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Revista Ideele N°300. Octubre-Noviembre 2021. Imagen: Andina.peDiferentes estudios señalan que el narcotráfico se originó cuando Estados Unidos decidió prohibir, en las primeras décadas del siglo XX, un conjunto de drogas entre las cuales se encontraba la cocaína. Un episodio al que el cine de gánsteres norteamericano ha dedicado grandes obras debido al impacto de la Ley Seca de 1920, pues tuvo que ser derogada en 1933 por la consolidación del crimen organizado que produjo la prohibición del alcohol. Los tiempos de Al Capone.
El enfoque puritanista de la decisión fue impuesto desde entonces por el Partido de la Prohibición, pequeño partido de extrema derecha norteamericano aún vigente, que en el siglo XIX dio vida a la Cruzada contra los drogadictos, un movimiento contra las minorías étnicas que los asoció con drogas para criminalizarlos: el alcohol fue asociado con los irlandeses, el opio con los chinos y la cocaína con los afroamericanos; todas minorías sometidas a estado de esclavitud o de explotación laboral. Los linchamientos contra el negro cocainizado, sostiene Antonio Escohotado (1986), coincidieron en el siglo XX con el temor a una rebelión negra por negárseles el derecho al sufragio. Lo cierto es que sufrieron el odio y la violencia de campañas racistas y olas de asesinatos en los que la policía sureña fue protagónica. Si los “negros” eran deshonestos y violadores de “blancas” era por que su cerebro enloquecía por la coca.
Prohibida la cocaína en Estados Unidos, junto con el alcohol, se inicia un sistema paralelo de crimen organizado que dispara su crecimiento tras la segunda guerra mundial, cuando la postura prohibicionista norteamericana, que no había tenido eco en Europa antes de la guerra, se expande al resto del mundo a través de acuerdos y convenciones de las Naciones Unidas. De esta manera, la postura norteamericana logra imponer un modelo que descarta la regulación del consumo de drogas, como actualmente hay respecto del alcohol y el tabaco, por otro centrado en la prohibición de su producción, sea en el país que sea. El año 1961, atentando contra la población étnica más empobrecida de Sudamérica, la Convención Única de Estupefacientes estableció que no sólo la cocaína, sino el uso de la hoja de coca debía considerarse un problema social. Para ello se basaron en estudios psiquiátricos, nunca en alguno acerca del uso de la hoja de coca en los Andes.
En ese momento en Perú se estaba viviendo una crisis rural muy fuerte. A recomendación del modelo desarrollista norteamericano que temía el impacto del comunismo cubano, se debía fomentar reformas agrarias para evitar que la población campesina, étnicamente discriminada y sometida a condiciones inhumanas de vida, se alzara contra los gobiernos exigiendo una revolución. El primer gobierno de Fernando Belaúnde intentó en vano realizar una reforma agraria. Ante los constantes impedimentos que presentaba el Congreso, Belaúnde optó por fomentar el poblamiento de la selva alta (como si esta se hubiese encontrado deshabitada) a través de programas de colonización y la construcción de la carretera marginal de la selva en el norte del Perú. Belaúnde no tomó en cuenta que eran áreas poco pobladas debido a que la tierra tiene limitaciones para el desarrollo agrícola, reducido al café, el cacao y la hoja de coca, la cual, gracias a ser declarada ilegal y poder cosecharse varias veces en el año, se convirtió de inmediato en el único medio para salir de la pobreza.
Anahí Durand (2018) señala que a la región del Huallaga llegaron por la carretera miles de campesinos de Huánuco, Áncash, Cajamarca y Piura, campesinos empobrecidos o peones de haciendas que rápidamente priorizaron la hoja de coca por el boom del narcotráfico colombiano que producía la cocaína para el mercado norteamericano. El control estatal del cultivo no se hizo esperar y aumentó con los años. Durante la dictadura de Francisco Morales Bermúdez, con asesoría de la DEA (Drug Enforcement Administration) de Estados Unidos se realizaron los operativos Verde Mar I y II, en los cuales se dinamitaron las plantaciones y se cometieron excesos contra la población civil, hechos que facilitaron el arribo de Sendero Luminoso (Informe final, CVR, 2003). Sendero Luminoso venía de Ayacucho, donde había prometido a los cocaleros del valle del río Apurímac proteger sus cultivos. Los campesinos del VRA eran quechuahablantes que habían migrado desde sus comunidades, sin romper sus vínculos familiares en busca de mejores condiciones de vida. Estaban al tanto de las atrocidades vividas por sus familiares en las comunidades ayacuchanas. Pronto, el enfrentamiento de Sendero Luminoso con la Marina de guerra en la primera mitad de los ochenta abrió una situación de violencia insostenible en el valle que provocó que los campesinos cocaleros se organizaran en comandos de autodefensa que posteriormente serían reconocidos por el Estado, pero que al comenzar, para poder adquirir armas y defenderse de ambos bandos optaron por apoyarse en los narcotraficantes. Las consecuencias de tamaña violencia fueron terribles. Con la caída de la cúpula de Sendero Luminoso, el Estado logró acuerdos con la población. Hasta la fecha, algunos remanentes en nombre del comunismo, como se autodenominan, siguen en la zona, selva adentro, en alianza con el narcotráfico.
