castillo constituye una oportunidad -no una garantía- para transitar hacia un cambio de la estructura de poder en el país. La última palabra estará en el movimiento popular.

El régimen de dominación neoliberal y su crisis

La palabra crisis se asoma en los discursos de casi todos los actores políticos. Constituye un recurso fácil. La apelación a la crisis alude tanto a las objetivas crisis económica y sanitaria, como a la gaseosa crisis de valores, de la que se nutre la prédica conservadora. A ello se suma la constatación de una crisis política, apoyada en la existencia de cuatro presidentes distintos en cinco años. No falta quienes atribuyen al Perú una situación permanente de crisis, con raíces en tiempos coloniales.

Para darle al concepto algún contenido útil para el análisis, comencemos por entender que una crisis no puede ser permanente. Por definición, es temporal. Solo entra en crisis algo que fue previamente estable y que comienza ahora a sufrir alteraciones que ponen en riesgo su continuidad. En ese punto, se liberan fuerzas de restauración y fuerzas de cambio. En el análisis social, una crisis puede dar cuenta de la alteración de la estabilidad de una determinada configuración social en cierto grado y con respecto a aspectos suyos más o menos estructurales.

Si hacemos un análisis con el interés puesto en la forma en que se configura el poder, es posible señalar que en el Perú del año 2021 el régimen de dominación neoliberal, construido en la década de 1990, enfrenta contradicciones internas que desatan una crisis que podría significar el inicio de su final –al menos de este régimen tal como lo conocemos.

Un régimen de dominación social puede ser entendido como la estabilización relativa de una estructura de poder. Combina, para reproducirse en el tiempo y adquirir un carácter instituido, la organización de la producción y la apropiación –sustento material de la estructura de clases-, mecanismos de control político y ejercicio de la autoridad, formas de jerarquización social y discursos ideológicos. Todos estos aspectos aseguran su reproducción y tienen formas históricas concretas. No obstante, hay dentro de ellos elementos esenciales para asegurar su continuidad.

El régimen neoliberal, nacido con las medidas de ajuste estructural fujimoristas, se ha sostenido en algunos cimientos específicos. Pueden ser entendidos como las patas de una mesa, sin cuya presencia esta se desplomaría sin remedio. Sin pretender exhaustividad, es posible reconocer los siguientes: i) la estabilidad y el crecimiento macroeconómico, ii) el control empresarial e imperialista del Estado y la política, iii) la hegemonía de la cultura del emprendedurismo en las zonas urbanas y iv) la debilidad y división de la oposición social y política.

Estos cimientos se vienen debilitando desde hace algunos años. Los recientes procesos de crisis económica y sanitaria, motivados por la pandemia de COVID19 iniciada el año 2020, han acentuado dos procesos internos del régimen neoliberal peruano que tienen ese efecto. El primero tiene que ver con el estancamiento del crecimiento económico y el segundo con el conflicto desatado al interior de la derecha peruana, motivado por el caso Lava Jato.

La presión por mantener alta la tasa de ganancia en una economía estancada

Uno de los principales argumentos de los técnicos neoliberales para defender las políticas ortodoxas de libre mercado en el Perú fue que estas trajeron crecimiento económico, estabilidad de precios y superávit fiscal. La década de 1990 mostró indicadores auspiciosos en comparación al desastre hiperinflacionario de la década anterior y el año 2001 inició un ciclo de crecimiento extraordinario del producto bruto interno, motivado por los altos precios del cobre y del oro. Este, además, fue de la mano con una disminución sostenida de la pobreza.

Si bien las asimetrías de ingreso crecían, la estabilidad macroeconómica era bien valorada por una población urbana mayoritariamente desempeñada en actividades marginales basadas en el trabajo y en la venta del día. Pero el escenario comienza a cambiar el año 2014. El ritmo de crecimiento disminuye. A la par, el empleo formal comienza a reducirse en la capital y, por primera vez en más de diez años, la pobreza aumenta el 2017. Se pone en agenda la cuestión de la “desaceleración”. El estancamiento económico se agrava el año 2020 con la pandemia, con un correlato sanitario que ya ha costado más de 180 mil vidas.

El efecto de este fenómeno económico radica no solo en que la clase trabajadora se ve más empobrecida que antes, sino también en que, y esto es lo más importante, ante un excedente productivo más reducido, los sectores empresariales buscan profundizar el modelo económico. Su respuesta ante una economía que crece menos es elevar su tasa de ganancia a costa de los trabajadores, el ambiente y la recaudación fiscal. Solo así pueden cumplir sus expectativas de rentabilidad y, para hacerlo, cuentan con un alto poder político.

