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Revista Ideele N°274. Octubre 2017Al inicio del siglo XXI todavía la institución universitaria aparece como el centro académico desde el cual aspiramos a realizar transformaciones hasta hoy no logradas y, en algunos casos, ni siquiera imaginadas. Nuestro lenguaje universitario se puebla cada vez más de expresiones tales como la institución del siglo XXI, la calidad total o el espacio natural de la ciencia y la tecnología. Estas dos últimas representarían, además, el triunfo de una manera de pensar y actuar que nos conducirá directamente a lograr, sino el paraíso en este mundo, al menos a resolver los problemas acuciantes de la humanidad, dos términos cuya conjunción pareciera tener un efecto milagroso. Su sola mención basta para establecer una división entre progreso y atraso, entre modernidad y tradicionalismo y, obviamente, entre presente y futuro. Por ello, en una región como Ayacucho se asocia la producción de ciencia y tecnología a los espacios universitarios, allí donde se condensaría el conocimiento.
No sorprende entonces que el discurso sobre la universidad pública del futuro corresponda a un modelo al que se le añade la denominación “del siglo XXI”. Por supuesto, la máxima aspiración de quienes se han declarado creyentes del nuevo modelo sea contemplarse en los rankings internacionales donde se espera figurar algún día, enfatizando la excelencia en la aplicación de un modelo de ciencia y tecnología. Pero el futuro promisorio, la utopía supuestamente realizable, no son ideas nuevas en relación a la universidad, especialmente respecto de la San Cristóbal de Huamanga. En otros tiempos, también la promesa del cambio, mejor dicho, su urgencia, fueron ideas fuerza para lograr el cambio desde la universidad. Para no pocos, en esos tiempos, la transformación era posible aplicando el discurso científico y su aplicación: la tecnología. ¿Qué razón o razones campearon en una universidad como la de Huamanga en los años setenta del siglo pasado? ¿Cómo se pensó a la Universidad de Huamanga, en tanto paradigma de cambio y centro de irradiación de iluminadas maneras de pensar y actuar para la transformación no solo de la región, sino del país e incluso el mundo?
Empecemos mencionando un artículo publicado hace un tiempo por David Brooks en el diario The New York Times sobre el tipo de universidad en el siglo XXI[1]. Dicho autor señala que nos hallamos frente a dos modelos de universidad: el primero, denominado universidad práctica y el segundo la llamada universidad tecnológica. Esta última caracterizada por un estilo de enseñanza basado en el “cómo hacer”, es decir, una universidad donde se enseña el procedimiento. Mientras que en aquella considerada práctica el conocimiento “se imparte”, se transmite y los estudiantes tienen que aplicar las normas, las pautas establecidas. El sugerente trabajo de Brooks nos lleva a preguntarnos: ¿Cuál de estos dos modelos tiene y ha tenido preeminencia en la Universidad de Huamanga?
A pesar de todo lo que se ha escrito sobre la Huamanga, nos atrevemos a sostener que en ella, desde los años setenta del siglo pasado, hemos tenido más bien un modelo de universidad tecnológica que tiende a prevalecer con los cambios que se pretende al influjo del nuevo discurso sobre ciencia y tecnología.
Ello nos remite a tomar en cuenta el período que atravesó la Universidad de Huamanga entre fines de los años sesenta y durante los setenta en el siglo pasado. Como bien sabemos, su reapertura se produjo como un intento de modernizar el espacio regional ayacuchano a partir de la educación. La instalación de un centro de estudios superiores se esperaba contribuiría a cambiar la sociedad tradicional que se suponía, constituía en ese momento Ayacucho. La transformación esperada era que la universidad pudiera generar una masa crítica de profesionales formados en la ciencia, la tecnología y las humanidades. El proyecto elaborado fue obra de dos brillantes intelectuales como José María Arguedas y Luis E. Valcárcel, quienes planteaban que la modernización se podía trabajar desde la vertiente científica y cultural. En su propuesta, ciencia y humanismo no se repelían mutuamente sino que confluían en un proyecto de universidad que recomendaba la creación de especialidades profesionales como las de ingeniería, para el desarrollo de una infraestructura que se convirtiera en el efecto demostrativo concreto de las ventajas de la modernización; también se proponía la creación de otras escuelas como las de enfermería, que contribuyeran a cambiar “los hábitos perniciosos debido a prácticas curativas tradicionales”.
