Ser corrupto es algo relativo

(Foto: Diario16)

Uno de los libros que rompió esquemas ideológicos a muchos en mi generación de los ochentas en la universidad católica, fue el de Jorge Parodi “Ser obrero es algo relativo” (1986). Sin duda, cuestionar las diversas ideologías de izquierda que en ese momento consideraban a los obreros como parte de una clase social que debía asumir un papel impulsor de cambio social y político, era algo que seguramente irritó a muchos pero que con los años demostró que estaba en la cierto: al menos en el Perú, los trabajadores fueron y siguen siendo un sector social heterogéneo, con intereses diversos y con frecuencia contradictorios; lo que, por cierto, no impide a un sector de ellos embarcarse en un proyecto político.

Hago memoria de este hecho porque sospecho que con la corrupción debería pasar lo mismo: deberíamos romper esquemas ideológicos y culturales y comenzar por reconocer que la corrupción –entendida, en sentido amplio, como la captura de “lo público” por intereses privados lícitos o ilícitos-, es la cultura dominante en nuestro país y que, por el contrario, el respeto a la ley, esto es, el respeto al Estado de Derecho (rule of law) es aquí una contracultura; no es la regla general sino la excepción y los que auténticamente intentamos ajustar nuestras conductas a lo que manda la ley, somos vistos como aves raras y hasta como idiotas (de ahí la tristemente famosa frase: “para cojudos, los bomberos”). Reconozcámoslo: en el Perú ser corrupto es algo relativo.

Esta cultura de la corrupción es una vieja compañera de viaje de la historia del Perú y hunde sus raíces en la época colonial, tal y como lo han demostrado investigadores como Alfonso Quiroz. Si bien nosotros los abogados y la cultura jurídica que alimentamos somos los principales responsables de esta cultura ciudadana de la corrupción, no somos los únicos. Los dirigentes políticos, los periodistas y el ciudadano de a pie, nacen y crecen en una atmósfera familiar, vecinal y profesional que mira la corrupción como un mal inevitable o como un estilo de vida en el que hay que embarcarse.

Seguramente para muchos la corrupción es un mal necesario y que, visto en perspectiva, ha funcionado como un lubricante que ha ayudado a flexibilizar leyes irracionales o no ajustadas a la realidad. Sin embargo, lo que la evidencia empírica demuestra, en primer lugar, es que gran parte de la riqueza generada no ha ido a parar a favor de los más pobres ni ha contribuido a consolidar instituciones democráticas; muy por el contrario, ha ido directamente a los bolsillos de muy pocas personas y ha prostituido las instituciones. De esta manera, la corrupción no sólo no ha contribuido al desarrollo del país sino que ha ahondado la desigualdad y ha contribuido a la fragilidad del Estado democrático.

En segundo lugar, la corrupción ha instalado una actitud ciudadana y un discurso oficial cínicos frente a la legalidad. Autoridades, periodistas y líderes de opinión repiten como un libreto frases trilladas como “lucha frontal contra la corrupción”, “caerá todo el peso de la ley” o “se investigará hasta las últimas consecuencias”, pero simultáneamente muchos de ellos se miran a los ojos y dejan entrever una leve sonrisa, pues sólo es discurso, no realidad. La terrible secuela de esta actitud cínica es el absoluto descrédito en el que cae la ley. A continuación, algunas demostraciones recientes de esta cultura dominante de la corrupción en nuestro país.

El fiscal invencible y las investigaciones imposibles
El actual Fiscal de la Nación, Carlos Ramos Heredia, ha decidido ser el “fiscal invencible”. Como es de público conocimiento, asumió el cargo en medio de serios cuestionamientos provenientes de diversos sectores; estos cuestionamientos apuntan fundamentalmente a su presunta vinculación con la mafia liderada por personajes que ahora vienen siendo procesados o buscados por graves delitos y corrupción: el prófugo Rodolfo Orellana y ex presidente regional de Ancash, el detenido César Álvarez.

Sin duda que todas las personas tienen derecho al debido proceso y, entre otras garantías, a la presunción de inocencia. Sin embargo, el señor Ramos Heredia es nada más y nada menos que el actual Fiscal de la Nación, esto es, la máxima autoridad que precisamente debería liderar la lucha contra el delito y, por ende, por la posición que ocupa debería estar libre de toda sospecha de vínculos con el crimen organizado.

