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Revista Ideele N°299. Agosto-Setiembre 2021Los estudios de memoria y violencia política en el Perú abarcan un amplio cuerpo teórico que, en algunos casos, descentran paradigmas o sentidos comunes dentro de la narrativa del conflicto generalmente aceptada. Me interesa en este artículo poner en discusión la presencia del giro ético en algunas obras relevantes de la escena teatral contemporánea que abordan al conflicto armado interno que sacudió a nuestro país en aquellas dos décadas de violencia (1980-2000). El giro ético, concepto trabajado principalmente por Jacques Rancière y Alan Badiou, es un paradigma sostenido por la ética de los derechos humanos, el conceso democrático y la intervención de ayuda humanitaria que despolitiza procesos de lucha y reivindicación, apelando a no volver a un pasado de violencia y/o de totalitarismo.[1] Es decir, se antepone la ética humanitaria para recordarnos que todo proceso o política emancipatoria conduce “necesariamente” al desastre (que se concibe así como el resultado “inherente” de todo proceso revolucionario).
En la realidad peruana, la sombra de Sendero Luminoso aún persiste en la memoria colectiva. En ese sentido, el giro ético se convierte en un paradigma que rige las subjetividades de una sociedad que constató, gracias a las conclusiones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), el saldo de la violencia política que dejó casi 70 mil muertos (víctimas tanto del accionar senderista como de las fuerzas del orden). Si bien la CVR nos brindó un legado fundamental para seguir construyendo y ampliando la discusión sobre la memoria reciente, esta no debería darse por cerrada.
Por ello, resulta interesante observar cómo el giro ético también se encuentra instalado en parte del enfoque del discurso de la misma comisión, en aspectos como la centralidad de la víctima o el imaginario de la comunidad andina en medio de dos fuegos. Y es que dicho paradigma genera varias problemáticas que velan algunas de las aristas y dimensiones del conflicto y, si bien este puede ampliarse e incluir zonas grises y claroscuros de los contextos de violencia, también puede velar las singularidades sociohistóricas y las potencialidades presentes en los distintos procesos emancipatorios (no solo en los del pasado, sino incluso en los se pueden hallar en efervescencia actualmente). Se antepone entonces el giro ético a aquellos horizontes y alternativas políticas que todavía buscan desarticular la hegemonía del capitalismo en favor de la transformación social.
Para analizar cómo el giro ético está presente en parte importante de nuestra dramaturgia con temática del conflicto, comentaré brevemente tres obras teatrales contemporáneas que, a mí entender, resultan relevantes tanto por su aporte artístico, como por la difusión e impacto que tuvieron en el publico peruano: La Cautiva (2013), escrita por Luis Alberto León y dirigida por Chela de Ferrari; Carnaval (2017), con el guion de Miguel Ángel Vallejo y la dirección Mirella Quispe y Renzo García Chiok, y La hija de Marcial (2015) de Héctor Gálvez (quien la escribió y dirigió). De esta forma, se busca indagar en un aspecto del tratamiento de la violencia política en el teatro peruano que no se discute con frecuencia: las limitaciones del discurso ético humanitario para la reflexión acerca de dicho periodo y de sus consecuencias en el posconflicto. El propósito de esta reflexión es demostrar que una parte significativa de la emergente y actual dramaturgia peruana, representada en tres obras estrenadas en el circuito cultural limeño, está fuertemente influenciada por tópicos de la memoria oficial o hegemónica, y por el discurso de los derechos humanos. De esta forma, al estar enfocadas desde esa perspectiva, se velan otras aristas y discursos que permiten pensar de forma diferente sobre lo acontecido y sobre sus consecuencias en la actual situación sociopolítica de la nación.
El fondo discursivo de las obras teatrales comentadas, más allá de sus particularidades, reafirma una postura ética que inhibe lo político (la del giro ético); es decir, están concebidas desde un paradigma que centraliza a la víctima y que no concibe la posibilidad de una transformación social a partir de un horizonte emancipatorio.
