Recuerdos de una posguerra sin fin

Escrito por

Revista Ideele N°300. Octubre-Noviembre 2021

“Un sacrificio demasiado largo puede tornar en piedra el corazón”

                                                    William B. Yeats

“Por un país con memoria histórica”. Fue lo que dijo al juramentar como Ministra de Cultura, Gissella Ortiz Perea. No era una mera declaración. De la manera más dura aprendió el valor de la “memoria histórica”: en la lucha porque las fuerzas armadas reconocieran su responsabilidad por la desaparición de su hermano Luis Enrique, una de las víctimas de la “masacre de La Cantuta” de 1992. Una verdadera cruzada por la verdad que repercutiría a lo más alto del régimen fujimorista, coadyuvando a la prisión del ex -mandatario por su responsabilidad en formación del grupo Colina autor de ejecución extrajudicial de Luis Enrique, ocho de sus compañeros y un profesor de la Universidad Nacional de Educación La Cantuta. Que ninguno de los ajusticiados tenía vínculos con Sendero Luminoso fue una de las conclusiones del tribunal. Lo que no sería óbice para que, un ex -jefe de la Marina de Guerra convertido en congresista de la República (el vicealmirante (r) Jorge Montoya) cuestione el nombramiento de Ortiz Perea “por haber tenido vínculos con Sendero Luminoso”. De lo cual, su propio recuerdo de haber recibido “información de Inteligencia” en el tiempo del crimen, era su única “prueba”.

El incidente me ha traído a la memoria una conversación –en una cafetería universitaria en Nueva York, en 1993—con un general de división del ejército peruano –Rodolfo Robles Espinoza— que había tenido que irse al exilio huyendo de las represalias que en su propia institución habían provocado sus denuncias sobre la participación de sus propios colegas en acciones de “guerra sucia” como las realizadas en La Cantuta, Barrios Altos y otras más.  Interesa, al respecto, pensar en el tiempo transcurrido: casi tres décadas desde el crimen de La Cantuta y la subsiguiente denuncia del General Robles quien tuvo que esperar hasta 2003 para que su institución le extendiera una disculpa pública.

No le faltaba razón a Julio Cotler cuando hará unos diez años comentaba –en una conversación personal, que en el Perú las posguerras “duraban demasiado”. Se refería a la larga sombra proyectada por eventos como la Guerra de 1879 o la confrontación entre el APRA y el Ejército de 1932. Queda claro, hoy en día, que el conflicto interno de los 80 y 90 va por la misma ruta. Y no porque sea algo inevitable.

Una desconcertante situación que, en su lado más áspero confunde visiones derivadas de años de investigación enmarcada en una producción conceptual derivada de un denso debate internacional sobre los grandes temas de la pacificación y el manejo del posconflicto con una condonación del terrorismo. Y que, en su lado más prometedor, muestra a una probada defensora por la verdad y la vida como Gisela Ortiz Perea comprometiéndose a impulsar, desde el seno del Estado, la lucha por la forja de un país con memoria histórica.

I

Ya en el año 2000 Carlos Iván Degregori observaba que el régimen de Fujimori buscaba “mantener vivo el fantasma de la guerra” con el fin de asegurar la vigencia de su líder como “salvador” del Perú. Un propósito que implicaba generar una suerte de “abolición del tiempo”. Una situación en que, “como encapsulados en una burbuja inmóvil” quedábamos los peruanos: sin acceso al futuro y, al mismo tiempo, perdiendo crecientemente conexiones con su pasado.

De los efectos, en el mediano plazo, de esa manipulación –exacerbada por los efectos de la pandemia y, por supuesto, de la polarización en curso– ha dejado testimonio, recientemente, un anónimo estudiante de posgrado en administración de negocios de la PUCP quien ha expresado –vía Twitter—su repudio al enfoque sobre la violencia de los años 80 y 90 impartido en ese centro de estudios. Publica, con ese fin, un video en que dramatiza su reacción ante un material de estudio titulado “Para que no se repita”. Se muestra de acuerdo inicialmente. “Sendero Luminoso –lee–, una historia de odio. ¡Claro que sí! Una historia de “estos malnacidos, que mataron a tantos peruanos” comenta. La reacción opuesta tendrá ante la sección siguiente: “Lecturas que abordan y reflexionan sobre el conflicto armado interno”.

