Escrito por
Revista Ideele N°298. Junio-Julio 2021… Muchos de quienes se dedican a hacer libros para niños
parten de una perspectiva más o menos autoritaria y asumen
al niño como un individuo más o menos pasivo.
Gustavo Puerta Leisse
Se suele pensar que la literatura infantil, en razón a su destinatario, tiene como función principal, educar a los niños a través de una propuesta de modelos de conducta socialmente aceptados. Este supuesto no es gratuito, pues encuentra asidero en el propio origen de los libros destinados al público infantil, en su vínculo con la pedagogía y a la idea de infancia que ha prevalecido en cada época. Al respecto, A.C. Baumgartner afirma que lo que llamamos literatura infantil específica, es decir, los textos escritos exclusivamente para niños, no tiene su origen primariamente en motivos literarios, sino pedagógicos. [1]
Así, podemos examinar estos los vínculos entre literatura infantil, pedagogía y la concepción de infancia con dos ejemplos. El primero, fraguado desde Sócrates quien en su diálogo con Adimanto, referido a la educación de los hombres, plantea que el cuidado del alma del niño debe pasar por la selección de los mitos que llegan hasta ellos y en la vigilancia de sus forjadores, proponiendo, incluso, una soterrada censura:
¿No entiendes -pregunté- que primeramente contamos a los niños mitos, y qué éstos son en general falsos, aunque también haya en ellos algo de verdad? (…) ¿hemos de permitir que los niños escuchen con tanta facilidad mitos cualesquiera forjados por cualesquiera autores, y que en sus almas reciban opiniones en su mayor parte opuestas a aquellas que pensamos deberían tener al llegar a grandes? (…) Primeramente, parece que debemos supervisar a los forjadores de mitos, y admitirlos cuando estén bien hechos y rechazarlos en caso contrario. Y persuadiremos a las ayas y a las madres a que cuenten a los niños los mitos que hemos admitido, y con éstos modelaremos sus almas mucho más que sus cuerpos con las manos. Respecto a los que se cuentan ahora, habrá que rechazar la mayoría.[2]

Posteriormente, en el siglo XVII, cuando empieza a pensarse la especificidad de la infancia y, por tanto, la necesidad de textos adecuados a esta etapa de la vida, fueron los puritanos quienes en este siglo crearon proyectos editoriales para educar a los niños en pro de la salvación de sus almas. Hablamos de una educación moralizante y una educación para la muerte. En consecuencia, se desprende la idea de que los libros tienen el poder de moldear la vida. Además, con plena conciencia de su destinatario y de sus posibilidades cognitivas, adecuaron su mensaje usando rimas, canciones y cuentos.
The New- England Primer impreso por Benjamin Harris en 1690, es uno de los libros que formó parte de este proyecto. Entre sus contenidos tenemos un abecedario en el que se aprecia esta educación para la muerte antes señalada.

Más allá de los fines utilitaristas de la propuesta puritana, podemos destacar el hecho de que pensaran en la posibilidad de la adecuación del lenguaje, en el uso de la ilustración e, incluso, en la sonoridad del lenguaje que actualmente lo podríamos leer en clave humorística. Incluso, estos elementos mortuorios han sido reutilizados por autores como Edward Gorey en Los pequeños macabros.
A pesar del tiempo transcurrido y de las aperturas temáticas e innovaciones formales en la literatura infantil, en pleno siglo XXI se insiste, desde la creación, en el vínculo literatura y pedagogía, generando un nefasto didactismo que sigue permeando a las producciones actuales. El libro como varita mágica, capaz de corregir los “malos comportamientos de los niños” sigue enfatizando el adjetivo infantil en detrimento del sustantivo literatura a tal punto que encontramos una gran oferta de libros para gestionar las emociones, libros para que los niños dejen el pañal, libros para el cuidado del medio ambiente, libros para empoderar a las niñas… todos ellos bajo el encarte de literatura infantil. Pareciera que no han servido de nada las conquistas de la fantasía romántica o de la ‘nonsense literature’, ni los hallazgos de la ciencia- ficción de Verne (1828- 1905) o de las aventuras narradas por Stevenson (1850- 1894)[4].