La Cautiva
Desde su estreno, La Cautiva ha sido una obra que ha dado mucho que hablar: fue estrenada en el centro de Miraflores, distrito de clase media y media alta de Lima, en un teatro que, hasta ese momento, tenía un público poco acostumbrado a temáticas relacionadas al conflicto armado interno. Así mismo, cuando la Dircote investigó la obra por supuesta apología al terrorismo, La Cautiva se hizo incluso más conocida. Desde ese entonces, se ha presentado muchas veces, incluso fuera del país. Tras la temporada inicial en el Teatro La Plaza, la obra se ha presentado en diversos espacios del medio, como en el LUM. La obra se representó como parte de la programación de actividades de dicha institución, que tiene como objetivo visibilizar y discutir aspectos de la memoria reciente sobre los años de la violencia política entre los años 1980 y 2000.
La Cautiva está contextualizada en Huamanga de los años ochenta. La obra se desarrolla en una morgue, donde los cuerpos de los caídos de la guerra, tanto militares como senderistas, son llevados para su reconocimiento y clasificación. La obra empieza con un diálogo entre el auxiliar y el técnico forense de la morgue: han traído a una niña de nombre María Josefa, hija de profesores senderistas que los militares han asesinado en un asalto. El técnico forense le pide al auxiliar, de nombre Mauro, que prepare y aliste el cadáver, ya que este será ultrajado y violado por una tropa de soldados a mando de un capitán que ha anunciado su pronta llegada. Luego de que el técnico forense se va, el auxiliar limpia el cuerpo de la niña hasta que de pronto esta empieza a hablarle. El auxiliar pasa entonces por un proceso en el que primero alude al estrés y al agotamiento para entender lo que está sucediendo. Sin embargo, luego se convertirá en el soporte de María Josefa, pues intenta apaciguar su desconcierto y sufrimiento ante su confrontación con la muerte. Por ello, él recurre a diversas estrategias para distraerla y apaciguar su miedo: recrea e inventa situaciones en donde la hace reencontrarse con su abuela y su pretendiente, con lo que logra por momentos un escape ilusorio e ingenuo frente al sufrimiento que los recuerdos (sobre todo, los de la relación que tenía con sus padres senderistas) le causan a María Josefa.
La puesta en escena dirigida por Chela de Ferrari es de gran prolijidad: ningún detalle parece escapársele a la directora en la articulación de los diversos elementos que componen el montaje. Todo el universo planteado contribuye a acercar a los espectadores a lo que vive María Josefa: la cuidada escenografía, música e iluminación crean atmósferas inquietantes que apelan a reforzar el dolor de la protagonista, por lo que contribuyen con generar la identificación y empatía del espectador. La característica de pureza que se plantea para María Josefa es resaltada principalmente por la interpretación de la actriz Nidia Bermejo, que encarna a su personaje con una gran movilización emocional, que parte del descubrimiento del horror de saberse muerta. El desconcierto, miedo y vértigo que María Josefa atraviesa dejan agujeros en el mundo simbólico; y logran que el espectador se conmueva ante el cuerpo sufriente de la víctima pura, cautiva en el medio de dos fuegos. Desde este lugar, se le ha construido a ella como inocente en todas sus dimensiones, por lo que la amenaza representada por los dos bandos genera una profunda identificación y empatía que influye afectivamente en el espectador.
El discurso cristiano está muy presente en diversos elementos. La acción dramática de la obra sucede en Viernes Santo. Como analogía a la muerte de Cristo, María Josefa también será sacrificada simbólicamente (a través de la violación). Esa visión cristiana se encuentra en consonancia con aspectos de la memoria hegemónica que constantemente vuelve a un discurso piadoso sobre la víctima. Por ello, el sufrimiento del personaje de María Josefa no resulta incómodo, porque se despolitiza. La acción se centra en su sufrimiento y el discurso incide en mostrar el sacrificio de la víctima para purgar a la nación, para poder al fin sentar las bases para la reconciliación. No hay zonas grises ni un “recordar sucio”[2] que abran otras grietas, otras discusiones que reelaboren los tópicos y sentidos comunes que el discurso de la memoria hegemónica ha instalado en la subjetividad de la sociedad.
La obra presenta una posición crítica frente al accionar de Sendero Luminoso y los militares a partir de le representación del personaje de la niña inocente que es expuesta a diferentes grados de violencia, que llegan incluso a la posible violación después de su muerte. Según diversos testimonios reunidos por la CVR, la violación por parte de fuerzas del ejército a mujeres indígenas fue una práctica sistemática.
