Escrito por
Revista Ideele N°300. Octubre-Noviembre 2021There is one question I’d really love to ask
Is there a place for the hopeless sinner?
Who has hurt all mankind just to
Save his own beliefs? (Bob Marley)
“¿Por qué hay peruanos en lugar de no haber peruanos?”
Este es uno de los versos más conocidos del poeta y lingüista peruano Mario Montalbetti. Quiero trasladarla a dos preguntas sin duda menos interesantes y metafísicas o, por decirlo de una manera, más pedestres: a) ¿por qué hay fascistas en lugar de no haber fascistas? y b) ¿por qué hay comunistas en lugar de no haber comunistas? El verso original se inspira en la famosa pregunta de Martin Heidegger: “¿Por qué hay algo en lugar de no haber nada?” que es plenamente de orden metafísico.
Ciertamente, no soy, ni de lejos, especialista en el pensamiento del gran filósofo alemán. pero puedo sospechar que no es una pregunta empírica sino de orden metafísico, que solo puede responderse a través del método especulativo (y si estoy equivocado, como muy probablemente lo esté, no tengo problemas en aceptar alguna demoledora crítica de los expertos).
Sin embargo, la pregunta sobre por qué hay peruanos, por qué hay fascistas y por qué hay comunistas es contingente. El mundo puede seguir existiendo sin ninguno de ellos. En cambio, el mundo no podría ser sin la existencia de algo.
La existencia (en realidad, subsistencia) de fascistas y comunistas debería ser sorprendente. Debería serlo porque históricamente son dos ideologías políticas derrotadas, pero no por la fuerza de las armas, aunque en efecto haya sido así (después de todo, la fuerza no habla y la derrota violenta de una idea es la versión extrema de una falacia conocida como argumentum ad baculum) sino por el peso de la evidencia. Ninguna de las ideologías ha podido sostenerse sin un inmenso ejercicio de la propaganda y la coerción y, a cambio de ello, extendió la miseria y la muerte de millones de seres humanos. El comunismo, cuyo ideario, a diferencia del fascismo, es benévolo y humanista, al predicar la fraternidad de toda la humanidad y especialmente de las clases oprimidas del mundo, tuvo que crear barreras para que los ciudadanos de sus países no pudieran salir de él.
Normalmente, los países construyen puestos de guardias, muros y alambradas para evitar la inmigración. Solamente en los países comunistas estas construcciones servían para evitar la emigración de las personas de sus respectivos paraísos en la Tierra. Los países comunistas construyeron así el equivalente de prisiones pues la cárcel es uno de aquellos lugares en los que se puede entrar, pero del que no se puede salir sin la orden de la autoridad. Los emigrantes cubanos asentados en Estados Unidos, especialmente en Florida, son llamados “gusanos”, una palabra deshumanizante que los estigmatiza como animales indeseables, inútiles para la sociedad. Ese y otros grados de crueldad es pasado por alto por varios, una gran mayoría, de políticos de izquierda como Lucy Alvites, Sigrid Bazán y Verónika Mendoza, al lamentar el fallecimiento de el dictador que más tiempo ocupó tal infame posición, específicamente, la de gobernar Cuba contra la voluntad de los cubanos. Un régimen que ellas mismas encontrarían intolerable en el Perú lo encuentran glorioso en un régimen que consideran ejemplar y de avanzada “por sus grandes logros en salud y educación”.
Había un extenso consenso sobre el rechazo al fascismo, ideología política que llevó a la humanidad a una de las mayores catástrofes de su historia. Lo extraño y requiere explicación es que resurja en varias partes de Europa oriental e incluso, aún de manera tímida, en el Perú. Asimismo, debería ser motivo de estudio, no de entusiasmo, que el comunismo vuelva a contar con adeptos en varias partes del mundo e incluso en el Perú. ¿Por qué la insistencia en una propuesta no solo fallida sino gravemente fallida y cuyos costos en miseria y vidas humanas resulta incalculable?
