Crisis social, política y de derechos humanos en Colombia

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Revista Ideele N°300. Octubre-Noviembre 2021. Foto: Esteban Vega – Semana.com

Uno de los símbolos del año 2021 en Colombia será “Puerto Resistencia”, una plaza ubicada en uno de los sectores más pobres de la ciudad de Cali, la tercera ciudad más grande del país. En abril de este año, cuando miles de personas salieron a las calles a manifestarse contra las políticas económicas del Gobierno, miembros de los barrios aledaños – especialmente jóvenes – se tomaron esta plaza, construyeron un monumento a la resistencia y se organizaron en una manifestación permanente, al estilo de las zonas “libres de policía” experimentadas en ciudades como Portland, en Estados Unidos.

Estas protestas callejeras tuvieron como detonante una propuesta de reforma tributaria, presentada por el Gobierno ante el Congreso de la República, que la población rechazó masivamente. Pero como lo constató la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su visita al país, las causas del descontento que subyacen a las protestas incluyen el hastío social frente a la profunda inequidad en la distribución de la riqueza, la pobreza, la pobreza extrema, y el acceso a derechos económicos, sociales y culturales, en particular, educación, trabajo y salud. Adicionalmente, un porcentaje importante de la población rechaza la falta de cumplimiento del Gobierno de los acuerdos de paz firmados hace cinco años con la ex guerrilla de las FARC y los altos niveles de violencia e impunidad en el país.  

En meses anteriores, la población ya había advertido de su descontento y había realizado otras manifestaciones.  Sin embargo, el país no había vivido nada de la magnitud e importancia que se vivió entre el 28 de abril y los primeros días de junio de 2021. En esas semanas, miles de personas se manifestaron a través de al menos 12.478 protestas, realizadas en 862 municipios de los 32 departamentos. Concentraciones, marchas, bloqueos, movilizaciones, asambleas, conciertos, jornadas nocturnas de “cacerolazos” se practicaron de manera ininterrumpida por casi dos meses.

El inexperto Gobierno del presidente Iván Duque no fue capaz de entender que la movilización ciudadana era una oportunidad política para reconducir su camino y buscar conectarse con las necesidades del país y su gente. Por el contrario, el Gobierno – aupado por las voces más autoritarias de su partido – tomó las manifestaciones como un problema de orden público. El Gobierno no tuvo la honestidad para reconocer prontamente sus errores – lo cual hubiera desescalado los conflictos y puesto el tema en un ambiente más constructivo y dialógico.

Pese a que la reunión y manifestación públicas y pacíficas son derechos fundamentales en Colombia, la respuesta del Gobierno y de la fuerza pública estuvo dirigida a antagonizar, reprimir y criminalizar la protesta, lo cual derivó en injustificada violencia contra manifestantes y algunos funcionarios públicos y miembros de la fuerza pública. Así, pese a que casi el 90% de las manifestaciones se realizaron pacíficamente, las protestas dejaron más de 50 personas asesinadas, más de 1000 lesionadas – decenas de ellas por casos de lesiones oculares derivadas del uso de armas “menos letales” por parte de la fuerza publica -, denuncias de torturas, violencias sexuales, y miles de detenciones arbitrarias y decenas de denuncias de desaparición forzada. En total, organizaciones de derechos humanos que hacen seguimiento a estos eventos reportan casi 5000 denuncias de casos de violencia policial.

Esta violencia se explica en buena medida por dos factores. El primero es la respuesta política del Gobierno. El inexperto Gobierno del presidente Iván Duque no fue capaz de entender que la movilización ciudadana era una oportunidad política para reconducir su camino y buscar conectarse con las necesidades del país y su gente. Por el contrario, el Gobierno – aupado por las voces más autoritarias de su partido – tomó las manifestaciones como un problema de orden público. El Gobierno no tuvo la honestidad para reconocer prontamente sus errores – lo cual hubiera desescalado los conflictos y puesto el tema en un ambiente más constructivo y dialógico. Por el contrario, su discurso fue que detrás del paro había un soterrado ataque a las instituciones – una carta vieja y muy usada por su partido que culpa a todos los problemas sociales a las guerrillas, al castrochavismo o a la izquierda – que debía ser enfrentado con fuerza pública – incluso emitió un decreto de emergencia en el que derivó competencias de orden público al Ejército que constitucionalmente están conferidas a la policía.

