Regular el mundo

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Revista Ideele N°300. Octubre-Noviembre 2021

La campaña electoral trajo de regreso el problema de los medios en el Perú. Es difícil negar que en esta ocasión su rol, casi en todos los casos, fue lamentable: completamente entregados a una sola candidatura, sin pretensión alguna de informar con un mínimo de equilibrio, y con casos extremos de partidismo que los llevó a avalar mentiras de diverso tipo. La televisión, la radio, la prensa escrita: casi nadie se salva.

Esto ha llevado a que ciertos sectores de nuestra sociedad se hagan preguntas en una dirección ya conocida: qué hacer con los medios; cuál es su responsabilidad ante la situación actual; qué se les puede prohibir. Una aparente respuesta fue planteada en un proyecto de ley, que recogía una colección dispersa de sentidos comunes y generalidades sobre todo lo relacionado a la comunicación; este proyecto ganó titulares en la prensa porque se lo presentaba como un peligro a la libertad de prensa. No fue necesario analizar si algo había rescatable, o si siquiera fuera conveniente preguntarse por qué era posible que alguien presentara un proyecto tal. Simplemente, es inimaginable que la mera intención de regular los medios pueda existir en el debate público: cualquier demanda sobre regulación de los medios será respondida con un alarido sobre la libertad de prensa. No hay argumento más, y los medios cerrarán filas e impedirán cualquier debate que no sea en sus términos.

Ciertamente el proyecto era muy malo; una lectura atenta revela una mezcla de temas, intenciones y dimensiones de política pública muy confusa y contradictoria. Pero también es cierto que la unánime respuesta ante él revela la alianza integral entre buena parte de la prensa, la clase política y la clase empresarial. Esta es una alianza que impide el debate de la misma manera que puede impedir soluciones a muchos de los problemas del país, básicamente porque el solo hecho de definir algo como problema implica reconocer que deberíamos debatir cómo solucionarlo, y eso va contra la alianza de intereses que sostiene el funcionamiento —pobre, mediocre, sin imaginación y sin responsabilidad ante la sociedad — de nuestra economía, nuestra política, y también nuestra prensa (aunque en los tres aspectos puede haber excepciones).

Esto, sin embargo, no debe dejar de lado un asunto clave: la cuestión de la regulación de la comunicación en el Perú es compleja y no solo por la presión política y de intereses aliados a la prensa para no tocarla, sino que es difícil construir un marco regulatorio que tenga los efectos positivos que se quieren, por tres razones: regular la prensa no es lo mismo que regular lo que dicen los periodistas, sino también intervenir en un negocio, lo que lleva a la cuestión de quién es el sujeto de la libertad que se defiende; por otro, es cierto que muchas formas de regulación se basan en posiciones políticas, moralistas o interesadas que le harían mucho daño no solo a la prensa, sino a la expresión ciudadana en general. Pero finalmente, lo más difícil es que pensar en regular la comunicación en el Perú no es lo mismo que regular la comunicación hecha en el Perú: vivimos tiempos en que no existe realmente comunicación “nacional”, solo medios nacionales, y ellos conviven y hasta subsisten gracias a lo que nos permiten los medios globales.

Negar que la comunicación es potencialmente mejor gracias a la Internet es negar la historia reciente de la política; negar que puede ser peor, también. Pero pensar que el problema de los medios es un asunto de televisión y radio, es negar los dos puntos anteriores.

1. Qué hay que regular

La cuestión de la propiedad de los medios fue enfrentada una sola vez en la historia nacional: la reforma de la prensa de la dictadura de Velasco, en 1974, fue un ejercicio de “socialización”, es decir de entrega de la prensa, como empresas y marcas, a “la sociedad organizada”, algo que en realidad no pasó de una expresión de deseos y produjo los tiempos del “parametraje”, de la prensa que debía aceptar limitaciones impuestas por la dictadura. Los grandes diarios fueron convertidos en voceros estatales, y la prensa privada, sobre todo revistas, contenida por la amenaza de clausuras. En 1980, el consenso era que la socialización fue una expropiación y un fracaso, y ante la victoria de Acción Popular se volvió al completo liberalismo: la prensa se maneja sola, al igual que otros medios.

Si bien la discusión sobre la televisión de señal abierta —y también la radio— es diferente, dado que existen bajo permisos de operación estatal, se puede enunciar lo mismo: la concentración en pocas manos es dañina, aunque no sepamos qué tanto daño real hace[1]. Ahí yace parte del problema.

