Escrito por
Revista Ideele N°300. Octubre-Noviembre 2021“desconocer el pasado
acarrea el grave costo
de terminar dominado
por los muertos”
Alberto Flores Galindo, 1988
El desenlace de la guerra, y en consecuencia el establecimiento de la República, se produjo en la estratégica región de los Andes centrales en donde, por lo menos desde 1812 a 1815, por efecto de las rebeliones de Huánuco y el Cuzco, la mayoría de grupos sociales ya habían optado por el separatismo y la revolución. Junín y Ayacucho no fueron simples apéndices de la guerra. Un sector de propietarios, compuesto por mineros, hacendados y terratenientes, se plegó con recursos y armas a la primera y segunda expedición libertadora conducida por Juan A. Álvarez de Arenales entre octubre de 1821 y julio de 1821. Otro tanto aconteció entre ese vasto y heterogéneo mundo popular, compuesto por la plebe indígena, mestizos y sectores medios.
La proliferación de milicias, guerrillas y montoneras da cuenta de este inicial entusiasmo de seguir las Banderas de la Patria, como se indica en el Acta de la independencia de Tarma en noviembre de 1820, y la formación del primer gobierno patriota. En aquel escenario y conforme se acumulaban victorias militares y políticas en el norte y Lima era sometida a un asedio terminal por las montoneras patriotas, entre las filas realistas se producía el quiebre en la cadena de mando debido al abierto enfrentamiento entre el virrey Pezuela y el general La Serna. El batallón realista Numancia se había pasado al ejercito libertador y Cochrane había capturada la Esmeralda, nave insignia de la armada española.
Fue en tales circunstancias que empezó a emerger en la sierra central un discurso patriota y republicano que consistía básicamente en la idea de descender sobre Lima para liberarla del ya insostenible y despótico régimen virreinal. En este discurso confluían sectores plebeyos y de la élite regional. El triunfo de Arenales sobre O´Reilly en Cerro de Pasco fue determinante para la militarización progresiva de esta región. Recordar que, tanto la plebe como propietarios, venían siguiendo el ciclo revolucionario continental, y elaborando sus propias narrativas y discursos. De ninguna manera estaban aislados, nunca lo estuvieron. Por lo tanto, la presencia de los libertadores y la seguidilla de triunfos en esta primera etapa, sacó a flote justamente tales aspiraciones emancipadoras. Este proceso fue interrumpido en el encuentro de Punchauca entre San Martín y La Serna. Una independencia controlada para la ocupación de Lima, y evitar el fantasma de la revolución social y la anarquía que ya empezaba a asomar. Neutralizar a esas bandas armadas de esclavos, castas y bandoleros mestizos que, amparados bajo el paraguas y la retórica patriota, cometían excesos y saqueos indiscriminadamente. Los libertadores ya conocían por su experiencia anterior que la guerra separatista había instalado aspiraciones localistas y el precoz federalismo, que dificultaba la culminación y consolidación de los nacientes gobiernos republicanos. En el Perú trataron justamente, de conjurar la amenaza de la anarquía y la guerra civil. Como también controlar y desmovilizar las veleidades de los subalternos.
Mientras en Lima, luego de proclamada la independencia, se daba inicio al Protectorado, en la sierra central, quien asumió el mando político y militar de todo el valle del Mantaro, fue el brigadier de origen francés, pero al servicio de España José de Canterac, que estableció su cuartel general en Huancayo. El virrey La Serna se trasladó al Cuzco para dirigir la guerra, con la Constitución liberal de 1812 que había sido reimpuesta. El fortalecimiento de las posiciones realistas en esta región fue en aumento. Ahora el estado mayor español contaba con ingentes recursos humanos y productos indispensables para sus tropas: víveres, bestias y pastos. La sierra central se convirtió en un gran taller y factoría al servicio de las banderas del rey. Con el sur andino bajo su control, ahora se trataba de evitar a como dé lugar un levantamiento de masas rurales. Las señales que habían dado los pueblos, ya envalentonados, suponía el ingreso con nombre propio y desde sus intereses de un nuevo actor social ya armado. Nunca antes en la sierra central se había dado una concentración de fuerzas militares de la magnitud. Desde esta región saldrían las tropas realistas que obtuvieron los importantes triunfos en Ica (1822), Torata y Moquegua (enero 1823) y Zepita (agosto), con ello se posibilitó la prolongación de la guerra y luego la presencia bolivariana con nuevos contingentes militares provenientes de la gran Colombia.