No terrorismo sino conflicto armado interno. Ya no sé. Me pregunto –afirma–, estoy estudiando en una universidad privada con principios y valores católicos o estoy estudiando en un lugar de culto a Sendero, al terrorismo, al asesinato, al genocidio. Lo único que puedo decir es que me arrepiento de haber iniciado estudios de posgrado en esta porquería de universidad. Que no puede ser que llame conflicto armado interno a las diversas acciones terroristas que ejercieron estos desgraciados. ¡Qué desgracia Católica! ¡Esto no se nos va a olvidar jamás! ¡Conflicto armado interno! ¡Son partícipes y cómplices de estos asesinatos al llamarlo así! No puede ser que reescriban la historia de esta manera; de esta manera tan equivocada, tan errada, tan inicua para la sociedad peruana. ¡Increíble!

De septiembre 20 del 2021 es este enardecido testimonio. Nueve días antes ha fallecido Abimael Guzmán. En los días subsiguientes, el destino de su cuerpo suscita encendido debate. Como prueba de su prosenderismo verán muchos la morosidad del régimen para ordenar la cremación de sus restos. Hierven las redes sociales, entretanto, en acusaciones. “Sendero en palacio” reza el titular de un diario. Se terruquea a pasto en la radio y la TV. En su columna de La República la historiadora Cecilia Méndez se refiere al “escalamiento de epítetos” en curso. Casi tres décadas han transcurrido desde que “Gonzalo” cayó en manos del GEIN. Puedo recordar qué estaba haciendo cuando recibí la noticia. Las ilusiones entre los compatriotas de qué, finalmente, pudiésemos pasar la sangrienta página de la violencia política.

II

¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Qué hicimos o dejamos de hacer aquellos que asumimos como tarea contribuir a entender las raíces de la violencia política que, en los 80 y 90, golpeó a nuestro país?  Mis propias memorias se remueven en este afán. La de una reunión en la Universidad de Madison, Wisconsin, EEUU, a fines de abril de 1995 en particular; convocada por dos notables estudiosos de las sociedades andinas: el historiador Steve J. Stern y el antropólogo Carlos Iván Degregori. La variedad de los participantes –de periodistas a historiadores pasando por distinguidos antropólogos y sociólogos– permitía una rica discusión que consumió dos días completos. Haber investigado diversas dimensiones de la “guerra senderista” era el denominador común entre los asistentes. Investigaciones solitarias, dispersas que –de ser posible—trataríamos de articular en una visión de conjunto. Stern describió bien el sentimiento que nos unía a todos: la sensación de que “nuestro conocimiento heredado y los marcos intelectuales disponibles resultaban inadecuados para alcanzar una comprensión profunda y multifacética” del fenómeno en estudio. Y, de otro lado, una demanda ética: la obligación de –ante el “gran desastre” experimentado—hacer un esfuerzo por afinar nuestra interpretación de la historia reciente peruana”.  Al final, en sus manos quedó la responsabilidad de reunir en un volumen coherente el mosaico de aportes presentados en la reunión. Encargo que cumplió Stern de manera admirable. Como lo atestigua el libro que se publicó en inglés en 1998 y en español al año siguiente[1]. Que Sendero Luminoso afirmaba Stern en la introducción de ese texto era un fenómeno surgido “desde dentro y en contra” de la historia del Perú. Desde las más profundas contradicciones de la sociedad peruana y en contra del Estado y otros “pretendidos revolucionarios” vale decir. Una “culminación lógica”, por lo mismo, “entre varias culminaciones lógicas posibles”. Rasgos que permitían aseverar la pertenencia de Sendero Luminoso a “una familia de fenómenos similares enraizados en el proceso histórico peruano”.