Las humanidades eran componente fundamental en una universidad que pretendía modernizar la región: la escuela de antropología ayudaría a recuperar la tradición y las prácticas locales a fin de adaptarlas, sin tener que extirparlas, a la modernización; igualmente la escuela de educación serviría para promover la inclusión de “mestizos e indios” en la corriente nacional. Las diferentes carreras combinaban ciencia, tecnología y humanidades y es así cómo la UNSCH pudo proyectarse a la región. Hasta los años sesenta del siglo pasado el proyecto de Arguedas y Valcárcel se ejecutó combinando ciencia y humanidades. La UNSCH terminó constituyendo un modelo que después sería replicado en otras instituciones de educación superior.
Pero más allá de una teoría de la modernización implícita en este primer período de la universidad, interesa resaltar que las racionalidades subyacentes a esta primera etapa encontramos la coexistencia (no exenta de tensiones, por cierto) de una racionalidad instrumental y otra práctica en el sentido habermasiano. La primera prioriza los medios y la búsqueda de la utilidad o pragmatismo. La ciencia y la tecnología son actividades humanas guiadas por la racionalidad instrumental. Mientras que la racionalidad práctica está relacionada con los juicios, con la toma de decisiones morales, con la conducta. Son las humanidades los espacios más afines a esta última en función de sus quehaceres.

“Una segunda explicación de la expansión del marxismo en las universidades como la de Huamanga se basa en los efectos de la modernización y la educación universitaria durante los años setenta en el país”
Hacia mediados de los años sesenta, se percibe un cambio en la universidad de Huamanga respecto a las relaciones entre ciencia, tecnología y humanidades que repercutiría en el modelo de enseñanza. El modelo hasta entonces vigente, que complementaba ciencia y tecnología con humanidades, fue sustituido por un modelo basado en un nuevo paradigma científico que exaltaba la ciencia como única verdad y el uso de la técnica como su medio de aplicación en la educación. El materialismo dialéctico e histórico, o simplemente marxismo, pasó a ser el paradigma hegemónico, sino el único.
Planteamientos prevalentes
Mucho se ha escrito y estigmatizado respecto de la UNSCH y su relación con la ideología marxista. Los sectores más prejuiciosos han sostenido que las ideologías violentistas son la expresión de “serranos, indios resentidos” que llegaron a la universidad donde se contagiaron del virus marxista propagado desde carreras universitarias relacionadas a las humanidades. Esta explicación racista y prejuiciosa todavía tiene acogida en algunos sectores políticos e instituciones. Por otro lado, desde las ciencias sociales se ha hecho trabajos serios sobre el marxismo en las universidades. Algunos autores mencionan, por ejemplo, que su expansión en medios académicos de provincias debe entenderse como la adaptación de esta ideología a las condiciones sociales andinas; es decir, la conjunción de esta ideología con las condiciones de pobreza y dominación de la población indígena prevalentes en la sierra peruana de la segunda mitad del siglo XX. En esta línea de pensamiento podemos destacar los trabajos de Alberto Flores Galindo y sus estudios sobre la Utopía Andina. En sus planteamientos encontramos que la cultura andina y las condiciones de dominación hacen proclives a las sociedades indígenas a abrazar la ideología marxista. Empleando otros términos, pertenencia social y cultura conducen a una determinada ideología y a la acción violenta. Desde luego, nuestra objeción respecto a ella es que no necesariamente la dominación étnica y de clase conducen a abrazar una determinada ideología y mucho menos a una ideología que promueva la violencia como respuesta.