Precisamente, a fines del año pasado, la editorial Planeta Perú publicó Las aventuras de la Dulce Princesita, escrito por Maricarmen Marín e ilustrado por Ainard Lazón. En este relato, narrado en primera persona, Maricarmen, la niña protagonista, cuenta por qué la conocen como La Dulce Princesita. Entonces, el relato discurre a través de enunciados en los que el personaje infantil describe sus buenos modales, se asume como una princesita moderna, estudiosa y esforzada, presenta a sus perros, fieles compañeros de cada aventura, nos habla del poder de su varita mágica y, por supuesto, sobre la Navidad, su significado y el amor que debe primar en esta fiesta. Asimismo, hay unas llamadas a la interacción a partir de unas preguntas, sobre sentimientos y gustos, que Maricarmen le formula al lector. Este deberá responder escribiendo en el espacio asignado para tal fin.
Las inconsistencias literarias hacen agua en donde uno ponga el ojo. El título, anunciando la aventura, que supone la vivencia de situaciones extracotidianas en las que el personaje se embarca en un viaje, sortea peligros, lucha contra enemigos, somete a prueba su valor, sus miedos, comete errores… y retorna a la vida cotidiana con la madurez propia del crecimiento; aquí la aventura se simplifica a lo rutinario expresado en la monserga de la corrección y la bondad.
En suma, Las aventuras de la Dulce Princesita no es más que una narrativa de talante conservador que pretende brindar un modelo del deber ser, la misma que intenta camuflarse con la pátina paratextual de las tapas duras, las ilustraciones coloridas e infantilizadas y la apabullante presencia mediática de la autora. Otro caso más de cómo el adjetivo infantil engulle al sustantivo literatura a través de las enormes fauces de la temible madrastra pedagógica cada vez más poderosa gracias a la maquinaria del marketing.
Una de las características de este tipo de relatos didactistas y moralizantes es el uso de un personaje narrador. De por sí, esta es una categoría muy demanda en la literatura infantil que consiste en utilizar una perspectiva infantil genuina, un narrador autodiegético niño, lo cual favorece que su inexperiencia y su ingenuidad sean las principales herramientas narrativas. Este personaje narrador es por definición ingenuo y poco fiable, pues el niño tiene conocimientos, experiencias, puntos de vista y opiniones poco estables y restringidas de acuerdo con su edad, así como poca autocrítica y autorreflexión.[5]
He aquí el gran fracaso, pues en Las aventuras de la Dulce Princesita, estamos ante un narrador que, lejos de ser ingenuo o vacilante, admite una amplia experiencia de vida. Nos hace saber sobre los consejos de su madre que ella sigue al pie de la letra: Mi madre me dio un sabio consejo: Trata a los demás como te gustaría que te traten a ti. Y así lo hago. Presume de su asertividad: Cuando no estoy de acuerdo con ciertas cosas, lo digo de forma muy educada. Ayudo sin que me lo pidan. Y es así como todos empezaron a llamarme la Dulce Princesita. Manifiesta una seguridad envidiable frente a cuestiones tan abstractas como el amor: No existe nada más mágico ni fuerte que el amor que damos. Es tan especial que terminamos haciendo algo por nosotros mismos cuando lo practicamos. Y para dar amor es importante primero aprender a querernos a nosotros mismos.
Esta experiencia de vida se condice con su experiencia literaria. Maricarmen se esmera en puntualizar sus deslindes con las princesas de los cuentos maravillosos:
No soy una princesita como las de los cuentos de hadas, que esperan ser rescatadas por un príncipe y usan vestidos inmensos que les dificultan caminar.
¿Será por eso que, en ocasiones, pierden sus zapatos?
Yo soy una princesita moderna: no sueño con príncipes azules, ni verdes, ni rojos.
Estudio y me esfuerzo para cumplir todos mis sueños. (…)
¡Me olvidaba!
Tengo mi propia varita mágica, que, en ocasiones, hace las veces de micrófono. En eso sí me parezco a todas las princesas: yo también soy feliz cuando canto y bailo.