Diversos trabajos convalidaron y expandieron esa visión en los años siguientes. ¿Acaso había manera de comprobar lo opuesto? Que Sendero Luminoso, vale decir, era un fenómeno externo a la sociedad peruana, una banda de desadaptados (en lo que devinieron, ciertamente, sus columnas andando el tiempo) que como un inesperado aerolito, se había estrellado contra el Perú desviándolo de su próspero decurso ¿Acaso había manera de suprimir el contexto social en que aquellos hechos se habían producido u obviar de qué manera la interacción entre subversivos y militares moldeó el curso de la confrontación?

Con el aval de casi 17,000 testimonios, el “Informe Final” de la CVR corroboraría la síntesis de Stern algunos años después. Sus conclusiones no podían ser más rotundas. Que las prácticas brutales e inhumanas practicadas por SL estaban inscritos en la doctrina y en la estrategia de la organización política impulsada por Guzmán y su Comité Central a partir del Comité Regional de Ayacucho del Partido Comunista del Perú-Bandera Roja. Derivación, asimismo, del Partido Comunista fundado –como Partido Socialista del Perú—por José Carlos Mariátegui en 1928. Un perfil organizativo que –a partir de la adopción de una versión radical del maoísmo—se distinguiría por su dogmatismo, su maximización de la violencia, un calculado recurso a la exacerbación de las contradicciones como método de acción política, un énfasis distintivo en la “aniquilación del individuo”, en su completa sujeción a la organización, etc. Un modelo subversivo al cual la ciega reacción de las fuerzas del orden –consciente y deliberadamente provocada, terminarían convirtiendo en una “máquina de matar”. Rasgos comunes a todas las organizaciones maoístas activas a través del orbe de los años 60 en adelante[2].

Acaso ahí tendría que haberse quedado aquel “Informe Final” para, tal vez, ser medianamente aceptable para amplios sectores del país que preferían mantenerse dentro de los marcos de –digamos—la “historia oficial” del conflicto. Su pecado sería ahondar en la responsabilidad de los militares. Negar que las atrocidades cometidas por los uniformados pudiesen ser descritas como simples “excesos”. Sosteniendo, por el contrario, que estas eran parte de un patrón sistemático. Que, peor aún, existían fundamentos para “señalar la comisión de delitos de lesa humanidad, así como infracciones al derecho internacional humanitario”. ¡Inadmisible! Que se planteaba una “equivalencia moral” entre los militares y los “delincuentes subversivos” exclamarían muchos a título de defender el “honor” de las “instituciones tutelares” de la nación. Peor aún si la severa impugnación de la CVR se extendía a una “clase política” que, según esta entidad no podía alegar desconocimiento ante la “estrategia de atropello masivo de los derechos de los peruanos” adoptada por aquellos a quienes, la Constitución del Estado, precisamente, les encargaba su defensa. Inadmisible que un organismo constituido por caviares e izquierdistas –la cara legal de la subversión según la doctrina contrainsurgente– se atribuyese tales prerrogativas. Parte, sin duda, de una estrategia mayor de desprestigio del orden establecido, de denigración, en particular de las Fuerzas Armadas.

De hecho, esta certeza era parte del punto de vista de diversos sectores militares y civiles mucho antes de que se hiciera público el “Informe Final”. Así me lo hizo saber un joven oficial retirado de la Marina a quien había conocido de manera casual que, al enterarse que iba a colaborar con la CVR –ad honorem por cierto– en un “estudio en profundidad” del caso de Puno tuvo la gentileza de advertirme que la Inteligencia naval sabía que la CVR estaba dominada por “rojos” y que, cualquier colaboración con ella iba a “ponerme en riesgo”. Así las cosas, ingenuo era pensar que podía darse debate alguno. La CVR surgió y se desenvolvió en una burbuja y sus resultados quedarían confinados ahí. Ya el movimiento de Derechos Humanos estaba debilitado cuando el “Informe Final” se publicó.