Sin poder afirmarlo para todos los casos, lo que indica la evidencia académica de muchas décadas es que los medios no convencen sino a muy pocos, pero que refuerzan las convicciones de los ya convencidos, sea a favor o en contra de la posición que enuncia un medio particular. Esto es particularmente válido para los medios masivos, y un poco menos para los medios sociales. En esa medida, la unanimidad mediática no sería un problema de información sino de representación: ¿por qué las posiciones de los peruanos que votaron por Pedro Castillo no tiene representación en los medios, y las de aquellos que votaron en contra suyo están sobre representadas?

La respuesta básica es que la representación es resultado del poder económico, y que la unanimidad es reflejo de la convergencia de intereses que ciertas candidaturas representan. Que los medios peruanos sean tan pro-Fujimori es el resultado de la identificación de sus intereses, como empresas, con los intereses de otros, que se manifiestan en el apoyo a una candidatura. En un país menos desigual, podría existir más medios de prensa que representen a los que no creen (creemos) en el capitalismo aliado con el conservadurismo social, pro-impunidad y anti-Derechos Humanos, y contrario a la regulación pro-trabajadores, que encarna el fujimorismo: pero el fujimorismo es funcional a esas posiciones, que a su vez son las preferidas de los dueños de los medios —si no en su totalidad, en buena medida.

Regular la propiedad de los medios implicaría que se prohiba que un grupo específico pueda controlar y orientar a favor de su candidatura muchos diarios y canales de televisión. La pregunta es, si se impidiera tal cosa, ¿habría capitales dispuestos para hacer las cosas de otra manera?

Probablemente, no. Incluso en países en que se ha reservado espectro para radios y televisión comunitarias, los éxitos son pocos, pues al final de cuentas se necesita que la gente vea la televisión y escuche la radio, y esto se asocia a programaciones atractivas y no solo a programaciones “correctas”. En el tema de la prensa tradicional, el problema es lograr que las personas compren los diarios, cosa que cada día es más difícil; de no serlo, habrían más empresas interesadas en hacer negocio con sus propios periódicos.

Es critico recordar esto: la prensa existe en el mercado, y su viabilidad depende de lograr que la gente pague —directamente en el caso de los impresos, indirectamente en los medios masivos. Sin consumidores, no hay prensa; pero sin prensa, los ciudadanos no estamos bien servidos.

En muchos países existen normas sobre representación: si se le da cabida a un político en un programa de concurso, en uno de comedia, o en un noticiero, tiene que haber espacio para la otra posición. Es sin duda, más fácil hacer algo así cuando se trata de dos partidos o de partidos políticos que no son, sea una colección de naderías, sea una caterva de corruptos. Pero algo ayudaría para mantener equidad de representación, para evitar que un programa “periodístico” se convierta en mera propaganda. Ciertamente, el derecho de respuesta, cuando un reportaje dedicado a una candidatura o partido es transmitido, es parte integral de esta manera de trabajar.

Ciertamente, sería más efectivo que la pretensión de “objetividad” que se esconde tras la constante repetición de argumentos, personal y sesgos que abunda en los medios peruanos.

La alternativa parece residir precisamente, en los medios “alternativos”. Experimentos han abundado en el Perú, pero no hay realmente un solo caso en donde la influencia y el peso especifico de un medio alternativo haya logrado competir contra la prensa establecida pre-internet. La discusión académica apunta a los medios alternativos no logran ni el peso político ni el reconocimiento de los medios tradicionales (o mainstream), y que cumplen un rol complementario, de mayor complicidad ideológica con sus públicos, que los medios tradicionales. Aunque el tema da para mucho más, lo cierto es que el grueso de las personas, incluyendo en el Perú, adquieren sus noticias a través de los medios tradicionales, aunque no lo hagan de una forma que produzca ingresos para dichos medios, como veremos más adelante.

Regular la propiedad de los medios implicaría que se prohíba que un grupo específico pueda controlar y orientar a favor de su candidatura muchos diarios y canales de televisión. La pregunta es, si se impidiera tal cosa, ¿habría capitales dispuestos para hacer las cosas de otra manera?