En su reciente crítica a la gestión de Pedro Castillo, Juan Carlos Ubilluz[i] analiza las contradicciones y contramarchas del régimen de Perú Libre que gobierna en alianza con Juntos por el Perú. Su análisis se basa en información pública y puede a su vez criticarse y entenderse además como una propuesta de autocrítica, dado que Ubilluz ha defendido durante muchos años las posturas de izquierda. El punto central de su crítica es que el gobierno mismo haya obligado a Héctor Béjar a renunciar a su posición como ministro de relaciones exteriores.
Análisis sobre este asunto pueden ser de interés para comprender cómo opera el poder político si bien en este punto Ubilluz no se preocupa en buscar más evidencia que la ya conocida. Por otra parte, me parece obvio, una verdad de Perogrullo, que no hay grupos de poder congruentes y que todos deben interactuar con los sectores exteriores. Las contradicciones entre sus agentes son parte de cualquier deliberación, incluso la no democrática, es decir, la que se produce dentro de camarillas autoritarias y en los grupos más sectarios. Toda acción dirigida a otro es una lectura de la mente de la persona con la que estoy interactuando. Ni siquiera mi propia consciencia es transparente para mí, de modo que no hay nada de raro en que mis ideas estén constantemente en pugna.
Sobre lo que quiero llamar la atención es la convicción de Ubilluz en el comunismo como objetivo final de la acción política de la izquierda tal como él la defiende. Es evidente en esta columna de opinión y en otro reciente escrito suyo (Sobre héroes y víctimas) su inconformidad con la “izquierda” que ha renunciado a la acción revolucionaria radical que ha de concebir el comunismo como un estado de igualdad y libertad (o lo que llama también “igualibertad”). En su columna sostiene que “Con respecto al pasado violento de la izquierda, provoca responder que lo rechazamos de plano ya que, actualmente, por buenas razones, hemos optado por la institucionalidad democrática”. La lectura atenta me lleva a resaltar el verbo compuesto “provoca responder” en lugar de “cabe responder” o alguno más categórico. Si trasladamos el verbo a otra sentencia, se percibe mejor la vacilación, por ejemplo: “Con respecto al pasado racista de la derecha, provoca responder que lo rechazamos de plano ya que, actualmente, por buenas razones, hemos optado por la institucionalidad democrática”. Ello no responde categóricamente a un rechazo pleno al racismo sino a la aceptación de que, en este contexto, no nos queda otra que expresar su negación. No sería una convicción interna, moralmente desarrollada por una conciencia autónoma, sino bajo la presión externa. No decido el bien debido a mi razonamiento sino a un estado de cosas que me impulsa a dicho hábito prosocial. La diferencia entre lo moral y lo prosocial es de crucial importancia para diferenciar la conveniencia de la convicción. Así explicó de manera didáctica estas categorías piagetianas la psicóloga Susana Frisancho [ii]. La razón por la que debemos rechazar el racismo no debe ser prosocial (es decir, no debe estar condicionada por el hábito y la consecuente sanción social que recibiría por no cumplirlo) sino moral (es decir, fruto del discernimiento, independientemente de las consecuencias, independientemente de la posibilidad de que sea mal juzgado por no aceptar el racismo).
Lo mismo debería ocurrir con el comunismo (y con el fascismo). No los debemos rechazar porque ya resulta inconveniente nombrarse comunista sino porque el comunismo es un error moral, uno entre muchos, por cierto, como la codicia, la corrupción, la falta de solidaridad, el maltrato a los indigentes, el desprecio por los pobres y etcétera (porque la lista de fallos morales es indeterminada).
Ahora bien, la dubitación expresada por Ubilluz se hace más explícita inmediatamente después de la frase citada, pues el autor considera que la izquierda no debe rechazar de plano la violencia ejercida por sus antepasados ideológicos. Eso significaría rechazar el legado de su lucha y no entender la diferencia entre formas de violencia legítimas contra regímenes injustos y otras de tipo represor. Y así lo indica: “Pero ese rechazo nos condenaría a no poder establecer diferencias éticas entre el terrorismo de Sendero Luminoso y la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional, entre los Jemeres Rojos y los communards de París, o entre el periodo estalinista y los primeros años de la URSS. No se puede simplemente decir que toda la violencia fue necesaria para cambiar el mundo, pues hubo violencia que no solo obstaculizó el cambio, sino que lo hizo retroceder. Pero tampoco se puede decir que toda la violencia fue negativa porque sencillamente no es verdad. ¿Acaso el alabado mundo de la democracia liberal no vio la luz con la revolución francesa? ¿Acaso la nación peruana que hoy celebra su bicentenario no nació de una cruenta guerra de independencia?”
