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Revista Ideele N°299. Agosto-Setiembre 2021Hace unos meses, luego que la llegada del primer lote de Sinopharm fuera opacada por el infame “vacunagate”, un programa decidió enlodar todo el proceso de inmunización aduciendo, en compañía del hoy congresista Ernesto Bustamante, que la vacuna era “agua destilada”. Para ello, utilizaron como base fragmentos filtrados del estudio clínico de la universidad Cayetano Heredia y de la San Marcos (estudio que, dicho sea de paso, todavía no se publica). Aquel viernes, amigos y familiares comenzaron a atiborrar mis redes sociales con mensajes de alarma. ¡Era un escándalo! Nos habían agarrado de idiotas. Solo unas semanas atrás habíamos celebrado la llegada de esas primeras 300,000 dosis, mientras Sagasti se inoculaba el fármaco junto al personal médico.
Casi de inmediato, voceros del gobierno y especialistas salieron a desmentir el bulo: era falso que la vacuna del laboratorio chino tuviera “un 11 % de eficacia” o que “produjera más covid-19 que el placebo”, como sostuvo con desparpajo el entonces candidato por Fuerza Popular. A la mañana siguiente, la investigadora principal del estudio clínico de Cayetano Heredia, Coralith García, explicó que la información difundida respondía a un trabajo preliminar y que, además, se había hecho una mala lectura del informe. Pero el daño ya estaba hecho. Al día siguiente, personal de primera línea se rehusó a aplicarse la vacuna y el Estado terminaría paralizando la compra del fármaco al laboratorio chino, proceso que ya venía siendo cuestionado a causa del “vacunagate”.
En aquellos días, inicios de marzo, estaba bastante claro que se trataba de una estrategia desestabilizadora para traerse abajo el gobierno de Sagasti, cuya principal labor, además de conducir unas elecciones presidenciales limpias, era el de comenzar con el proceso de vacunación que el expresidente Vizcarra se había encargado de manchar. La llegada de vacunas de otros laboratorios −Pfizer, AstraZeneca−, así como una campaña electoral que calentó a niveles de ebullición, nos hizo olvidar un poco aquel ventarrón de noticias falsas que hubo alrededor de una vacuna que, según estudios en todo el mundo, alcanza el 79 % de eficacia y que, según el Instituto Nacional de Salud, en base a la experiencia de los médicos peruanos que se vacunaron con Sinopharm, previene la muerte en un 94 % de los casos. A pesar de estas cifras, a simple vista, irrefutables, a un gran número de personas le ha quedado retumbando la idea de que la vacuna china es ineficaz.
Así llegamos a agosto, cuando la gente abandonó los vacunatorios tras saber que se les aplicaría la china. “Esa no es como la Pfizer”, argumentaban mientras rompían filas. Cuestión de marcas. Lo cierto es que todavía hay desconfianza en una parte de la población, no solo por la campaña mediática contra Sinopharm, sino también por el mal manejo del ensayo clínico en nuestro país, que tuvo graves faltas éticas por parte de sus autoridades. Estos próximos meses, la china será la dominante en nuestra campaña de vacunación, bastante retrasada en comparación con países vecinos, y a puertas de una tercera ola que, ya sabemos, será protagonizada por los que no se hayan vacunado.
Y si llega el tsunami y no hemos logrado convencer a la gente de que la mejor vacuna es la que llega a tu hombro, será motivo para reflexionar otra vez sobre la responsabilidad de los medios de comunicación. Porque tergiversar la verdad, sabotear la vacunación y operar a favor de intereses particulares debería tener un costo real. Y hacer atractiva la mentira con música persuasiva, ternos de colorinches y soberbia impostada no solo es inmoral, también criminal. Ya lo dijo Ryszard Kapuscinski, aquel gran periodista polaco, en una de sus ponencias sobre la labor y la ética periodística: “Los cínicos no sirven para este oficio”. Una máxima tan en desuso en estos días, pero tan necesaria.
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