2. Qué hay que proteger

El ideal liberal de la libertad de prensa es una consecuencia de la libertad de expresión; pero además es un artefacto histórico, asociado a cuando la prensa (la imprenta) era apenas una actividad menor, que no tenía ni la escala económica ni la penetración social que existe ahora.

En la Francia revolucionaria, la población urbana tenía (relativamente) altos niveles de alfabetización, entre 40 y 50% [2]. En la Inglaterra victoriana, la época en la que John Stuart Mill escribía “Sobre la Libertad”, la alfabetización rondaba el 75% para varones y mujeres[3]. Existían también diarios al alcance de la clase media baja, y semanarios dirigidos a las clases trabajadoras. Cifras como estas son propias de sociedades altamente industrializadas, y reflejan el crecimiento de la viabilidad económica de la prensa.

Este crecimiento provocó que los diarios y revistas se consolidaran como negocios; conforme la economía fue creciendo también la prensa lo hizo, y el resultado fue cambiar la relación entre peso político y peso económico: los medios con más recursos podían presionar más a un gobierno a partir de su influencia, expresada en la circulación diaria. Esta influencia implicaba la necesidad de una relación cercana entre partidos políticos y clase empresarial con la prensa; o de sindicatos y organizaciones de trabajadores, con partidos y la prensa. En el Reino Unido, finalmente la primera economía industrial de la humanidad, los diarios conservadores como el Times tenían como contraparte al Guardian. El proceso, con sutilezas, fue ocurriendo en todas partes.

En medio aparece la prensa amarilla, la que luego crea el sensacionalismo como práctica. Esta prensa existe para fomentar el consumo de sí misma con elementos políticos complementarios, a veces encubiertos. Es propia de países en donde la televisión y la radio no tienen el peso político de la prensa (por lo general porque son servicios públicos), y se convierten en factores políticos significativos debido a ello.

Sin entrar a discutir con detalle la historia de la prensa, se puede afirmar que es un proceso en el que el aumento del público consumidor potencial ha significado mayor influencia pero también un negocio mucho más grande. Los principios de libertad de expresión que se extendieron a la prensa le han provisto de protecciones desde fines del siglo XVIII, pero que no fueron pensados para tiempos de corporativización.

Esto presenta el problema de lo que se protege con la libertad de prensa. La acumulación de poder que se ha producido no es ni pareja ni efectiva; no se puede medir de maneras objetivas, constantes y comparables. No sabemos cuánto poder tiene la prensa, ni cuánto poder tiene un diario o canal específico. Son percepciones, en muchos casos nacidas más del desagrado que da la actitud de ciertos medios, que insisten en el descaro propagandístico, o en el tratamiento agresivamente contrario a ciertas posiciones políticas, o incluso porque sus programas o reportajes van contra las convicciones morales de algunos.

Sin embargo, existe suficiente evidencia sobre los efectos mediáticos de la prensa: la manera como construye narrativas que sesgan la compresión de la ciudadanía sobre determinados acontecimientos; como se refuerzan o construyen prejuicios sobre lo deseable o indeseable en los políticos, los líderes de opinión, como los políticos mismos responden a la presión de la prensa y encaminan sus acciones en función de dicha presión; y un largo etcétera. También está claro que la prensa no es un desvalido individuo en medio del bosque, sino que cada medio tiene un efecto potencialmente alto afectando honras, intimidades y dignidades de personas concretas, que de ninguna manera puede tener el ciudadano de a pie.

El punto de fondo es simple: la protección a la prensa no es equivalente a la que tiene el ciudadano, puesto que los segundos son inherentemente menos poderosos que los medios. Cuando un actor en la esfera pública cuenta con una presencia y un peso específico que —sin negar que no es cuantificable— puede alterar la vida de muchos y afectar la de otros, por lo que hay que considerar que no se puede equiparar la protección de la expresión con la de la prensa.

La libertad de expresión de una ciudadana no es equiparable a la de un medio, porque, primero que nada, un ciudadano no afecta a sus semejantes como un medio puede hacerlo al ejercer su derecho a expresarse. Estos efectos son primero a nivel individual (el potencial daño a la intimidad) pero también más amplios, al homogeneizar el gusto y la opinión “correctos”. Mientras más libertades se toma la prensa, menos espacio hay para la diversidad de puntos de vista y la sutileza en la apreciación de la realidad que suele predominar en una sociedad.

