Me confieso pecador. Me he equivocado y he cometido más de una torpeza en mi vida. Muchas veces he sido gobernado por la ira y otras he cedido a mis debilidades y miserias, he tropezado y me he vuelto a levantar, me he arrepentido y he vuelto a caer. Mi humanidad me pesa, a veces demasiado… Mas, todo esto, me ha enseñado a perdonar como quiero que me perdonen y a comprender como espero ser comprendido…
Me confieso pecador y muy alejado de la perfección. Todos los días cometo un sin número de faltas y no me arrepiento de todas. Sólo de las que afectan a los otros, aunque muchas veces me he descubierto criticando algo y al poco rato cometiéndolo. No me resulta fácil juzgarme con la misma dureza con que lo hago con los demás. Tengo todavía la tarea pendiente de recordar siempre la frase: ‘Les aseguro que los que cobran impuestos para Roma, y las prostitutas, entrarán antes que ustedes en el reino de los cielos.’ (Mt 21,31).
Pero el mundo está también habitado por los “perfectos”, entre los que a veces nos encontramos, aquellas personas rectas y obedientes de la ley y de sus propios códigos éticos o que así lo creemos, que no se ensucian las manos, muchas veces porque no han tenido necesidad de hacerlo; suelen mirar hacia abajo a las prostitutas y delincuentes, ya que creen, creemos, que nunca cometeríamos los mismos pecados, convencidos de nuestra superioridad moral, porque jamás tuvimos que cometer ‘delitos’, ni pasamos hambre o necesidad que nos tentaran de perpetrarlos. Somos entonces poco propensos a disculpar y, si fuera por algunos de nosotros, habría que encarcelar a todos los que de una u otra manera ‘pecaron’, especialmente contra nuestra propiedad.
Cuando somos parte de este grupo de gente pertenecemos a quienes ‘miran la paja en el ojo ajeno, sin percatarse de la viga que tenemos delante’ (Lucas 6, 41). Sabemos cómo juzgamos y condenamos a otros sin detenernos a revisar nuestras propias miserias que ‘involuntariamente’ olvidamos. Nos parecemos al fariseo bíblico que rezaba diciendo: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, que son ladrones, malvados y adúlteros, ni como ese cobrador de impuestos. Yo ayuno dos veces a la semana y te doy la décima parte de todo lo que gano” (Lucas 18, 11-12). Para continuar con la citas bíblicas contaré que en cierta oportunidad en el Comité de Gerencia de una empresa se discutía sobre la posible sanción a imponerse a dos empleados a quienes se había sorprendido en juegos eróticos dentro de la oficina y uno de los gerentes pedía una sanción ejemplar porque eran unos ‘inmorales’. Me sorprendió la intervención del Presidente Ejecutivo, quien asistía a la reunión y dijo para sorpresa de los asistentes: ‘El que esté libre de pecado que tire la primera piedra’ (Juan 8, 7).
Como se imaginarán, no pretendo defender la impunidad, sino la falta de empatía y compasión, lo que los evangelios llaman misericordia [del latín misere, (miseria, necesidad) y cord, cordis, (corazón)] y en nuestros tiempos denominamos solidaridad, que usualmente definimos mirando al futuro, como sentimiento de unidad basado en metas e intereses comunes, pero que tiene también el componente del pasado, ya que somos solidarios como parte de nuestra familia, grupo, nación y humanidad entera. De allí que la necesidad de solidaridad tiene origen en nuestra solidaridad primera. Hay que separar a las personas de sus actos. Las primeras pueden ser perdonadas sobre todo si se arrepienten, mientras sus actos pueden ser repudiables. Todos cometemos errores, nos equivocamos y exigimos comprensión y raras veces pedimos perdón, pero con demasiada frecuencia no estamos dispuestos a otorgarlo a los otros.
De otro lado, es necesario tener presente que los asuntos públicos requieren un tratamiento diferente de los privados. En la vida pública, la aplicación de la ley es indispensable, pero el Derecho ha evolucionado y hoy se reconoce la rehabilitación de quienes cumplieron con sus penas, porque también la sociedad tiene su dosis de responsabilidad en el proceder de sus miembros.
Los hombres conforman la humanidad y aunque son seres independientes y libres, no pueden prescindir de su familia, su grupo y su historia, porque son parte inseparable de sí mismos y por eso solidarios, aunque no quieran reconocerlo. Perdonar y ser perdonados son regalos que se nos han dado para nuestra realización.
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