El año 2014 el gobierno de Ollanta Humala intentó implementar un régimen laboral especial que recortaba derechos a los trabajadores jóvenes. A pesar de que la norma fue derogada tras masivas movilizaciones, no han cesado los intentos empresariales de reforma laboral. Se promulgaron, a su vez, diversas normas orientadas a reducir las regulaciones ambientales para la realización de actividades extractivas y crecieron las exoneraciones tributarias millonarias. El reciente rescate financiero en tiempos de pandemia, como lo fue el programa “Reactiva Perú”, va en la misma dirección.

Estas medidas promovidas por la gran burguesía nacional y transnacional en el Perú tienen como resultado que, precisamente cuando la economía tiene menos que ofrecer a los sectores populares, sus condiciones materiales se vuelvan más severas. Dicho de otro modo, dada su racionalidad económica, los capitalistas provocan que la contradicción de clase se agudice. Como vemos, ello responde a un fenómeno objetivo, material, propio de las crisis económicas en este sistema y acrecentado en un contexto como el peruano donde el empresariado tiene un control casi total del juego político.

La crisis en las alturas y la canibalización política de la derecha

En paralelo, en el plano político institucional se ha desarrollado una crisis particular. Antes que responder a una disputa entre fuerzas políticas antagónicas, se ha debido a un fenómeno de exceso de poder. Expresión de ello ha sido la renuncia a la presidencia de Kuczynski el año 2018, la disolución del Congreso por parte de Vizcarra el 2019 y, solo en el 2020, la vacancia de Vizcarra, la asunción breve de Merino, su renuncia y la asunción de Sagasti. Detrás de tales hechos, el enfrentamiento permanente entre el gobierno y el Congreso, ambos dirigidos por fuerzas políticas de derecha, ha tenido en vilo a las instituciones neoliberales.

En todo ese periodo, la izquierda ha sido políticamente marginal y el movimiento social no ha participado con protagonismo, salvo un sector de las capas medias urbanas, movilizado con consignas liberales e institucionales contra el fujimorismo. El conflicto político se ha dado entre los operadores de la clase dominante y la clase trabajadora, en su mayoría, ha sido espectadora.

Esa crisis se da dado por dos razones. La primera es la estrategia pragmática del empresariado, consistente en cooptar a las agrupaciones políticas de turno, sin considerar necesario contar con una fuerza orgánica con legitimidad popular y real aparato político. La segunda es la investigación judicial contra los casos de corrupción relacionados con Odebrecht. En el fondo, la disputa ha sido por ganar posiciones de poder para evitar la cárcel. El propio esquema neoliberal de dominación política gestó ese conflicto.

El efecto de tal fenómeno fue socavar la frágil legitimidad de sus instituciones. La disolución del Congreso el año 2019 fue aprobada por la mayoría de la población y las marchas multitudinarias, aunque efímeras, contra Merino tuvieron un fuerte componente de crítica general a todo el sistema político, máxime tras ser evidente que dentro de sus reglas no había forma de resolver con rapidez la sucesión presidencial ni asegurar que el Estado defendiera la vida de la población en contexto de pandemia.

La impresión general era que los partidos y las instituciones políticas no sirven. Por tal motivo, la contradicción de clases en desarrollo, a la que hice referencia, encuentra un entramado institucional frágil, altamente cuestionado y sin liderazgos de derecha bien constituidos. Aquello pone en posición vulnerable a la institucionalidad vigente. De hecho, en tales circunstancias, las figuras liberales fueron un salvavidas, como el caso de Vizcarra y la izquierda institucional.

En conjunto, el deterioro de la estabilidad material y de la legitimidad institucional, sientan las condiciones para que se socaven también los otros cimientos mencionados: la hegemonía neoliberal y la debilidad de la oposición social y política. El emprendedor puede creer que solo con su trabajo sale adelante, pero es más difícil seguirlo creyendo si no hay empleo o si su familia ha quedado endeudada al intentar salvar la vida de un familiar en un sistema de salud privado sin regulación. A su vez, el valor de la organización y de la movilización aumenta en un contexto en el que las salidas individuales ya no son suficientes.