A recomendación del modelo desarrollista norteamericano que temía el impacto del comunismo cubano, se debía fomentar reformas agrarias para evitar que la población campesina, étnicamente discriminada y sometida a condiciones inhumanas de vida, se alzara contra los gobiernos exigiendo una revolución. El primer gobierno de Fernando Belaúnde intentó en vano realizar una reforma agraria. Ante los constantes impedimentos que presentaba el Congreso, Belaúnde optó por fomentar el poblamiento de la selva alta (como si esta se hubiese encontrado deshabitada) a través de programas de colonización y la construcción de la carretera marginal de la selva en el norte del Perú. Belaúnde no tomó en cuenta que eran áreas poco pobladas debido a que la tierra tiene limitaciones para el desarrollo agrícola, reducido al café, el cacao y la hoja de coca, la cual, gracias a ser declarada ilegal y poder cosecharse varias veces en el año, se convirtió de inmediato en el único medio para salir de la pobreza.
La organización cocalera actual es resultado de la pacificación posterior, en la que se realiza un “esfuerzo de reconversión identitaria como productores de hoja de coca” y a la que se suman las regiones que tradicionalmente habían cultivado la coca para el consumo local, como los valles de La Convención y Lares o los de Carabaya y Sandia en Puno. Aspiran a que se cuente con un modelo similar al boliviano que ha tenido reconocimiento de las Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos, pues ha quedado demostrado que en los países productores de la región la erradicación forzada de los cultivos de coca no funciona y sólo conducen a vidas signadas por el crimen. Pero la historia de los cocaleros bolivianos es distinta de la peruana. Fueron mineros recolocados quienes llegaron al Chapare y eso permitió un nivel de organización muy estricto, en tanto sus dirigentes sindicales son los responsables de controlar el número de hectáreas legales cultivadas.
La presencia del Estado y sus servicios fue priorizada y eficazmente diseñada, a diferencia de Perú donde hasta hoy se carece de electricidad y de agua potable en buena parte de la selva alta (Grisaffi et al., 2020). El problema con Bolivia no radica principalmente en los cocaleros, sino en el rol territorial para abastecer a los mercados de consumo de los países vecinos y de ultramar, con diversas modalidades de tráfico de mucha complejidad. Hojas de coca o pasta básica de cocaína pueden llegar desde Perú para enrumbar a Brasil (Bartolomé y Ventura, 2019).
De manera similar al cine de gánsteres, el narcotráfico ha producido en la región grandes obras literarias, películas y abundan las polémicas series de televisión que parecen idealizarlo. Poco hay sobre las mujeres, sobre los hombres dedicados al cultivo de la coca legal o la ilegal. En las memoria peruana, de esos sesenta años que llevan los cocaleros, inevitablemente su historia remite a la guerra entre el Estado y Sendero Luminoso en la que los narcotraficantes fueron el tercer actor. Augusto Huayta, Ernesto Oré y Francois Villanueva son escritores ayacuchanos que dan cuenta de la vida en esa región, en ese entonces y ahora. Pero en el cine, hay una obra singular que nos permite reconocer directamente a los cocaleros.
El año 2005, se estrenó la película Coca mama, de la directora noruego-peruana Maryanne Eyde, en la que participan, además de los actores protagonistas, campesinas y campesinos del valle del río Apurímac, seleccionados en la asamblea de su comunidad. Han pasado más de quince años y parece que los intentos por cambiar las políticas por unas de respeto a los cocaleros no sólo parten del Perú sino también del gobierno norteamericano; y pronto debieran partir del brasilero, siendo Brasil el segundo mercado más grande de consumo de cocaína en el mundo, donde hasta el más pobre la puede comprar.
Referencias
Bartolomé, Mariano y Vicente Ventura Barreiro. El papel de Bolivia dentro de los esquemas del tráfico de cocaína. 8 de noviembre de 2019, Real Instituto Elcano, ARI 102/2019
Comisión de la Verdad y Reconciliación. Informe Final. Lima, CVR, 2003
Durand Guevara, Anahí. La irrupción cocalera. Movilización social y representación política en los productores de hoja de coca del Perú (2000-2008), Lima, Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2018
Escohotado, Antonio. “La creación del Problema (1900-1929)”, Reis: Revista española de investigaciones sociológicas, núm. 34, 1986, pp. 23-56
Grisaffi, Thomas, Linda Farthing, Kathryn Ledebur, Maritza Paredes y Alvaro Pastor. Dándole vuelta a la hoja: aplicabilidad regional de políticas innovadoras para el control de cultivos de drogas en los andes. Lima, Departamento Académico de Ciencias Sociales, 2020
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