A esto yo llamo la tenebrosa idea que se debe imponer sobre la realidad. Es decir, no importa cómo sean las cosas ni, más aún, cuánto ha mejorado nuestro conocimiento de las cosas, la idea debe permanecer. Si la idea no coincide con la realidad, es la realidad la que debe cambiar.
Voy a detenerme en las últimas líneas de su argumentación pues, en efecto, la violencia (y en muchos casos una brutal y terrorífica violencia) fueron parte de los procesos revolucionarios que derivaron en la imposición de regímenes liberales, la extinción de la aristocracia y la independencia de los territorios españoles en América. Yo me defino como liberal y, más precisamente, como un liberal irónico, porque soy consciente, porque no puedo negar, que tanto el liberalismo como el capitalismo surgieron de enormes y oprobiosas cuotas de sufrimiento y sangre, porque los países más industrializados se alimentaron de la esclavitud, del racismo, del colonialismo, formas de opresión que no pueden ser sino motivos de vergüenza. Un admirador de Borges y Conrad, como es mi caso, no lo puede negar. Sé que Wiston Churchill fue uno de los más grandes políticos y estrategas del siglo XX. Pero a su vez sé que fue un racista y colonialista convencido y cruel.
Yo no tengo por qué aceptar ese pasado. Yo no veo por qué deba haber una continuidad entre el liberalismo actual con el que nos legó inhumanidad y el corazón de las tinieblas. Ubilluz, en cambio, propone que los comunistas “salgan del closet” y no se avergüencen de su pasado, sino que, en todo caso, lo observen críticamente y dejen abierta la posibilidad al recurso de la violencia. Congruente con su columna, escribió en Sobre héroes y víctimas que el “giro ético”, de orientación progresista, anulaba las posibilidades de dejar abierto el camino de la revolución al comunismo pues negaba la construcción de personajes heroicos que guiaran a la sociedad hacia el comunismo que él, como ya hemos visto, define como una sociedad de “igualibertad”. Así, sostiene que:
Sin duda esto existe: la creencia en que la revolución debe ser «parto sangriento» ha llevado a desestimar como «reformistas» o «revisionistas» otras posibilidades no menos eficaces. Pero también es cierto que, al excluir la violencia de la paleta de los recursos posibles, los pacifistas se ponen del lado de la clausura y del dogmatismo ideológicos. Ellos están ciegamente convencidos de que solo se puede cambiar las cosas por la vía pacífica. La historia demuestra otra cosa (87)[iii].
A esto yo llamo la tenebrosa idea que se debe imponer sobre la realidad. Es decir, no importa cómo sean las cosas ni, más aún, cuánto ha mejorado nuestro conocimiento de las cosas, la idea debe permanecer. Si la idea no coincide con la realidad, es la realidad la que debe cambiar.
Esta tesis defendida no solo por Ubilluz sino por muchos otros académicos, pasa por alto un hecho crucial, a saber, que el mundo cambia y que nuestro conocimiento del mundo también. Los episodios de terror (me refiero de manera más específica a la revolución francesa) ocurrieron por una situación particular de ignorancia y de incapacidad de entender la injusticia y tener medios para contrarrestarla. Pero la sociedad evoluciona, nuestro conocimiento se amplía y, con ello, nuestra capacidad moral debe también superarse. Ignorar un hecho tan obvio es ignorar la historia hasta convertirnos es esclavos de ella.