¿Debió ser más amplia y plural la conformación de la CVR? ¿Hubiese eso contribuido a una efectiva “reconciliación”? ¿Qué manera efectiva había de establecer la confianza necesaria para emprender una búsqueda colectiva de la verdad en una sociedad acostumbrada a aquello que González Prada denominó –en el discurso del Teatro Olimpo de 1888– como el “pacto infame y tácito de hablar a media voz”?

III

Hablemos del contexto en que la CVR publica su “Informe Final” en 2003. Su cruda exposición de una década de bochorno y vergüenza chocaba con el espíritu del momento de –recordando la denominación que acuño don Jorge Basadre para la era del guano—“prosperidad falaz”. Si alguna lección dejaba la prosperidad económica de la primera década del siglo era la conveniencia de enfocarse en el futuro: que estaba en nuestras manos construir la grandeza [económica] del Perú. Un poco conveniente contexto, en suma, para hablar de “reconciliación”: ¿con quién? ¿para qué? ¿acaso Guzmán ya no se había rendido a su paisano Montesinos? ¿Reconciliarse con un “genocida”? ¿Para qué, si pasando la página y enfocando al futuro nos iba tan bien? La naturaleza del conflicto (su distintiva barbarie sin parangón en ningún otro proceso de lucha guerrillera en América Latina) y la fragilidad de las propuestas reconciliadoras coadyuvarían a la confusión.

El “hortelanismo” de Alan García coronaba, a mediados de década, la instauración de un sentido común sobre el futuro del Perú cuya idea clara era la “puesta en valor” de los inmensos recursos naturales del país abriéndolos a la explotación del capital, desoyendo los llamados de ONG protectoras de los supuestos derechos indígenas al bosque tropical o a las “cascadas de agua”, de ambientalistas radicales, las comunidades campesinas apoyadas por los “caviares” y “progres” de toda laya. Planteando así un camino pragmático y por ende desideologizado, para llevar al Perú al primer mundo. Una vía cuyos profetas no podían ser otros que los tecnócratas encargados gestionar el modelo económico neoliberal.  Duro crítico de los tecnócratas, Alberto Vergara ilustraba con la siguiente referencia el divorcio de estos de la realidad nacional: un exministro de economía (Luis Caranza) que en un artículo titulado “El problema del sur” publicado en El Comercio –en que buscaba descifrar las razones por las cuales el sur peruano poseería un voto “tan diferenciado del resto del país”– proponía que esta región era “un caso análogo al del ‘atraso’ del sur italiano y al de zonas africanas donde hubo gran comercio de esclavos”. ¿Por qué ignoraba, al mismo tiempo, la vasta producción histórica y científico social sobre esa región del Perú?

¿Qué sino una memoria de tipo policial, podía esperarse en ese contexto? Para los muertos: el olvido. ¿Reparaciones? ¿Máxima Acuña? ¿Justicia social? Cosas de rojos que mejor ni mirar. La domesticación del humalismo acaso fortaleció la convicción sobre la capacidad del “nuevo orden” para bregar con sus impugnadores. Una bien solapada corrupción, de otro lado, ayudaría a aceitar el sistema y a reforzar el teflón de sus perpetradores. Buenos vientos para la por entonces oculta “república de los hermanitos”. Como en la sala de espera de la coronación de su lideresa vivirían los fujimoristas la segunda mitad del decenio de 2010: defendiendo posiciones ganadas, neutralizando –apelando a todo tipo de recursos– cualquier posible amenaza. Ahí la lógica mental y cultural, la acumulación de intolerancia y ofuscamiento, que estallaría en junio de 2021 ante la sorprendente victoria de Pedro Castillo.

