El crecimiento salvador: un héroe desinflado
Hace más de 50 años, Alchian, un viejo economista, se disfrazó de Darwin. Afirmó que el crecimiento económico crea un tipo de competencia (ubicua) que expande sus beneficios a una amplia cantidad de sectores. Solo progresan (sobreviven) las sociedades con las mejores instituciones, apuntó Alchian. Así, más crecimiento debería traer consigo una mejor perspectiva económica e incluso social.
Cuando discutimos sobre violencia en el Perú, tendemos a ponernos insoportablemente alchinianos. Entendemos que crecer económicamente es una condición necesaria y casi siempre suficiente para ir superando poco a poco un conjunto de problemas –pobreza, tugurización, delincuencia, etc.– que se creía eran defectos propios de sociedades retrasadas con, variable clave en nuestro argumento, bajo grado de urbanización. Es la teoría del chorreo aplicada a la violencia.
El problema es que ni la ubicuidad de la competencia ni la expansión del crecimiento económico resuelven por sí mismos problemas complejos como la violencia que, en forma contraria a lo que se piensa, es común que aparezca bajo ciertos supuestos cuando hay mayor crecimiento económico. Sí, Pedraza was right.
La asociación positiva entre crecimiento y violencia es casi un consenso en el mundo académico: cuando el crecimiento económico va acompañado de mayores niveles de urbanización, también aumentan los índices de delincuencia, crímenes y violencia urbana en general. Esta triple relación hasta tiene nombre. Es el dilema urbano: crecer con violencia.
El Perú tiene su versión propia del dilema. Desde el 2000, nuestro Producto Bruto Interno per cápita ha crecido en forma constante. Junto a ello y en el mismo periodo, el porcentaje de peruanos viviendo en zonas urbanas ha aumentado (también lo ha hecho la densidad poblacional). Y desde el 2007, la cantidad de delitos por cada 100 mil habitantes va en fuerte aumento.
La literatura no se ha puesto de acuerdo sobre qué causa el dilema urbano. El caso peruano es aún más difícil por dos razones cotidianas: las desigualdades, altas pero a la baja, y la pobreza introducen mayor complejidad a la pregunta ¿por qué al crecer económicamente lo hace también la violencia?
La culpa es de la pobreza. Ah no, de las desigualdades
Algunos atribuyen comúnmente la violencia a la pobreza y sus consecuencias: baja educación, desempleo, falta de valores, entre otros lugares comunes que lo único que hacen es armar un diagnóstico prediseñado y contribuir a la escasa efectividad de las soluciones que de ahí parten.
La investigación empírica ha derrumbado esta idea: se ha probado que más pobreza no está asociada a más violencia ni delincuencia. Por supuesto, hay estudios que dicen lo contrario, pero las conclusiones de investigaciones serias desmienten esta relación.
Cosa distinta sucede con las desigualdades. Aunque no hay consenso académico, son muchas más las investigaciones que prueban que mientras mayores sean las desigualdades en un país, habrá mayores posibilidades que aparezcan actos y formas de violencia.
La relación entre desigualdades y violencia tiene un antecedente importante. A mediados del siglo pasado, Merton describió cómo el sueño americano, disponible teóricamente para todos los ciudadanos estadounidenses, ejercía una presión bastante fuerte sobre esta sociedad, al punto que cualquier medio para alcanzarlo se convertía en legítimo.
La presión de Merton conducía a la anomia. Pero no era igual para todos. Afectaba más a las clases bajas. Sí, justamente a aquellos que con mayor dificultad podrían cubrir la brecha entre sus objetivos (económicos y de estilo de vida) y los medios para alcanzarlos (igualdad de oportunidades). En esta lógica, la dificultad de alcanzar el sueño americano era proporcional a la probabilidad de delinquir.
Al explicar la violencia, Merton nos lleva a la misma trampa que la pobreza: estereotipificación de ciertos grupos por ser los causantes de la violencia. Cuando hay desigualdad, los más desiguales (si lo restringimos a desigualdades económicas, los que están en escalas bajas de ingresos) delinquen más. El problema y la solución se vuelven claros. Hay que perseguir a esos “desiguales” y a todos los que se les parezcan y se comporten como tal. En Estados Unidos a esto se le llama racial profiling. Aquí tenemos de ejemplo a los “malditos de Larcomar”, ciclistas sobrecriminalizados por apariencia física y por la disonancia cognitiva que generaron al poseer objetos supuestamente inalcanzables para personas de su grupo social.
Pero a diferencia de la pobreza, las desigualdades sí explican el dilema urbano. La clave está en que las desigualdades son soportables solo hasta cierto límite. Es el planteamiento de Adolfo Figueroa.
Lo que Figueroa dice es que toda sociedad tolera un máximo nivel de desigualdad. Por encima de éste, la sociedad se “enferma” de muchas cosas, incluyendo de violencia: ante crisis distributivas, como la que se vive actualmente en el Perú, hay un cierto umbral de tolerancia a la desigualdad de ingresos que, de rebasarse, puede generar inestabilidad social y descontento en la población materializado en robos, ilegalidad, asaltos y en general violencia social.