La segunda razón se basa en la ideología de un sector amplio y dominante en la fuerza pública, que se ha acostumbrado a ver a la ciudadanía, y especialmente, su movilización para la reivindicación de derechos, como una actitud insurgente. Existen tanto factores institucionales como de cultura institucional que ayudan a que esta actitud persista. Tras años de conflicto armado y políticas guerreristas antidrogas, la policía tiene un diseño institucional más cercano al de un Ejercito que al de una policía civil – por ejemplo, la Policía está adscrita al Ministerio de Defensa, en lugar de estar bajo el mando del ministerio del interior, como sucede en otros países democráticos. Por otro lado, la fuerza publica sigue viendo a los defensores de derechos humanos, periodistas críticos y líderes de oposición como objetivos de peligro – en algunos casos incluso como objetivos militares – que hay que reprimir y contrarrestar.

Esto se demuestra, entre otras, en el accionar del Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional (ESMAD). La Corte Suprema de Justicia ha incluso tenido que declarar que esta fuerza constituye una “amenaza seria y actual para quien pretenda salir a movilizarse para expresar pacíficamente sus opiniones, porque su actuar lejos de ser aislado, es constante y refleja una permanente agresión individualizable en el marco de las protestas”. En buena medida, esta amenaza se debe a “estereotipos arraigados sobre las protestas y sus participantes por parte de agentes de la fuerza pública, los cuales se verían reflejados, entre otras cosas, en la permisividad frente a violaciones de garantías individuales”.

Pese a que la situación en las calles se ha calmado, esto no se debe a la repuesta del Gobierno. Por el contrario, la erosión tanto de la legitimidad del Gobierno como de las instituciones (fundamentalmente la policía) es profunda. Las encuestas recientes muestran en su conjunto una mayor desconfianza de la gente en el Gobierno, en los partidos y las instituciones tradicionales.

Esos “representantes” de la política tradicional están hoy en día enfilando baterías para las elecciones de 2022. En efecto, entre marzo y julio, el país elegirá nuevo presidente y la totalidad del congreso. La crisis de representatividad se ve reflejada por todos lados. Uno de ellos es el voluminoso número de candidatos presidenciales, quienes en su gran mayoría quieren presentar sus candidaturas mediante el mecanismo de recolección de firmas, en lugar de hacerlo bajo el apoyo de un partido político reconocido. Por su parte, el partido de Gobierno – que ha prácticamente gobernado en solitario por los últimos 20 años – ha venido aumentando su poder institucional, prácticamente eliminando por completo los contrapesos que debería tener en organismos de control como la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía, la Procuraduría y la Contraloría. Aun si pierden el poder del ejecutivo en las urnas, su huella en la estructura del Estado está más que garantizada en el futuro cercano.

Pero el panorama no es completamente gris. Amplios sectores de la sociedad colombiana – especialmente los mas jóvenes – siguen demostrando que están cansados de la injusticia en la que han tenido que padecer. Hay al menos cuatro vías en las que la pasión que han demostrado en las calles se puede materializar en acciones concretas para salir de la crisis. La primera es que el país apueste finalmente por los mecanismos de democracia directa que creó la Constitución de 1991. La diversidad de las peticiones que manifestantes de diversos lugares del país hicieron muestran la necesidad de reparar la democracia desde lo local – además, los pocos usos de mecanismos de democracia directa que se han hecho, como es el caso de las consultas populares o cabildos abiertos, han sido muy exitosos.

La segunda es tomarse en serio una estrategia de política social que enfrente la desigualdad. Las propuestas concretas ya han sido diseñadas por el movimiento de derechos humanos, e incluyen temas como la renta básica universal y la transformación del regresivo sistema tributario actual en un sistema progresivo y democrático.

La tercera es la profundización de la democracia mediante el cumplimiento del acuerdo de paz, especialmente en lo que se denomina como la paz social, que no es otra cosa que medidas de política social destinadas a mejorar la vida de quienes más sufrieron el conflicto. El acuerdo de paz sigue siendo la mejor hoja de ruta para aliviar las heridas del pasado construyendo una sociedad mas justa e integradora.

Finalmente, estas agendas deben ser complementadas con una política seria de rendición de cuentas por las sistemáticas violaciones a derechos humanos ocurridas durante la protesta social. Verdad, justicia y reparaciones merecen las víctimas del abuso policial.

Sobre el autor o autora

Nelson Camilo Sánchez
Profesor Asistente de derecho de la Facultad de Derecho de la Universidad de Virginia, USA.

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