Una lógica tremebunda que lo ha crispado todo. Promovida por una derecha que, ante su orfandad de ideas, recurre a extrapolar a la situación peruana los gruesos simplismos acuñados en Miami o en Madrid sobre los peligros que acechan en la región: la amenaza castro-chavista en pos de la captura de Latinoamérica, el guión trumpista patriotero, racista tanto como el reaccionario revival franquista de VOX. Discursos conspirativos que por su irracionalidad terminan dejando en el mayor desamparo ideológico a quienes vivieron el miedo al terrorismo y se nutrieron del discurso salvífico del fujimorismo. Un universo mental en el cual, por ejemplo, Francisco Sagasti termina siendo “agente del comunismo internacional” (Beto Ortiz) o propiciador de la toma de la embajada del Japón por el MRTA (una de las protagonistas del video en una librería de San Isidro) o –como lo manifestó Daniel Córdoba (uno de los grandes promotores de la tesis del fraude) en un twit de mediados de agosto último— sugerir una comparación entre la victoria de los talibanes en Afganistán y la de Perú Libre en el Perú. Hasta cierto punto comprensible, en ese contexto, la desorientada diatriba del anónimo estudiante de la PUCP.

IV

Nuevos y explosivos actores se sumarían a esta dinámica a través de los últimos dos meses. Vladimir Cerrón, el líder de Perú Libre con su lenguaje de la izquierda sesentera de “enemigos de clase” y su anuncio de una guerra santa contra la “izquierda caviar” o el augurio de una colisión de dos mundos –criollo y andino—donde su partido aparece como “vanguardia” legítima de las provincias del interior del Perú. Y tras él, personajes de tan distinta procedencia y tan similares en su vocación provocadora como el chumbivilcano Guido Bellido y el limeño Ricardo Belmont (recientísimo y fallido asesor presidencial). Unidos, asimismo, por su común misoginia y su agresiva homofobia. No exagera, por ello, José Carlos Agüero cuando afirma que la “tragedia” que vivimos en el Perú parece ponernos “al borde de la disolución como comunidad” [3].

Una crisis cuya complejidad reside en la multiplicidad de “bombas de tiempo” que estallan al unísono. Diversos tiempos históricos, por ende, que colapsan uno sobre otro en un amasijo de temporalidades que desafían cualquier análisis. Una “gran crisis de irrealidad”, en suma, en la que todo se vive “como una paradoja, un absurdo o una ilusión”. Una desconcertante situación que, en su lado más áspero confunde visiones derivadas de años de investigación enmarcada en una producción conceptual derivada de un denso debate internacional sobre los grandes temas de la pacificación y el manejo del posconflicto con una condonación del terrorismo. Y que, en su lado más prometedor, muestra a una probada defensora por la verdad y la vida como Gisela Ortiz Perea comprometiéndose a impulsar, desde el seno del Estado, la lucha por la forja de un país con memoria histórica.

Una gaviota, sin embargo, no hace el verano. Mucho más tomará superar los escombros de lo vivido en este ciclo de tres décadas para encontrar la manera de cerrar el ciclo de la posguerra. Condición básica para desarrollar el lenguaje y los valores que hagan posible la convivencia, el reavivamiento de la cultura cívica y, paulatinamente, una visión realista del bien común. Al fin de esta posguerra sin fin está íntimamente vinculada la posibilidad de impulsar la democracia en el Perú. De ahí que terminarla no sea un problema del “otro”, sino un problema de todos.


[1] Steve J. Stern, editor, Shining and Other Paths. War and Society in Peru, 1980-1995, Durham, North Carolina: Duke University Press, 1998 y Steve J. Stern, editor, Los senderos insólitos del Perú: Guerra y sociedad, 1980-1995. Lima: Instituto de Estudios Peruanos y Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, 1999.

[2] Véase Julia Lowell, Maoismo: una historia global, Editorial DEBATE, 2021.

[3] José Carlos Agüero, “¿Cómo votan los muertos?” Lima: La Siniestra Ensayos, 2021.

Sobre el autor o autora

José Luis Rénique
Estudió Historia en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se desempeñó como investigador en el Instituto de Estudios Peruanos (1978-1980) y en el Centro Peruano de Estudios Sociales (1986-1988). Ejerce la docencia en los Estados Unidos desde 1989. Es actualmente profesor principal en la Universidad de la Ciudad de Nueva York.

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