Una segunda explicación de la expansión del marxismo en universidades como la de Huamanga se basa en los efectos de la modernización y la educación universitaria durante los años setenta en el país. Carlos Iván Degregori, exdocente de la UNSCH, plantea que tal expansión fue principalmente el efecto del crecimiento de la demanda educativa y la incapacidad del Estado de atenderla adecuadamente. Las reacciones que esto acarreó condujeron a la radicalización de los intelectuales provincianos resentidos por la modernización misma y por ser excluidos de sus beneficios. A ello se sumó, según Degregori, la desadaptación a la vida urbana y universitaria de parte de estudiantes rurales pobres, desarraigados y radicalizados. Estas tesis sobre marxismo y universidad en Huamanga fueron recogidas también en el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación o CVR.
Al respecto, trabajos como el de Degregori sobre el origen del radicalismo marxista en la universidad, en tanto respuestas a la desadaptación cultural y la existencia de condiciones estructurales como la pobreza y el abandono del Estado a la universidad, deben ser revisados. Desde nuestras propias investigaciones, no encontramos necesariamente correlación (estadística) entre origen rural, condiciones de pobreza e ideología radical. La tesis de Degregori sobre los intelectuales provincianos y su opción por el pensamiento radical tampoco resulta convincente. El radicalismo de fines de los años setenta no fue algo exclusivo de los intelectuales provincianos. El marxismo como actividad académica no se circunscribió solo a las universidades nacionales y de provincias sino que se constituyó en el nuevo paradigma científico que iba a servir para la transformación de la sociedad y al que las élites intelectuales de países como el Perú se entregaron. La manera como se ha construido la historia de la violencia en nuestro país resalta el radicalismo marxista ajeno y oculta el propio. Añadimos también que tanto Degregori y otros autores como Gonzalo Portocarrero han explorado, quizás sin mucho éxito, la religiosidad implícita de los intelectuales radicalizados de provincias. Una vez más, se atribuye a la cultura provinciana, a la tradición intelectual serrana, la inclinación por las ideas radicales.
Hacia otra interpretación
El nuevo paradigma marxista que tuvo vigencia en la segunda mitad del siglo XX tuvo que ver más con la manera cómo se construyó y representaron las nociones de ciencia y tecnología antes que con la implantación de una ideología más cercana a las humanidades. El radicalismo de esos años respondería más bien a una racionalidad instrumental que se impuso sobre aquella racionalidad práctica. No fue producto de una cultura provinciana sino del modo cómo se reificaron la ciencia y la tecnología en espacios predominantemente agrarios y con pocas oportunidades educativas. En todo caso fue el “deber ser” de Kant y la expansión del espíritu universal de Hegel en los andes. ¿Cómo se produjo este proceso?
“Criterios como eficacia y eficiencia no se aplicaron a la producción de conocimiento sino al logro de metas y resultados para el cambio radical de la sociedad”
La modernidad no fue creación de culturas nativas de América latina y sus élites intelectuales vivieron aquello que Edgardo Lander llama la Colonialidad del Saber; es decir, la ciencia, la tecnología como saberes sujetos al escrutinio de la razón fueron desarrolladas fuera de nuestro continente. Para ávidas élites intelectuales en pos del conocimiento venido de Europa, ciencia y tecnología tuvieron el mismo efecto que para los habitantes de Macondo tuvo el contemplar por primera vez el hielo. El nuevo paradigma científico y tecnológico del materialismo histórico y dialéctico que se introdujo en Huamanga no vino directamente sino que fue introducido a través de radicalizados círculos intelectuales de Lima, que a su vez miraban hacia Europa.