Así mismo, en las conclusiones finales del mismo informe se adjudica responsabilidad a miembros de las Fuerzas Armadas de violencia sexual contra la mujer. Todo ello se denuncia en la obra a partir del conflicto dramático de la amenaza del capitán y su regimiento de atentar contra el cuerpo de aquella joven. Por otro lado, los padres de María Josefa (que no aparecen directamente en la obra, pero que son mencionados constantemente) son retratados como sujetos abocados totalmente a su actividad terrorista. Por medio de ellos, el discurso de Sendero Luminoso está representado en la obra a partir de un mandado superyoico, que perturba a María Josefa. No hay espacio para su hija en sus vidas, pues hay una clara distancia y recelo en el vínculo. Ella se siente rechazada por sus padres. De esta manera, el vínculo con ellos está sustentado en el miedo a lo político.
María Josefa es invisible para esos senderistas, porque su sola existencia representa un obstáculo para la “guerra popular”. Los padres de la joven son representados así como seres gobernados por la lógica del superyó, aspecto que se muestra en la obra como tremendamente negativo. Cabe recordar que el superyó es la instancia que se relaciona con el sacrificio del deseo (o del principio del placer) en pos de la exigencia moral del “Gran Otro”.
La representación de ambos senderistas se condice con la figura del fanático que deja de lado a su familia (o en este caso, su labor de madre o padre) para encarnar el ideal de la lucha armada. Esto, visto desde la perspectiva de la hija, busca generar más empatía hacia el desamparo de la protagonista y mayor rechazo hacia los padres de esta. De esta manera, Sendero Luminoso se representa como el mal padre: aunque no esté presente físicamente en escena (salvo por el cadáver de uno de sus integrantes en la morgue), su mandato y amenaza están latentes, como los mil ojos y oídos al que aludían sus militantes. Se refuerza así el sentido común de los discursos hegemónicos en el Perú, donde a la facción senderista se le asocia simplemente a la destrucción y al mal, sin explorar más allá de dicho imaginario.
Carnaval
Carnaval, obra de teatro escrita por Miguel Ángel Vallejo Sameshima, recibió una mención honrosa en el Concurso Nacional Nueva Dramaturgia Peruana de 2017 en la categoría Teatro para la Memoria organizado por el Ministerio de Cultura. Se estrenó en el Teatro de la Asociación de Artistas Aficionados (AAA) en agosto del 2018. La obra también se presentó en el LUM, y tuvo una segunda temporada en agosto del 2019 en el auditorio de la Alianza Francesa en el distrito de Miraflores. La acción de Carnaval se desarrolla en un pequeño pueblo andino del Perú a mediados de la década de 1980, en uno de los momentos más álgidos del periodo de violencia política.
La obra está estructurada a partir de la conversación entre los dos personajes centrales: Fano y César, de 70 y 65 años respectivamente. Al revivir momentos del pasado, los personajes develan secretos, rencores y culpas, que son reforzadas con la presencia y voz de sus familiares muertos. Al final, el público se entera que desde el inicio de la obra ellos dos también estaban muertos, solo que estaban repitiendo los sucesos de su último día de existencia. A partir de ese momento, la obra adquiere una atmósfera distinta, ya que los personajes rompen la cuarta pared y se dirigen al público para anunciar que han sido convocados para contar su historia.
Cada personaje dice su nombre completo. Luego, la obra vuelve a la primera escena, por lo que se plantea un círculo que se reiniciará. El juego de cartas entre los dos viejos es una repetición constante, un recuerdo que persiste porfiadamente. La puesta en escena de la obra está fuertemente centrada en las actuaciones y en lograr determinadas atmósferas a través del sonido y del tratamiento del espacio escénico, los cuales logran trasmitir una precariedad y marginalidad latentes en todo el tratamiento. La incidencia de los anuncios de la radio, que está estropeada, y, por ello, constantemente se interrumpe y cambia de dial por sí sola, genera una atmósfera confusa que disloca el tiempo con las noticias de otra época. Elementos como este son parte del entretejido dramático que perturban y ayudan a construir esta estructura circular que da el efecto de una repetición constante e interminable.
Un aspecto destacable de la obra corresponde a sus personajes, porque con estos se intenta retratar de manera compleja las contradicciones propias de la gente que vivió en un momento de máxima violencia. Las dinámicas representadas se basan en los acuerdos, tratos y complicidades que surgen entre los pobladores, y su relación con Sendero Luminoso y los militares en el periodo de violencia. Desde el principio, los dos viejos protagonistas, Fano y César, mantienen un vínculo tenso.