Entonces, el problema no es la desigualdad per se sino cómo la procesamos. Junín y Puno han crecido económicamente a ritmos relativamente similares (6% y 4%) y tienencasi el mismo nivel de desigualdad medido por el famoso índice de Gini (0.31 y 0.30, en una escala del 0 al 1). Pero en Junín hay más del doble de delitos por cada mil habitantes que en Puno (114 versus 54, según datos de la Policía).

Urbe, desorganización y desconfianza
El paso de la intolerancia a las desigualdades a violencia no es automático. Los estudios clásicos de criminología afirman que este tránsito hacia lo ilícito se da solo cuando la estructura de oportunidades existe.
Esta estructura de oportunidades es alimentada por la existencia de espacios deinteracción y comunicación con núcleos delictivos (barrio, pandillas, bandas, etc.) organizados o no, pero también por la falta de oportunidades económicas, de inserción laboral, de acceso a la educación, entre otras. Uno no nace ladrón o violento, sino que lo adquiere cuando las condiciones que favorecen las desigualdades se dan (cierto, esto excluye a ciertas patologías de la violencia, pero obviémoslo para no complicar la explicación).
Acá hay un primer nexo claro entre desigualdades, urbanización y exclusión. La forma de urbanización a la que hace alusión el dilema urbano es particular. Es una que excluye, marginaliza y se asienta sobre la incapacidad del Estado, gobiernos locales y organizaciones para absorber a los excluidos en la planificación urbana ordenada. Esta forma de urbanización, que evidencia carencias, aparece como una paradoja en el contexto de crecimiento económico que, en sus frías cifras, más bien refleja abundancia.
Claros ejemplos de esto son las zonas peligrosas cerradas al control policial, los guetos urbanos, los asentamientos humanos, pero también la escasa conexión al transporte urbano de ciertas zonas, la baja calidad de escuelas públicas, la conexión interrumpida de agua potable y en general la provisión desigual de otros servicios que van desde la luz hasta el serenazgoy la presencia policial.
El segundo nexo es entre desigualdades, urbanización y, esta vez, violencia. Una de las teorías de la violencia (desorganización social) dice que el problema es que hemos perdido como sociedad la capacidad de controlar coordinadamente nuestro ambiente. Ya no podemos fijar objetivos comunes para controlar formalmente conductas ilegales como la delincuencia. Lo hacemos en forma desorganizada, individual, privada o atentando contra el resto y, por supuesto, con menos efectividad que si se hiciera en forma coordinada.
En efecto, los Consejos nacional y distritales de seguridad ciudadana, entes puros de coordinación, han dado resultados modestos. Serenos de distritos vecinos se agarran a golpes, al igual que hacen algunos pobladores contra delincuentes que luego entregan a la Policía. En algunas zonas trancan sus calles y en otras alzan muros. Los congresistas logran leyes para aumentar las penas y otros piden más policías en las calles, cuando nuevamente los estudios empíricos han concluido que estas dos medidas no aportan nada o casi nada a la reducción de la delincuencia.
En una sociedad desigual, el costo de la urbanización excluyente y la desorganización es la desconfianza. Las redes de solidaridad se cierran a los grupos más cercanos, a los “más iguales” o a los necesitados. Paradójicamente esto hace que las redes de solidaridad y cooperación tengan un particular florecimiento en contextos de desigualdad y desconfianza.Algunas investigaciones han hallado que las redes de amistad, la participación formal y voluntaria en organizaciones así como la habilidad de la comunidad en supervisar y controlar a los jóvenes explican gran parte del control sobre el crimen y la victimización.
La ecuación desigualdades-urbanización-desconfianza genera costos. El bajo nivel de confianza interpersonal en el Perú (14%, según el Latinobarómetro), además de la debilidad del cumplimiento de las normas, aumenta los costos de organizarse con miras a un objetivo común. Los acuerdos de grupo se hacen a la vez más difíciles. Las iniciativas colectivas efectivas para hacer frente a la delincuencia son excepciones. Del otro lado, a los delincuentes se les hace menos costoso realizar actividades ilegales.
Administrar la inclusión
En un informe reciente, el PNUD señala que las causas del aumento de la violencia en el contexto de crecimiento económico de América Latina son el crecimiento urbano acelerado, el crecimiento no inclusivo con limitadas oportunidades de empleo, el aumento de familias monoparentales, la elevada deserción escolar, la mayor circulación de armas de fuego y la falta de capacidad del Estado para proveer seguridad. El PNUD solo lista problemas asociados al crecimiento económico y la violencia. No prueba la relación.
Pero la conclusión de fondo del PNDU es clara: administramos mal la inclusión social. Es ahí donde hay que enfocarse. No es la pobreza ni las desigualdades per se lo que alimenta el vínculo entre crecimiento y violencia. Tampoco es el crecimiento económico en sí mismo. El dilema urbano se explica más por nuestros problemas estructurales que mantienen y reproducen las desigualdades.Administremos esos problemas en forma coordinada. Ahí no está el dilema, sólo la solución.
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