Una sociedad compleja, de masas, necesita encontrar mecanismos de comprensión colectiva, que reconozca y representa la diversidad; en esa medida, los medios deben servir para consolidar puntos de vista y procesar dicha diversidad; pero no para ocultarla o suprimirla. Es en los países autoritarios donde se postula visiones únicas y estáticas de la cultura y la sociedad; las democracias están aprendiendo poco a poco a procesar la diversidad.

Esto implica que aceptemos esa diversidad en varios planos: no solo la representación de las distintas culturas que un país puede albergar, sino, y quizá más crítico, espacio para que formas culturales y sociales —que no están formalmente incorporadas en los mecanismos de representación estatal— sepan que puedan expresarse. Esto también implica que seamos conscientes que aquello que existe no siempre será del agrado de los que ya tienen presencia definida en la sociedad y en los medios; que en muchos casos podremos tener conflictos específicos entre lo “debido” y lo “indebido”, lo que es de “buen gusto” y lo que no.

Una máxima, postulada por el periodista satírico inglés Ian Hislop, es que no hay que prohibir la mala prensa, solo dejar de comprarla. La premisa es que la prensa libre es un costo que hay que asumir por sus beneficios aunque muchas veces nos desagrade lo que se publica. En general, es un principio válido: que algo no le guste a un grupo no significa que ni represente ni agrade a otros; que un programa de entretenimiento presente algo que vaya contra las “buenas costumbres” implica asumir que algo así existe y que los que no comparten esa visión de lo “bueno” deben simplemente someterse a la de aquellos que sí la tienen.

En el fondo, es un juego de poder. Decidir qué es lo correcto, en términos estéticos o morales, asume que alguien puede tener un gusto o moral perfecto, y en todos los casos esto implica que ese alguien es moral o estéticamente superior al resto. En política, se podría plantear lo mismo.

Pero los medios de comunicación son actores con poder, no simplemente insurgentes de gustos alternativos o representantes de visiones alternativas. Protegerlos implica un potencial de representación pero no una realidad: en muchos casos, el poder relativo, incluso pretendido, de un medio es resultado precisamente de su tamaño e importancia, y protegerlo de escrutinio es apenas proteger al poderoso.

¿Como plantear el opuesto? ¿Como proponer un sistema regulatorio que proteja el derecho de las mayorías a no ser engañado? ¿Como darle espacio a las minorías? Aunque a estas alturas parezca mentira, esa era la promesa de la Internet.

3. Cuál es el alcance de la regulación

En 1997, uno de los máximos promotores de la tecnología como transformadora en sí misma del mundo hizo una predicción deliciosa y totalmente fallida. Nicholas Negroponte, que no tuvo que ver con el desarrollo de la Internet pero que sí se presentaba como experta en sus efectos sociales — y luego estuvo involucrado en la fallida OLPC— aseguró que en 2017, los niños que se habría acostumbrado a conocer el mundo mediante el clic de un mouse no iban a saber qué era el nacionalismo[4].

Lo cierto es que vivimos en un tiempo en que el nacionalismo tiene excelente salud; pero también en el que los nacionalismos se han interconectado de maneras muy densas; donde además las prácticas políticas y expresivas del nacionalismo —el repertorio político— se ha globalizado, como también se ha globalizado el repertorio de todos los activismos. Como se vio en noviembre de 2020, en el Perú los manifestantes contra el gobierno usurpador de Manuel Merino usaron técnicas, tácticas y recursos expresivos que se han visto en muchas otras manifestaciones de gran escala; estas fueron adquiridas a través de videos en YouTube, reels en Instagram y TikToks varios[5].

Que los activismos varios, los fandoms varios, y las prácticas políticas varias, se difundan a través de los medios digitales (como se suele llamar a aquellos medios que funcionan gracias a la Internet) es una señal importante de los tiempos. No se trata de la ilusión fundamentalmente banal de Negroponte, sino de la manera como los medios digitales han penetrado cada esfera pública, cada área de consumo, y cada sistema de prácticas culturales, en todo el mundo. Ciertamente hay sectores de la sociedad que no participan de toda esta actividad digital, pero una gran cantidad de personas lo hace.

Nos comunicamos, adquirimos información y difundimos ideas gracias a la Internet. Lo hacemos de maneras distintas a aquellas que existían en los tiempos de la comunicación masiva, y estas nuevas formas son materia de múltiples discusiones. Pero aquí quiero centrarme en un aspecto: la circulación de noticias e información periodística, eso que solía hacer la prensa.