Más allá de lo que se ve en su dinámica cotidiana de cliente y dueño, guardan secretos y traiciones que complejizan su relación. Durante el desarrollo de la obra, ambos personajes callan o dicen poco sobre los acuerdos y negocios que han hecho tanto con Sendero Luminoso como con los militares. La obra maneja muy bien la ambigüedad en los protagonistas, pues muchas situaciones no se esclarecen ni se sabe quién miente a quién. Aparte, los otros tres personajes de Carnaval se muestran desde un inicio en una posición liminar: estos han muerto físicamente a causa de lo sucedido durante el período del conflicto armado, pero aún no cumplen con su destino simbólico de ayudar a los dos protagonistas a cumplir el objetivo de escapar del peligro y de la culpa; al final, no conseguirán este objetivo, pues César y Fano también se encuentran muertos y, por lo tanto, están atrapados en el eterno retorno de lo mismo.
Todos los personajes muestran a lo largo de la obra diversos contrastes que les dan una dimensión humana y creíble. Un mérito adicional de los directores es haber convocado a actores y actrices que cumplen a cabalidad el tránsito por el que recorren sus complejos personajes. Sin embargo, hay un punto hacia el final en que ellos se uniformizan, la acción dramática se resuelve y la obra se convierte en casi un homenaje.
Debido a este giro, no se logra atravesar los tópicos convencionales en los que los discursos de la memoria cultural inciden. Si bien la circularidad de Carnaval es una estrategia que intenta traer el pasado al presente, la manera en la que esto se lleva a cabo resulta bastante cercana a la del “buen recordar”[3]. Esto se debe a que se aborda lo acontecido como si se encontrara en un tiempo suspendido que no debería olvidarse, pero cuya verdad se encuentra demasiado cerrada en la denuncia de las víctimas de lo que ya pasó. En ese sentido, la estructura de la obra, es decir, el volver a recordar una y otra vez el mismo carnaval de violencia en un eterno retorno interminable, remite a una constante de la memoria cultural que rige actualmente.
En un contexto en el que el terruqueo, el negacionismo y la desinformación sobre lo acontecido durante el conflicto armado siguen estando bastante presentes (como se ha podido constatar en las últimas elecciones y durante el inicio del gobierno de Pedro Castillo), resulta necesario indagar en otros posibles discursos que descentren el giro ético para así ampliar la mirada y crítica a través de un medio tan expresivo y directo en su interpelación a la sociedad, dada la potencia del teatro como medio de comunicación desde el arte.
La hija de Marcial
Elegida como una de las obras ganadoras del concurso de dramaturgia Sala de Parto 2015, La hija de Marcial, obra de teatro escrita y dirigida por Héctor Gálvez, se estrenó en el Teatro de la Universidad Pacífico en septiembre del 2017 y en el LUM ese mismo año. Héctor Gálvez es un cineasta consolidado en nuestro medio: películas como Paraíso (2009), NN: Sin identidad (2014) y el documental Lucanamarca (2008) (codirigido junto a Carlos Cárdenas) dejan ver su interés y búsqueda recurrente sobre otras narrativas del conflicto y la violencia política de los años ochenta. La hija de Marcial no es la excepción, ya que pone en la mesa discusiones que no han sido tratadas ni revisadas por los discursos tradicionales de la memoria hegemónica y la mayoría de la producción cultural posconflicto: ¿qué sucede con los restos de los militantes senderistas asesinados extrajudicialmente? ¿Acaso no tienen también deudos que conviven con la herencia de la violencia?
La trama de la obra está contextualizada en la comunidad de Cruzpata en Ayacucho en el año 2002. En el patio de un colegio abandonado que sirvió de base militar en los años ochenta, el actual propietario del terreno encuentra los restos óseos de un hombre desaparecido en 1983. Acude al alcalde del pueblo y juntos descubren que la chalina que cubre parte de los huesos lleva las iniciales “M.S.A”. Entonces, el propietario deduce que se trata de un hombre de la comunidad llamado Marcial Solórzano Allauca, desparecido veinte años atrás durante el periodo más álgido del conflicto armado. A partir de este hallazgo, Juana, la hija de veinte años de Marcial, pide a las autoridades exhumar el cadáver de su padre para darle sepultura en el cementerio de la comunidad. Ella apenas lo recuerda, porque desapareció cuando era una niña de dos años, pero guarda el recuerdo a través de su madre, quien lo buscó por años hasta que se perdió en la locura y el alcohol. Juana, al enterarse de que su padre fue senderista, lo culpa del destino de su madre y entiende el rechazo de su comunidad.