Curiosamente, este discurso del personaje sintoniza con la prédica actual del feminismo hegemónico que aboga por las reescrituras, fuertemente ideologizadas, de los cuentos maravillosos y de hadas con el fin de empoderar a las niñas. Dicha postura es una elongación de la crítica feminista de la década de los ochenta del siglo XX que, señalando a las versiones de los hermanos Grimm y de Perrault como responsables de la transmisión y perpetuación de valores patriarcales, bregó por un intervencionismo en la producción de cuentos dirigidos al público infantil que desembocó en un nuevo didactismo progresista[6] .
Esta errónea construcción del personaje derriba toda posibilidad de verosimilitud y abre el paso al panfleto ideológico para enarbolar, en la misma vía puritana, la bandera del libro como el instrumento idóneo para la transferencia de valores en perfecta alianza con la propaganda de las emociones y el empoderamiento.
Las inconsistencias literarias hacen agua en donde uno ponga el ojo. El título, anunciando la aventura, que supone la vivencia de situaciones extracotidianas en las que el personaje se embarca en un viaje, sortea peligros, lucha contra enemigos, somete a prueba su valor, sus miedos, comete errores… y retorna a la vida cotidiana con la madurez propia del crecimiento; aquí la aventura se simplifica a lo rutinario expresado en la monserga de la corrección y la bondad. Al contrario de lo que se propone, la nomenclatura Dulce Princesita más bien refuerza el estereotipo del que se quiere desmarcar y princesita moderna reafirma la imposibilidad del oxímoron. Asimismo, muy a la usanza del libro didactista, las llamadas a las interacciones del lector están destinadas a asegurar los preceptos pedagógicos y a desechar cualquier tipo de desviación interpretativa. Todo clarísimo para cristalizar una lectura unívoca.
Hasta aquí hemos visto parte de la constitución textual del relato, pero en literatura infantil los elementos paratextuales ameritan, también, una atenta lectura puesto que forman parte de la intencionalidad narrativa y estética. Así, la portada ilustrada referida a la Navidad, nos haría pensar que dicho evento es el centro del relato o que, al menos, un hecho relevante. No obstante, es solo un pretexto para encajar el discurso de la caridad, la fuerza del amor y el poder del corazón. En la misma línea, las guardas ilustradas con patrones de elementos como la varita mágica, un libro, un corazón, una pelota de fútbol y las notas musicales no persiguen otro objetivo más que el de anticipar el oxímoron de la princesita moderna en el frustrado intento por sacudirse de todo vínculo con aquellas princesitas sometidas a los “mandatos patriarcales”. Del mismo modo, la varita mágica es un elemento importante no desde el punto de vista narrativo textual o visual, sino desde la relación mediática con la autora. Así, el planteamiento de la ilustración es un simple regodeo desde la comodidad del estereotipo infantilizado tan alejado de las innovaciones plásticas trazadas por las tendencias de la ilustración en la literatura infantil contemporánea, caracterizadas por desafiar e, incluso, incomodar constantemente al lector.
En consecuencia, Las aventuras de la Dulce Princesita responde a la concepción del niño como proyecto de futuro y a la obsesión pornográfica por el mensaje, revelando un profundo desprecio por la capacidad interpretativa y fruición estética del destinatario. Un panfleto cuya lectura podría provocar la muerte del lector por una sobredosis de azúcar.
[1] Citado por Zilberman, R. (2006). El estatuto de la literatura infantil. En: Letritas. III (6), 26.
[2] Platón. (1988). Diálogos. IV República. Introducción, traducción y notas de Conrado Eggers Lan. Madrid: Gredos, p. 135.
[3] La traducción al español es de Romero, M. (2020). Historia de la literatura infantil. [Apuntes de clase]. Grupo Horma. Ciudad de México.
[4] Tabernero, R. (2005). Nuevas y viejas formas de contar. El discurso narrativo infantil en los umbrales del siglo XX. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, p. 25.
[5] Nikolajeva, M. (2014). Retórica del personaje en la literatura para niños. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, p. 26
[6] Colomer. T. (2007). La formación y renovación del imaginario cultural: El caso de Caperucita Roja. En: Gemma Lluch (coord.) Invención de una tradición literaria. (De la narrativa oral a la literatura para niños). Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla- La Mancha, p. 64.
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