Tras décadas de entender la prensa y la comunicación como asuntos fundamentalmente nacionales, nuestro tiempo se caracteriza por la superposición de medios nacionales (y regionales, sin duda) con medios globales; pero también de medios tradicionales, donde las decisiones editoriales las toman personas, con medio algorítmicos, donde las decisiones son diseñadas computacionalmente y se realizan solas; y además, con medios que asumen consumo directo y luego diseminación entre personas por otros medios, que coexisten con medios que permiten al consumidor recoger el contenido y reenviarlo o recircularlo, pero con sus propios puntos de vista añadidos al mismo, y a grupos de personas mucho más grandes y de manera más rápida que en los medios tradicionales.

Dicho con un ejemplo: la malhadada entrevista en un canal de televisión en que se dijo que las vacunas de Sinopharm eran “agua destilada” tuvo el impacto que tuvo gracias a la multiplicación de vistas en YouTube, las que fueron promovidas por algoritmos y por “shares” de personas que creían en el mensaje o que buscaban réditos políticos con el mensaje. Esa multiplicación ocurrió gracias a medios globales y actos personales: no fue necesario que otros medios similares —estaciones de televisión o programas / publicaciones de prensa— difundieran esta “fake news”. Fueron las personas, usando sus teléfonos y al interior de sus redes de contactos, las que hicieron el trabajo.

Esto es lo que diferencia a la comunicación contemporánea de la antigua. Si antes teníamos un sistema que podía entenderse como una esfera pública, en la que era necesario mucho capital para ingresar, ahora podemos imaginar un conjunto de esferas, interconectadas en partes y momentos, por donde discurren discursos que son transformados y alterados en cada salto entre esferas. “Un sistema de células, entrelazadas, dentro de células entrelazadas, dentro de células entrelazadas, dentro de un tronco”[6] . El tronco sería la Internet, y los sistemas de células son aquellos que creamos a través de los muchos medios que existen en la Internet y que son usados por otros medios, y otras personas, para construir, replicar, diseminar y alterar discursos.

Este ecosistema mediático, fundamentalmente distinto del predominante hasta finales del siglo XX, es lo que permite los placeres y crea los desastres comunicativos contemporáneos. Nos afecta directamente, pero existe en un plano intermedio entre los estados nación y el sistema mundo creado por la globalización: no podemos imaginar como funcionaría nuestra sociedad sin la Internet pero tampoco podemos imaginar como controlar los efectos de la Internet. Específicamente en el tema de este escrito: las ventajas que permiten que un ensayo como este pueda circular sin los costos, las limitaciones y las complicaciones de antaño, son las desventajas que hacen posible que la desinformación predomine, que la amplificación de mensajes de odio se imponga, que un país como el Perú no tenga una manera de garantizar representación y justicia en la comunicación.

Los medios digitales globales y algorítmicos existen fuera del alcance regulatorio del estado peruano pero son críticos para entender el éxito de candidaturas políticas de todo cuño: sin ellos, Donald Trump y Pedro Castillo no habría sido elegidos presidentes de sus países. Los sistemas mediáticos tradicionales los habrían obstruido pero los mecanismos al alcance de los ciudadanos, esos que requieren organización, esfuerzos colectivos y tiempo, no habrían bastado. Subido en tuits o wassaps, se puede convocar votos más allá del alcance de aquello que constituye la esfera mediática tradicional; pero es un pacto fáustico, pues las plataformas digitales tienen sus propias reglas y no es posible negociar con ellas.

Esto, que en otro lugar llamé la (ir)realidad digital, es la realidad de la comunicación contemporánea. Pretender que regularla sea fácil es ignorar que no tenemos las capacidades legales e institucionales para hacerlo. Países como China o Rusia cuentan con sistemas para bloquear contenidos que no les gustan, pero no solo son muy caros de implementar, sino que son intolerables en una democracia. Mientras tanto, la desinformación sigue desperdiga por la Internet, creada por países, partidos políticos o individuos con agendas diversas. ¿Para qué habríamos de pensar en como regular la televisión peruana si lo que ocurre en YouTube no es posible de control alguno?