Para un importante sector de la clase propietaria, que se había comprometido con la independencia, el retiro de Arenales luego de Punchauca, significo un duro vuelco emocional. Muchos lo interpretaron simple y llanamente como una traición. La presencia realista, vino a reconfigurar la correlación de fuerzas, y complejizar el estado de la opinión pública. Las lealtades y adhesiones ideológicas se alteraron. Desde entonces ya no fue posible establecer filiaciones progresivas hacia uno u otro ejército. Los actores sociales tuvieron que maniobrar y negociar su participación activa o pasiva, en uno u otro sentido.
Aquí debe indicarse que los guerrilleros y montoneros que siguieron a Otero, meses después de proclamada la independencia en Tarma, y que continuaban bajo sus órdenes ya cuando Arenales había abandonado la región, eran milicias que estaban compuestas por mestizos, criollos e indígenas. Debe pues considerarse a este movimiento social armado como la más auténtica forma de movilización popular anticolonial y la vanguardia ideológica a favor de la independencia en esa coyuntura. Si bien en el discurso, y conforme transcurría la guerra, se vincularon al Protectorado, la Junta Gubernativa, el régimen rivaguerino y a la dictadura bolivariana, en la cotidianeidad del conflicto, en el verdadero teatro de la guerra, exhibieron una gran capacidad de autonomía e iniciativa. La reiteración con que Otero hace alusión a su gobierno ambulante, da cuenta de un proceso aún inédito. Una épica republicana que la reciente historiografía viene exhibiendo y confirmando con contundencia.
Y es solo bajo tal encuadramiento que la categoría de guerra civil adquiere toda su vigencia, para no seguir usando retóricamente tal figura. A partir de entonces en la sierra central, entre julio de 1821 y agosto de 1824, se dio inicio a un proceso político, militar e ideológico que involucró a todos los actores de la época. Sin bien las ciudades importantes como Huancayo, Jauja, Tarma, Concepción estaban bajo el control del ejército español, en las partes altas se dio inicio a una guerra de guerrillas prolongada. Se ensayaron diversas formas de resistencia de los pueblos, a esas bandas armadas que en nombre del rey y de la patria cometían todo tipo de exacciones y atropellos. En tal escenario, era muy difícil hallar filiaciones ideológicas progresivas. La gente común y corriente tenía que trasponer la guerra y preservar sus vidas.
El decisivo triunfo patriota en Junín con un ejército ya unificado, y bajo la dirección de Bolívar, no hubiese sido posible sin el apoyo de las guerrillas y montoneras patriotas que se mantuvieron fieles a lo largo de la guerra. Ese corredor andino que tuvo que trasponer el ejército libertador desde la sierra de Trujillo, pasando por Huaraz, Conchucos y Huánuco, aun aguarda a nuevos historiadores. Recuperar tales realizaciones y el compromiso de esos pueblos, podría aliviar un poco el escepticismo y la poca valoración que se tiene sobre la participación popular en favor del establecimiento de la república. Si el Perú fue el desenlace de una guerra de dimensiones continentales, por ello mismo aquí no solo confluyeron tropas de toda la periferia, sino también llegó toda la acumulación doctrinaria del ciclo revolucionario continental. La cultura política de los sectores plebeyos se gestó en tal escenario y daría lugar, según Jorge Basadre, a un periodo lleno de color y de energía durante las primeras décadas republicanas. Un periodo al que Sebastián Lorente denomino “el siglo de las revoluciones”.
En el actual y convulsionado escenario del Bicentenario, sería oportuno ensayar todas las aproximaciones posibles, para proponer múltiples balances sobre los logros y frustraciones republicanas. Escudriñar cómo así, la republica plebeya que se instaló tempranamente, con sus símbolos, alegorías, promesas, y donde las mayorías sociales eran su parte constitutiva, andando el tiempo, luego del zafarrancho del guano, la frustración que fue el civilismo, la culpa colectiva por la derrota en la guerra con Chile, las expectativas que despertó el auroral aprismo y la barbarie del senderismo; ahora mismo no deja de contemplar con indignación y a veces con impotencia y furia, a esta frívola y mediocre republica agrietada.
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