Por el contrario, el señor Ramos Heredia viene siendo investigado por las tres rutas que nuestra Constitución prevé que un fiscal supremo podría ser investigado y, eventualmente, sancionado: i) la investigación fiscal a cargo del propio Ministerio Público, ii) la investigación parlamentaria a cargo del Congreso de la República y iii) la investigación disciplinaria a cargo del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM).

Como es fácil deducir, pese a la actitud valiente de un puñado de fiscales que fueron separados por Ramos Heredia cuando era Jefe de la Oficina de control del ministerio público y que lo han denunciado, es altamente improbable que una investigación fiscal contra el Fiscal de na Nación, prospere. A diferencia del Poder Judicial, el Ministerio Público no sólo se rige por el principio de autonomía de los fiscales, sino también por el de subordinación, por lo que el Fiscal de la Nación tiene más poder e injerencia en el Ministerio Público que el Presidente de la Corte Suprema en el Poder Judicial.

En cuanto a la investigación parlamentaria, más allá de las buenas intenciones de algunos congresistas como Mesía Guevara o García Belaúnde, dicho Poder del Estado está lleno de congresistas con rabo de paja, a los cuales el Fiscal de la Nación y el congresista Heriberto Benítez pueden dar una mano. Así, entre el escaso entendimiento y los arreglos bajo la mesa, es estrecho el margen de maniobra que tiene una investigación parlamentaria en contra de Ramos Heredia.

Así que Ramos Heredia ha identificado muy bien que las mayores amenazas provienen del CNM, que le ha abierto tres investigaciones preliminares por casos tan graves como “La centralita” o la sospechosa e irregular destitución del fiscal Luis Checa Matos, así que ha decidido concentrar su artillería en dicho órgano y en determinado consejero. Su estrategia es sencilla pero efectiva: revivir investigaciones penales contra el consejero Gonzalo García Núñez –que es uno que lo está investigando disciplinariamente-, generar una supuesta incompatibilidad y, de inmediato, solicitar su inhibición en las investigaciones en su contra. Ramos Heredia ha calculado que no tiene pierde con esa maniobra: si el consejero sale a la prensa a denunciar esta jugada, da la impresión de conflicto de intereses; si el consejero, en cambio, se queda callado, la investigación en su contra corre y, entonces, igual generará un aparente conflicto de intereses.

Como se puede apreciar, más allá que las graves acusaciones en contra del actual Fiscal de la Nación finalmente se lleguen a corroborar, los serios cuestionamientos a quien debe ser el líder de la lucha contra el delito y ahora esta maniobra burda para sacudirse de un consejero incómodo que lo está investigando, sería suficiente para que sus colegas –la junta de fiscales supremos- le pidan que dé un paso al costado, al menos hasta que se aclaren las investigaciones. También debería generar un pronunciamiento firme y oficial del pleno del CNM. Pero ustedes y yo sabemos que eso difícilmente sucederá. ¿Por qué? Porque eso es “normal” en el Perú: “tranquilo hermano, déjalo al hombre jugar su partido”.

Mientras tanto, crece la sospecha que desde la Fiscalía de la Nación se estaría entorpeciendo las investigaciones contra los prófugos Rodolfo Orellana y Benedicto Jiménez. No lo decimos nosotros, sino el propio Gobierno a través del actual Ministro del Interior, quien en conferencia de prensa con la prestigiosa procuradora Julia Príncipe Trujillo, ha salido a denunciar ello.

Las autoridades actuales, cuando no están involucradas en graves actos de corrupción, parecen conformarse con una demagogia anticorrupción que calma conciencias 

Fui a su boda pero no sé nada
Otra muestra reciente de esta laxitud de lo que los peruanos entendemos por corrupción, es la denuncia de conflicto de intereses del actual Presidente del CNM, Pablo Talavera, en los procesos de designación y ratificación del juez superior César Hinostroza Pariachi, debido a que el abogado (Luis Castillo Alva) de este último es amigo del consejero Talavera. Quizás para algunos la sola amistad no es motivo suficiente para invocar conflicto de intereses, pero resulta que no sólo son buenos amigos, sino que Talavera asistió a la boda de Castillo Alva en junio del 2012 en Bogotá y fue uno de los testigos de la boda, a la que, por lo demás, también asistió el patrocinado de del abogado, esto es, el juez Hinostroza Pariachi.