Al mismo tiempo, estas plataformas son mecanismos espléndidos para ampliar el horizonte cultural y político de todos los que las usamos. Nunca ha habido tantas posibilidades de expresión individual, que pueden, a veces, ser tan exitosas como los viejos medios; la libertad del que piensa distinto, esa que defendía Rosa Luxemburgo, no tiene mejor espacio que la Internet.

4. El trilema de la comunicación

Los tres dilemas que se presentan en este ensayo son una variante comunicacional de lo que Danni Rodrik llamó el trilema inescapable de la economía global : no es posible la coexistencia de una integración económica profunda entre estados nación democráticos sin que uno de los tres factores se debilite; podemos tener dos pero solo dos, con el tercero víctima de la condición globalizada.

Dicho en términos comunicacionales: si queremos los beneficios de la economía global, que incluyen el acceso a las riquezas de la Internet, debemos aceptar un grado de deterioro del estado nación como soberano, y quizá también ciertos desequilibrios en el sistema democrático. Incluso si hubiera consenso respecto a una regulación específica de los medios de comunicación tradicionales, para regular los digitales tendríamos que afirmar la soberanía del estado nación debilitando la integración económica globalista, y a la larga el sistema democrático; esto simplemente porque el mercado nacional no dará para que todos los que quieren verse representados en los medios puedan hacerlo.

Los medios digitales ofrecen esa oportunidad de representación, y de acción. Cuando el congreso de la república publicó una línea de tiempo que atribuía la caída de Manuel Merino en noviembre de 2020 como “presionado por turbas azuzadas por algunos medios de comunicación” , no solo se trataba de reescribir la historia, sino que se ignoraba que si algo hicieron los medios de comunicación fue seguir a la gente en la calle, que se había organizado, convocado o simplemente adherido a las acciones contra Merino, a través de medios digitales; sobre todo, a través de medios sociales, esos que como Facebook permiten que alguien “postee” algo y lo disemine entre sus contactos. Estos medios sociales permitieron que en la noche del 15 de noviembre, se realizaran tres cacerolazos, convocados algunos con minutos de antelación, sobre los que los medios de comunicación tradicionales simplemente informaron, con suerte, mientras ocurrían.

Negar que la comunicación es potencialmente mejor gracias a la Internet es negar la historia reciente de la política; negar que puede ser peor, también. Pero pensar que el problema de los medios es un asunto de televisión y radio, es negar los dos puntos anteriores.

La libertad que se extiende a los ciudadanos depende de la autonomía algorítmica, y puede ser contraproducente; pero es mejor que las limitaciones de un mercado oligopolizado por unas cuantas empresas. Al mismo tiempo, está claro que la democracia no puede existir si es tan fácil manipular la realidad, si es tan fácil fragmentar el discurso público. Y finalmente, la constante filtración de tendencias, prácticas y discursos es potencialmente positiva en algunos casos, y en otros peligrosa. Los medios digitales extienden la libertad de expresión pero no mejoran la libertad de prensa; amplían la conversación pero no siempre de la mejor manera; y fragmentan el debate público aunque esa fragmentación permite a veces el surgimiento de nuevas voces que pueden cambiar, para bien o mal, nuestra sociedad.

Regular la comunicación, tan imbricada con el sistema mundo, sería, precisamente, regular el mundo.


[1]     Una discusión a profundidad del tema está disponible en este articulo, originalmente publicado en la revista Poder en 2015.

[2]     Simon Schama, Citizens: A Chronicle of the French Revolution. New York: Vintage Books, 1989, p. 180

[3]     https://sites.udel.edu/britlitwiki/education-in-victorian-england/

[4]     “Twenty years from now, he said, children who are used to finding out about other countries through the click of a mouse ‘are not going to know what nationalism is’. ” http://edition.cnn.com/TECH/9711/25/internet.peace.reut/

[5]     Descripciones sobre estos procesos y su relación con otros similares puede verse en Villanueva Mansilla, E. (2020). Rápido violento.y muy cercano. PUCP.

[6]     “A system of cells interlinked, within cells interlinked, within cells interlinked within one stem”; de la novela Pale Fire, de Vladimir Nabokov, a través de Blade Runner 2049.

Sobre el autor o autora

Eduardo Villanueva Mansilla
Doctor en Ciencia Política y Gobierno; licenciado en Bibliotecología y Ciencia de la Información y magíster en Comunicaciones (PUCP). Profesor de Comunicaciones en la PUCP

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