En el campo clínico, a ningún médico bien formado se le ocurre acudir a métodos antiguos. Cuando no había anestésicos ni penicilina, los cirujanos amputaban miembros con regularidad y, con suerte, el paciente era embriagado con grandes dosis de alcohol. Hoy ya no ocurre así. No solo por el uso de la penicilina y los anestésicos, que combaten las gangrenas y el dolor de las cirugías, sino por métodos cada vez más sofisticados para salvar los tejidos. En cien años, tales métodos que hoy consideramos “de punta” serán vistos como primitivos. Espero también que en cien años o menos, cuando el cerebro humano sea mejor comprendido, muy probablemente las cárceles y los centros de rehabilitación serán vistos como arcaicos y bárbaros. Análogamente, la celebración de la violencia política, de cualquier bando, debería ser vista hoy como un método aborrecible y obsoleto. Pero no parece ser el caso de quienes insisten en dejar abiertas las puertas de revoluciones sangrientas y, sobre todo, en contra de la voluntad popular. La historia, pues, demuestra que el ser humano puede aprender de sus errores y desarrollar una moral superior.
Ahora bien, parece que no basta refutar el comunismo desde sus resultados históricos sino, sobre todo, teóricos. Quienes insisten en que el comunismo permitirá construir una sociedad más justa, libre e igualitaria, no suelen responder a preguntas tan básicas como de qué manera se asignarán los recursos, quién los va a producir y bajo qué incentivos, qué garantía hay de que todos los seres humanos seremos igualmente solidarios, bajo qué criterio se decidirán los precios de los bienes y servicios y quiénes podrán acceder a ellos. La gran pregunta es ¿cómo así una economía comunista podría resolver el problema de la escasez? El capitalismo, en cambio, nos ofrece una ventaja, a saber, una expansión económica sin límites gracias a la competencia de los actores. El capitalismo no exige a nadie ser solidario y moral, altruista o egoísta. Simplemente pone reglas de juego que deben aspirar (y eso sí es normativo) a que haya más participantes y ningún excluido. El capitalismo no es ni puede ser defendido en términos morales, no es bueno ni malo, simplemente, llevado a su máxima expansión, es más beneficioso que el comunismo. Sobre todo, es adaptable y no rechaza la función del gobierno de gestar situaciones de crisis. ¿Hay capitalistas y liberales fanáticos? Por supuesto que sí. Ellos también incurren en el grave error de imponer la idea sobre la realidad. Ninguna creencia puede ser más importante que el conocimiento cabal de los hechos. Por ello mismo considero una regla moral vivir de manera irónica, es decir, sabiendo que podemos estar errados y que la convicción tiene un límite evidente, a saber, el conocimiento de las cosas. Lo expresó muy bien Bob Marley en los versos que cito al inicio de mi artículo y que en castellano dicen: “Hay una pregunta que realmente me encantaría hacer / ¿Hay un lugar para el pecador desesperado? / ¿Quién ha lastimado a toda la humanidad solo para salvar sus propias creencias?”
“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”[iv] debe ser uno de los cuentos menos comprendidos de Jorge Luis Borges. En él, un grupo de conspiradores idealistas sustituyen la realidad por un mundo utópico en el cual la verdad ha sido obliterada hasta convertirse en elusiva. El cuento es una crítica mordaz al Tercer Reich, al totalitarismo y a su visión humana de la historia. El nazismo se impone por la bella arquitectura de sus ideas. Seduce por su orden y su estética, frente a un mundo que es en realidad complejo y caótico:
“Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas –traduzco: a leyes inhumanas– que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres”.
La realidad es inaceptable para la mayoría de los seres humanos. Es incierta y caótica, no responde de ninguna manera al sentido de nuestras existencias. Por eso las ideas que nos parecen bellas y utópicas nos seducen con facilidad. El fascismo y el comunismo son formas de ilusión que nos llevan necesariamente al despeñadero de la razón y la moral.
Es muy probable que el desconcierto de estos tiempos nos conduzca a una escena de horror que ya creía que habíamos superado, una pugna entre dos extremos igualmente abominables. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.
[i] Hay que desmontar los delirios de la derecha – Revista Ideele
[ii] https://youtu.be/Qcv0Avuv_Fk
[iii] Ubilluz, J. C. (2020). Sobre héroes y víctimas. [Kindle Android version]. Retrieved from Amazon.com.
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