Lo que encarna Pedro Castillo y el terror de la burguesía

Que existan estas contradicciones internas en el régimen neoliberal de dominación, no significa que, de inmediato, se geste un derrumbe. Antes bien, abren un periodo de crisis en el que se desatan de forma cada vez más evidente las fuerzas de conservación y las de transformación. Estos procesos se han expresado en el terreno político en los dos últimos años, aunque con especial claridad en las elecciones generales.

Algo que no comprendió la izquierda institucional fue que la única forma de colaborar con la transformación social era plantearse la superación del régimen de dominación que se encontraba en crisis. Antes que eso, su intento por hacerse un espacio en el juego político aceptando sus términos y el centrar su acción política en una postura moral (contra la corrupción) y no de clase (contra la clase dominante), la llevaron a defender una posición institucionalista que más bien colaboraba con la conservación de un régimen en crisis. Por ello, cuando Verónika Mendoza decía “vamos a cambiarlo todo”, no tenía credibilidad.

Sin embargo, los procesos de lucha avanzaron, aunque con carácter heterogéneo. Junto con las grandes y muy cortas movilizaciones de noviembre del 2020, protagonizadas por las capas medias urbanas, tuvieron lugar otras con decantado carácter proletario, como las protestas de los obreros del agro contra el régimen especial de la agroexportación y la agroindustria. A ellas podemos sumar otras con fuerte componente indígena, como las protestas por atención sanitaria en la selva norte y contra la empresa minera Las Bambas, en la provincia cuzqueña de Espinar. Todas ellas se dieron el año 2020.

Así, mientras la pequeña burguesía se involucraba con entusiasmo en el relato construido por los sectores liberales de derecha e izquierda, centrándose en una visión moralista e institucionalista del poder, la clase trabajadora se iba expresando con fuerza creciente en diversos estallidos de protesta. Así llegamos al escenario electoral. En una oferta de candidatos prácticamente copada por las fuerzas de derecha y con una presencia de izquierda de orientación socialdemócrata, sin entronque real con el movimiento social, se asomó casi a último momento una candidatura como la de Pedro Castillo.

Las razones de su éxito responden, desde mi punto de vista, más que a ser el candidato de Perú Libre (pues fue invitado en último momento), al hecho de provenir del movimiento social y encarnar eficientemente las necesidades y la voz de los sectores más golpeados del pueblo trabajador, un pueblo que en el Perú involucra variables territoriales y étnicas. Castillo encarna, solo en su figura, varias posiciones en la estructura social: dirigente social, provinciano, campesino, andino y cobrizo. Su discurso, “desarticulado” para los estándares culturales de las capas medias urbanas, tenía pleno sentido para sus votantes.

Pedro Castillo logró canalizar mediante un apoyo electoral masivo las expectativas y la rabia acumulada de los sectores oprimidos. Al mismo tiempo, leyendo bien el fenómeno, la clase dominante le teme y lo desprecia por las mismas razones, pues también le cree. En un sentido consciente, a las familias ricas les asusta que pueda implementar reformas que vayan contra sus intereses objetivos. En un sentido inconsciente, les aterroriza la posibilidad de un desborde de los de abajo: que los invisibles, de pronto, muestren su mayoría, los rodeen y vayan por ellos.

Es el mismo temor de la elite criolla blanca ante el levantamiento indígena de 1780, liderado por Túpac Amaru, aunque aquí se trate de una manifestación pacífica y en las urnas, no de una sublevación violenta. No extraña, entonces, que encuentren terreno fértil las tendencias fascistas. No es casual que Castillo tenga al frente a Keiko Fujimori, pues se espera de ella que cumpla el rol que cumplió su padre hace tres décadas: imponer el orden y destruir “la amenaza terrorista”. Consciente de ello, realizó su campaña apelando a ese recuerdo: “mano dura para volver a rescatar al Perú”.

Un punto de partida, antes que uno de llegada

En el momento en el que se encuentra el Perú se está jugando, en cuestión de unos días o meses, lo que suceda en el país en las próximas décadas. No hago referencia solo a que se consolide el triunfo de Pedro Castillo en el marco de las instituciones vigentes. Me refiero, sobre todo, a que su victoria constituye una oportunidad histórica para el movimiento popular en varios sentidos.