Desde Lima, las autoridades correspondientes no autorizan exhumar el cadáver por tratarse de un “terrorista”. Finalmente, Juana se lleva el cráneo de su padre con ella: se trata de la única manera que encuentra de salvar algo de sus restos, ya que el alcalde le recomienda al propietario demoler todo el patio y los restos, y desecharlos como basura con el desmonte. Aunque la obra propone rupturas con la linealidad cronológica de la historia, tiene una acción dramática clara: consiste en que Juana logre darle una sepultura a su padre. Todo lo que se hace en la obra apunta a esta acción central. La puesta en escena se concentra en el realismo de las actuaciones, por lo que selecciona los mínimos elementos de utilería y mobiliario. Del mismo modo, plantea una escenografía austera y efectiva que, articulada con el lenguaje lumínico, logra recrear y plasmar las distintas atmósferas por las que transcurren los eventos. Estos elementos resaltan además el proceso emocional de Juana.
Si bien la obra de Gálvez puede tener puntos de contacto con la tragedia de Sófocles Antígona (el deseo de enterrar a un familiar que se considera “enemigo” de la comunidad, la oposición por parte de las autoridades para que ello se lleve a cabo, la exclusión a la que es llevada la protagonista), las diferencias son claras con respecto de la dimensión ética de la producción de Gálvez: aunque Juana se lleva el cráneo del padre al final, cede en su deseo original, pues no logra que el cuerpo de Marcial sea enterrado en el pueblo. Además, Juana termina con vida. Si bien abandona la comunidad al final, lo único que le aferraba a dicho lugar era cumplir con el deseo materno de esperar a su padre. En ese sentido, Juana no perturba tanto el orden simbólico como Antígona[4]. Desde el primer momento, ella es representada como un personaje adusto y poco expresivo. Se trata de una joven algo solitaria que no tiene parientes cercanos en la comunidad. La única relación cercana la sostiene con su novio Armando, un profesor de la costa, cuyos intereses desde un inicio se muestran distintos a los de ella. No se trata de un personaje que se sienta arraigado al lugar donde reside. Aun así, persiste en sus ansias por poder cumplir con el deseo de su madre.
La hostilidad que tuvo la comunidad hacia su familia cuando era niña vuelve a surgir a medida que transcurren los eventos. Luego de que Armando le revela que su padre fue un “terruco” y que la hostilidad de la comunidad hacia ella es una respuesta por las acciones que se cometieron contra ellos, Juana atravesará un proceso emocional que va desde el odio y el dolor, hasta la resignación y el perdón de la escena final. Se configura así a Juana como una víctima del conflicto armado: se ha quedado sola, sin padres ni familia. En el posconflicto, es rechazada en su comunidad; además, las autoridades le niegan la posibilidad de enterrar a su padre para, con ello, reparar simbólicamente su dolor y pérdida. Si al final de la obra a Juana no se le deja enterrar a su padre y tiene que abandonar su pueblo, ¿qué es lo que esto plantea, a nivel simbólico, acerca de la configuración de la comunidad peruana en el posconflicto? ¿Qué opciones le quedan por hacer a la protagonista de esta historia? La obra no ofrece una respuesta clara a esta última pregunta. Si bien Juana es representada como una víctima de la violencia, el autor/director intenta no anularla: la presenta como un sujeto con un nivel de agencia, pero sin la agresividad ni firmeza suficiente para enfrentarse a las autoridades y exigirles el entierro. No la vemos luchar, sino esperar.