¿No debió inhibirse el consejero Talavera ante tanta cercanía? Por supuesto que sí; pero él recién lo acaba de hacer –luego de dos años de conflicto de intereses- forzado por una investigación periodística publicada por el Diario “La República”. Tal actitud es doblemente condenable viniendo de una persona como Pablo Talavera: ex magistrado que forjó en el Poder Judicial un prestigio de independencia y firmeza. Si jueces así incurren en este tipo de conductas ¿qué puede esperarse entonces de magistrados con mala reputación?

Este caso tampoco ha merecido un pronunciamiento firme y oficial por parte del Pleno del CNM ni ha merecido mayor cobertura periodística, inclusive del mismo diario que destapó el caso. “Era su pata pues, ¿qué tiene de malo?”

“Violadores y ladrones entre los candidatos”
Finalmente, la actual campaña electoral municipal y regional ha terminado por develar lo que ya era conocido por todos: la política ha sido capturada por mafias de todo calibre, por el crimen organizado y por peces chicos y gordos de la corrupción. Este drama de la democracia peruana no ha comenzado con este proceso electoral sino que ya tiene sus años y ha ido de menos a más; pero al parecer en esta oportunidad el destape criminal por ocupar cargos municipales y regionales ha llegado a un nivel difícil de ocultar.

Entonces tenemos titulares del diario “La República” sólo durante el mes de agosto del presente año como los siguientes: “Carro de candidato fujimorista llevaba 500 kilos de droga” (2 agosto 2014), “2,131 candidatos tienen condenadas” (9 agosto 2014), “Hay 124 candidatos acusados de narcos” (20 agosto 2014), pero el más sorprendente y ciertamente indignante es el del pasado 18 de agosto: “Violadores y ladrones entre los candidatos”.

Ciertamente que nos inscribimos dentro de los que creen en la resocialización de quien delinque, en la presunción de inocencia y, en general, en las garantías del debido proceso. Pero, a la vez, la democracia no puede permitir dejarse secuestrar por hampones. Frente a ello, la legislación electoral vigente resulta absolutamente insuficiente para contribuir a enfrentar una situación tan grave, por lo que se requiere un nuevo marco normativo que incorpore nuevos supuestos de causales de inhabilitación para postular a un cargo público.

Por ejemplo, una persona condenada por graves actos de corrupción o por narcotráfico debería estar inhabilitado de por vida para ocupar un cargo público, porque ello supondría poner en riesgo otros bienes constitucionales. ¿Y su derecho constitucional a la resocialización? No quedaría anulado pero sí limitado en aras de cautelar otros derechos: el ex narco o ex funcionario público corrupto, bien podrían abrir un negocio o hasta ejercer alguna profesión, pero no ser alcalde o regidor. Esto es lo que conoce como “pena de muerte civil” que debería ser seriamente debatida en el Parlamento para consensuar la mejor manera de ajustarla al marco constitucional.

Otro ejemplo es el de los candidatos que fueron condenados judicialmente y fueron obligados a pagar una reparación a favor del Estado y que han cumplido la pena pero no el pago y, sin embargo, ahora gastan millonarias sumas en sus campañas electorales. Este es otro supuesto que debería inhabilitar para ocupar un cargo público, hasta que ese ciudadano cumpla por completo –con su libertad y su patrimonio- con la sociedad y el Estado; de lo contrario ¿cómo puede confiar que de alcalde o presidente regional va a cumplir con sus electores?

Sin embargo más allá de necesarias reformas normativas, la principal responsabilidad que estas elecciones hayan sido capturadas por los delincuentes, corresponde a los partidos políticos, sus dirigentes y militancia, quienes suelen hacer de la vista gorda ante candidatos de trayectorias impresentables pero que aportan recursos a la campaña. “Roba pero hace obra” parece haberse convertido ya en una máxima al momento de decidir el voto.

Como puede apreciarse de este rápido vistazo por la justicia y la política, la corrupción está muy bien instalada y no se percibe una auténtica voluntad de extirparla por parte de las autoridades; tampoco se percibe una demanda ciudadana constante y firme para que ello ocurra. Salvo contadas excepciones, las autoridades actuales –como las anteriores también-, cuando no están involucradas en graves actos de corrupción, parecen conformarse con una demagogia anticorrupción que calma conciencias y permite llenar con numerosos indicadores las páginas web de las instituciones.

Así, podríamos decir que en el Perú de hoy ser corrupto es algo relativo, pues no te impide llegar a ser fiscal, juez, alcalde, presidente regional o congresista.

Sobre el autor o autora

Laura Vásquez
Estudiante de periodismo.

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