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Revista Ideele N°300. Octubre-Noviembre 2021¿Qué fusibles se queman y a pesar del corto circuito siguen funcionando?
Para nadie es un secreto que en las recientes elecciones uno de los grandes perdedores fue nuestro “centro democrático”, que, como ya es costumbre, quedó el flagrante offside: una reserva moral muy descolocada a la hora de entender el Perú más allá de sus claustros universitarios. El futuro de la política nacional se estuvo debatiendo en otros escenarios. Por un lado, la izquierda gobernante, con su tira y afloja con los extremistas del Movadef (ya sin su principal líder terrorista que amnistiar); y por el otro, el fujimorismo (y parte de una falsa casta republicana) aliándose con todo lo que signifique ultraderecha, incluyendo al mismo VOX de España, para “combatir el narco-comunismo” en América Latina.
Curiosamente, ambos movimientos, Movadef y fujimorismo, reivindican a un líder preso por asesinato, y buscan a toda costa que el olvido sea tierra fértil para su reposicionamiento.
En las últimas semanas, la designación de un nuevo gabinete más de centro parece darle algo de equilibrio al debate y devolverle el mando al presidente Pedro Castillo, luego de esa suerte de pulseo interno que se vivía en el Ejecutivo gracias a las presiones de una facción de Perú Libre que buscaba imponer a Vladimir Cerrón como el ideólogo no tan a la sombra del Gobierno. Sin embargo, para la derecha peruana no hay centro que valga porque siempre será considerado como un grupo de “caviares proCVR”, por lo tanto, factibles de terruquear. Al fujimorismo le convenía enfrentarse con un provocador expremier Bellido para justificar una reacción con la pierna en alto. Con el nuevo gabinete, la derecha deberá inventarse falsos peligros inminentes para jugar su partido de siempre. Y es que, a nuestra derecha, ilustrada o no tanto, le conviene el juego de los extremos. Ese es su terreno.
Por otro lado, es bueno aclarar que estas pirotécnicas controversias no demuestran que en el Perú el debate político haya alcanzado cierta relevancia nacional, para nada. Más bien, esto nos demuestra que las válvulas de escape estuvieron siempre cerradas por quienes debieron incentivar la debida exposición de los malestares nacionales. Ahora, ahí donde hay una idea radical hay veinte personas esperando una convocatoria. Y no se trata de que hayamos enloquecido de repente, sino de que el extremismo siempre estuvo ahí, esperando ser representado por un caudillo. En un país desesperanzado como el nuestro, no es difícil que alguien abrace una idea peligrosa por más kamikaze que sea.
Se debe asumir, también, que el fenómeno del extremismo no es una revelación local, una espontaneidad; sino, un proceso mundial, que va desde los Trumps y los Bolsonaros, simplificando el nacionalismo en gorras y camisetas de fútbol, hasta los talibanes instaurando un nuevo régimen en Afganistán e Israel deteniendo a diario a niños palestinos acusados de sedición.
Y es obvio que nuestros nuevos voceros de ideas retrógradas son una copia de todo lo que viene de fuera a través de los medios y redes sociales. Ahora, de repente, nuestra derecha ya no tiene miedo a manifestarse ultracatólica, conservadora y confrontacional. En algún momento quiso jugar al liberalismo ilustrado, pero esa carta no resultó muy atractiva. Hoy sabe que gana más con las declaraciones sin filtro de un candidato que propone castidad, autoflagelación y muerte al comunismo, que con una monserga sobre Adam Smith y el bienestar de los empresarios. La lógica es simple: si todos ven que soy capaz de romperle la cabeza a otro ciudadano por mis ideas es porque estoy tan convencido de ellas que algo han de tener de verdad.
Durante un tiempo, el radicalismo fue visto como inherente a las izquierdas. Y muchos consideraban que había una razón superior que las llevaba a proponer un cambio del sistema de forma absoluta y definitiva. Y claro que hablamos de los idearios de las izquierdas legítimas -incluso de las desfasadas que aún creen que en Nicaragua hay democracia- y no de una secta criminal con ribetes mesiánicos como lo fue Sendero Luminoso.
Por supuesto, nuestra derecha, en su versión más popular y juvenil -pero igual de bruta y achorada- entendió que no podía dejar que la izquierda se atribuyese la representación del malestar nacional, y decidió salir a las calles a maltratar transeúntes y sabotear a quienes encarnaran un mínimo de dignidad en este país sin memoria. Pasaron de las ideas a la acción. No es novedad que el grupo de choque La Resistencia sea fundamentalmente fujimorista, y tenga conexiones con grupos profamilia (antiaborto), negacionista (antivacunas) y de reivindicación monárquica (usan la cruz de Borgoña y se declaran súbditos de la corona española). Y como para no quedarse atrás, nuestros dinosaurios políticos han visto que pueden capitalizar votos en ese nuevo nicho social exacerbando sus discursos políticos, antes comedidos.
La idea del extremismo como la solución más rápida a los problemas siempre estuvo allí. Durante buen tiempo, Antauro Humala encarnó el mayor miedo para la clase dominante que no quería que algo cambiara. Y un sector de la población tenía en cuenta su propuesta de fusilar a todos los corruptos, y esto parecía hacerse convicción nacional cada vez que un nuevo escándalo de Odebrecht o del congreso salía a la luz. Es una suerte de lugar común en las ciencias políticas que cualquier candidato que ofrezca fusilamientos tenga asegurado un público cautivo por más pequeño que sea. Muchos analistas aún se preguntan cómo le hubiese ido a Antauro, preso por el asesinato de policías, en unas elecciones presidenciales.
Como fuese, ahora ya no es necesario tener una larga formación política para generar adeptos a una causa descabellada. Solo se necesita formar un grupo de Facebook y verter todas las teorías conspirativas posibles para que los seguidores pongan manos a la obra. De repente, el extremismo se ha vuelto más atractivo, o quizá siempre lo fue y lo único que se ha perdido es el pudor social que lo contenía. En los albores de la cultura humana, los guerreros ya corrían tras sus enemigos con un garrote en nombre del mito más extraño y novedoso.
Para ser un extremista ya no es necesario ser simpatizante del ISIS, ahora basta con compartir convocatorias a un golpe de estado por WhatsApp, mientras uno se enfunda en una bandera peruana, compra una antorcha en un mall de la ciudad y hace que sus empleados carguen carteles con lemas en contra de un inexistente comunismo mundial.
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