Apropiarse de la nueva ciencia del materialismo histórico y dialéctico, que los situaba como los únicos poseedores del hielo macondiano, llevó a las élites intelectuales a difundir en las universidades esta ciencia como la única vigente y verdadera. Además, el supuesto cientifismo del nuevo paradigma colocaba ciencia y tecnología como componentes de las fuerzas productivas y no como parte de la superestructura ideológica. En un esquema de pensamiento donde las condiciones materiales de existencia determinan la existencia social; ser poseedor de la ciencia era detentar las claves del comportamiento social. El modelo, que se limitaba a corroborar las tesis de los clásicos del marxismo, se aplicó en todas las escuelas profesionales de la universidad. De igual modo, el materialismo histórico como única ciencia para entender la sociedad sustituyó asignaturas que tenían relación con las humanidades o estaban vinculadas a una racionalidad práctica. Afortunadamente, no toda la docencia abrazó la nueva ciencia; quienes no lo hicieron fueron vistos con desconfianza y obligados por las circunstancias a encerrarse en sus propias actividades académicas e investigaciones. Para quienes desde el lado de las humanidades se atrevieron a desafiar el modelo impuesto, no faltaron calificativos como los de reaccionarios, agentes del imperialismo, culturalistas y otros términos similares.
El desafío pedagógico de enseñar la nueva ciencia a una creciente “masa” de estudiantes provenientes de un supuesto medio tradicional y atrasado reforzó la imagen del “catedrático” como único poseedor del conocimiento, sin importar su pertenencia a los variopintos grupos políticos marxistas de los años setenta presentes en la UNSCH. Entonces, a los estudiantes les correspondía aplicar sus resultados; es decir, aprender la tecnología, que viene a ser la aplicación del conocimiento científico para propósitos prácticos.
No extrañe entonces que la instrucción de los estudiantes en esta ciencia materialista no se hiciera en base a investigaciones o nuevos hallazgos sino mediante el uso intensivo de manuales. El manual es un texto instructivo que se usa para ejecutar procesos de trabajo, y por tanto constituye en sí una tecnología. Degregori llama “revolución de los manuales” a este tipo de enseñanza. Denominaríamos este proceso como transmisión de conocimiento tecnológico para la revolución, el mismo que podemos considerar como una forma de Tecnología de Poder propuesta por Michel Foucault. El objetivo central de la toma del poder hacía urgente el uso de esta tecnología para la educación de la masa (estudiantil). No olvidemos que, desde la perspectiva marxista, este concepto alude a un grupo indiferenciado que tiene que ser educado para adquirir conciencia de clase. Por tanto, la educación de la masa debía hacerse a través del conocimiento tecnológico para modificar la conducta de los estudiantes y convertirlos en instrumentos del cambio radical.
Podemos decir que el uso casi generalizado de este conocimiento tecnológico en el sistema universitario, y que iba más allá de los objetivos de poder, convirtieron a Huamanga en universidad tecnológica del siglo pasado. La ciencia y tecnología convertidas ambas en medios o instrumentos de un pensamiento único, aunque finalmente en función de protagonismos político-partidarios que se reclamaban, cada uno a su manera, como auténticos seguidores de la verdad científica, contribuyeron a la hegemonía de una razón instrumental en manos de intelectuales políticos. Criterios como eficacia y eficiencia no se aplicaron a la producción de conocimiento sino al logro de metas y resultados para el cambio radical de la sociedad.
Los resultados del fracaso de este modelo de universidad tecnológica están a la vista. Pero todavía hay quienes prefieren mirar a otro lado, ejercitar el olvido o guardar silencio o, en algunos casos, convertirse en los nuevos adalides de la Ciencia y Tecnología que prescinde de las humanidades. Queda siempre la posibilidad de persistir en los mismos errores. Se corre el riesgo de insistir nuevamente en un modelo importado sin mayor crítica y aplicado mecánicamente.
(REVISTA IDEELE N° 274, OCTUBRE 2017)
[1] David Brooks: THE PRACTICAL UNIVERSITY, NYT del 04/04/2013.
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