El autor/director plantea así al personaje central sin muchos contrastes, y resalta principalmente sus principios y valores éticos. Asimismo, la narrativa principal apela explícitamente a un acercamiento empático por parte del público. Aun así, existen otros elementos en la obra que dan cuenta de intentos por plantear un discurso de mayor grado de complejidad; es decir, se evidencia que Gálvez intenta problematizar otras aristas que van más allá de la memoria ética. Quien irrumpe con un recordar más incómodo es Marcial por medio de la aparición de sus restos. La presencia del cuerpo desestabiliza, incomoda, interrumpe, genera miedo y rechazo. La reacción de toda la comunidad ante los restos constituye la crítica más certera de la obra; de hecho, a comparación de las otras dos obras, se observa que el planteamiento de La hija de Marcial es el que más difiere de otras narrativas de la memoria en la producción cultural peruana; asimismo, plantea un tema que incomoda a muchos sectores de la sociedad, como se evidencia en casos documentados en los últimos años y asociados a una concepción más “humana” del terrorista. Por ejemplo, la obra recuerda al caso del descubrimiento de un mausoleo de senderistas asesinados extrajudicialmente; por diferentes tipos de presiones, el lugar tuvo que ser destruido, lo que dejó un vacío para las familias que tenían en ese lugar un espacio simbólico donde tramitar su duelo. Por lo tanto, se observa que las dicotomías de inocente/culpable y perpetrado/perpetrador son problemáticas, porque son categorías fijas y monolíticas en el imaginario social que dicta quienes son o no son ciudadanos, a quienes se les deben otorgar derechos, o a quienes se les debe negar incluso la posibilidad de que sus deudos procesen su duelo.
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En conclusión, se ha postulado que existe una tendencia en la dramaturgia limeña que indaga en la memoria de la violencia política durante estos últimos años (casi dos décadas después de la publicación de los hallazgos de la CVR) y que posee características que se relacionan al “buen recordar”. Asimismo, tras el análisis, se ha comprobado también que algunas de estas obras presentan, además, elementos que complejizan dicho imaginario y que incluso se vinculan a un “recordar sucio”. No obstante, se ha confirmado que el fondo discursivo de las obras teatrales comentadas, más allá de sus particularidades, reafirma una postura ética que inhibe lo político (la del giro ético); es decir, están concebidas desde un paradigma que centraliza a la víctima y que no concibe la posibilidad de una transformación social a partir de un horizonte emancipatorio.
La calidad estética y profesional de estos trabajos es indudable. Más allá de ello, se puede concluir que, ya que el discurso de estas obras sigue la línea de la actual memoria hegemónica o cultural, esto ha contribuido a que las tres alcancen un grado de difusión significativo, así como una presencia importante en el circuito cultural limeño. Sin embargo, en un contexto en el que el terruqueo, el negacionismo y la desinformación sobre lo acontecido durante el conflicto armado siguen estando bastante presentes (como se ha podido constatar en las últimas elecciones y durante el inicio del gobierno de Pedro Castillo), resulta necesario indagar en otros posibles discursos que descentren el giro ético para así ampliar la mirada y crítica a través de un medio tan expresivo y directo en su interpelación a la sociedad, dada la potencia del teatro como medio de comunicación desde el arte.
[1] Quien explica con más detenimiento este giro de la política radical a la ética humanitaria dentro de la producción cultural y literaria peruana es Juan Carlos Ubilluz, sobre todo en su último libro Sobre héroes y víctimas. Ensayos para superar la memoria del conflicto armado (2021).
[2] Categoría designada por Francesca Denegri y Alexandra Hibbett en el estudio introductorio del libro Dando cuenta. Estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (1980-2000) (2016). Con ella se refieren a una concepción de la memoria que indaga en las zonas más complejas e inestables de lo acontecido (en la que, por ejemplo, se difuminan los límites entre víctimas y victimarios).
[3] Visión bastante prototípica dentro del giro ético que concibe que se hace necesario conocer la historia y aprender sobre ella para, desde allí, retomar la vida reconciliándose con aquel pasado. Este enfoque deja de lado que las causas de la herida del pasado son el síntoma de un mal aún mayor (esto lo desarrollan también Denegri y Hibbett en el estudio introductorio ya mencionado).
[4] Como sostiene Slavoj Zizek en El sublime objeto de la ideología, la persistencia de Antígona la lleva al punto de convertirla “en la pulsión de muerte, en el ser-para-la-muerte, aterradoramente despiadada, excluida del círculo de los sentimientos y consideraciones diarios, de las pasiones y temores”, por lo que llega a poner en entredicho el orden dentro de su comunidad por medio de la posición firme frente a su deseo y de no ceder en su apuesta ética.
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