La oportunidad que se tiene al frente concatena un conjunto de elementos que aceleran procesos que marchaban a menor ritmo. Pero esta oportunidad puede no concretarse y de ello hay que ser plenamente conscientes. Esto podría suceder si las presiones contra Pedro Castillo son tan fuertes que logran alejarlo tanto de la izquierda como del movimiento popular, como sucedió en el pasado con Humala. O, en todo caso, así el presidente se mantenga firme, puede suceder que las organizaciones sociales y políticas del campo popular no logren sostener los cambios gubernamentales.

En lo inmediato, la agudización de las contradicciones de clase y la emergencia de posiciones fascistas en los sectores dominantes favorecen la organización social del pueblo trabajador. Facilitan la construcción de una identidad común. Se demarcan las posiciones y se politiza rápidamente la sociedad. Junto con ello, la división tiene puntos concretos de definición. Uno es el triunfo de Pedro Castillo, pero otro, de corto plazo, es la nueva Constitución Política. La instalación de una Asamblea Popular Constituyente es un objetivo tangible con alta capacidad de movilización.

Asimismo, el contexto es propicio para la construcción contra-hegemónica. La posibilidad concreta de que los de abajo gobiernen, expresada en el triunfo de un candidato proveniente del movimiento social y que venció a toda la maquinaria del poder, es un mensaje de gran relevancia. Se rompe la sacralidad tecnocrática, elitista, criolla y blanca de la dirección del país. Recuérdese que Pedro Castillo no gana tras pasar por el filtro cultural y político por el que pasó Ollanta Humala el año 2011, en una metamorfosis que lo convirtió en un político sin identidad.

Ante un movimiento social creciente, existen también incentivos tanto para la radicalización de las organizaciones de izquierda, su entronque con el movimiento popular y su unidad política. La izquierda socialista, dispersa en pequeños núcleos, tiene ocasión de acelerar su acercamiento mutuo y la oportunidad de jugar un rol central en la organización de base. En la izquierda institucional, los elementos más radicales podrían ganar terreno frente a los más moderados y entablarse así procesos unitarios en términos más programáticos y menos “anti” derecha. Eso, por supuesto, si las presiones empresariales no llevan a que sea la izquierda moderada la que se encargue de acartonar y centrar al gobierno entrante.

En lo mediato, de tenerse éxito los primeros años, se estaría alterando de forma sustancial la estructura de poder y cristalizando esa alteración en una Constitución nueva. Sería el inicio del fin del régimen neoliberal. Todo ello generaría, a su vez, mejores condiciones para que el movimiento popular siga en ascenso, con dirigencias más experimentadas, con bases mejor constituidas y con mayor claridad política. Podría remontarse la debilidad de las últimas décadas que ha mantenido disperso y atomizado al movimiento social.

La oportunidad que se tiene al frente concatena un conjunto de elementos que aceleran procesos que marchaban a menor ritmo. Pero esta oportunidad puede no concretarse y de ello hay que ser plenamente conscientes. Esto podría suceder si las presiones contra Pedro Castillo son tan fuertes que logran alejarlo tanto de la izquierda como del movimiento popular, como sucedió en el pasado con Humala. O, en todo caso, así el presidente se mantenga firme, puede suceder que las organizaciones sociales y políticas del campo popular no logren sostener los cambios gubernamentales.

Al mismo tiempo, así como las condiciones para el agrupamiento de las fuerzas sociales y políticas de la clase trabajadora son mejores, también lo son para la clase dominante. La “amenaza comunista” es un factor de unidad sumamente fuerte para superar los conflictos internos en la derecha y construir un liderazgo orgánico renovado. No olvidemos tampoco qué rol cumple la política internacional y, en ella, los Estados Unidos y los organismos financieros. La gran burguesía tiene de su lado a los medios de comunicación, al capital privado, a las Fuerzas Armadas y a la derecha internacional. Están lejos de haber sido derrotados.

Como señala David Tejada, en este contexto se condensan 500 años de resistencia anticolonial, 200 años de luchas contra una República criolla y 30 años de recuperación del movimiento social golpeado por el régimen neoliberal. La labor de las organizaciones sociales es unirse, formarse y ser soporte del poder popular que cambiará el Perú. El gobierno entrante tendrá que apoyarse sin temor en ellas y saber contener, con inteligencia, los intentos de desestabilización económica y política, tanto como los intentos de tecnocratización. El ritmo histórico se acelera. En contextos como este se abren espacios inéditos para que las voluntades tengan efecto. Lo que hagamos hoy será determinante.

Sobre el autor o autora

Omar Cavero Cornejo
Sociólogo PUCP.

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