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Revista Ideele N°301. Diciembre 2021La derecha peruana jugó sus últimas cartas para vacar a Castillo antes de finalizar el año, fracasando estrepitosamente. Sin embargo, no es momento de celebraciones porque la infección sigue en pie, aun cuando la fiebre haya bajado momentáneamente algunas líneas.
Además, debemos tomar en cuenta que las preocupaciones, en gran parte y para no abundar en detalles, también van por el lado de un gobierno como el de Castillo que no necesita de los oponentes políticos para autodestruirse, porque le basta sus partidarios y sus aliados ocasionales para llevar a cabo la tarea con esmero.
Pero, la casi inexistente capacidad del Ejecutivo para consolidar algo de estabilidad, no puede conducirnos a desatender el hecho de que ha empezado a tomar forma de manera cada vez más nítida una derecha extremista que no puede comprenderse con formulismos, que poco favor hacen para el diseño de una adecuada estrategia política que le haga frente
A modo de ensayo, para el intercambio y el debate, sería interesante saber si esta derecha que ha empezado a constituirse entre nosotros es, en términos gruesos, semejante a la que viene actuando desde los años 90, es decir, la que se moldeó teniendo como marco la reestructuración neoliberal del país. Una respuesta tentativa es que la derecha actual no es igual a la que vimos hace 30 años y se encarnaba casi exclusivamente en el fujimorismo pero, sin duda, tiene muchos puntos de contactos, actualizados y corregidos.
Ante la agresión sintetizada en el vocablo “terruco” el lado progresista de la política peruana ha respondido, exitosamente, con el vocablo “corrupto”. Sin embargo, así como el primero busca clausurar vías para la inclusión política, el éxito del rótulo “corrupto” ha conducido a ahondar las ya enormes distancias existentes entre gobernantes y gobernados. Más aun, que la derecha sea más propensa de ser acusada de corrupta entre nosotros, no significa que la izquierda esté fuera de estas acusaciones, como las crecientes sospechas hacia el gobierno del presidente Castillo parece confirmar.
Igual pero diferente
Algo que debe llamar la atención es el proceso mediante el cual estas expresiones fueron poniendo de lado a los partidos políticos y empezaron a adoptar otros mecanismos para colocar sus intereses en la arena pública. Por ejemplo, la conformación y fortalecimiento de CONFIEP en la segunda mitad de los años 80 (luego vendría la SNMPE y ASBANC, entre otros). De igual manera, a partir de mediados de los años 90 tuvimos la vocería política ultra derechizada que emanó desde la cúpula eclesial peruana con Cipriani a la cabeza, acompañada ocasionalmente por algunas de las versiones evangelistas que por entonces ya habían empezado a pulular en nuestros círculos políticos. Asimismo, los enormes costos institucionales que debió asumir las fuerzas armadas por su intervención en el conflicto interno, sumado a su compromiso político con el fujimorismo, buscó resolverlos mediante un relato tributario de la Guerra Fría (apuntalado, es cierto, desde el 2001 con las posiciones de Bush y su “guerra contra el terrorismo”), en el que los “comunistas” aparecían como los causantes de sus problemas y, por ende, del país.
Pero, lo más significativo es que fueron dejando de lado espacios rígidos y articulados para dar cabida a expresiones atomizadas aparentemente sin relaciones entre ellas pero, si poníamos los focos adecuados, íbamos a reparar que tenían no sólo un tejido ideológico compartido sino que también se articulaban entre ellos para desencadenar campañas muy bien organizadas que no se dirigían a un objetivo político directo y de corto plazo sino, en su lugar, intentaban formar los ambientes necesarios para, en el momento oportuno, “asaltar el poder” o extraer a los “comunistas” de los espacios de decisión.
Entonces, todo parece indicar que no necesitaron partidos sino sectas que actuaran en cuanto espacios tuvieran a su alcance, para arribar a los objetivos de su misión. Para ello, ha sido fundamental el acompañamiento de los medios de comunicación y, digámoslo de este modo, la “captura” de la opinión pública.
Como afirmara Vidal-Naquet[1] acerca de los negacionistas del Holocausto y que viene puntual para nuestro caso: “Una secta minúscula, aunque encarnizada, consagra a ello todos sus esfuerzos y acude a todos los medios: opúsculos, ficciones, tiras de dibujos, estudios pretendidamente eruditos y críticos, publicaciones especializadas, para destruir no la verdad, que es indestructible, sino la toma de conciencia de esa verdad”.
Para ello, recuerda Steve Forti[2], debemos tomar en cuenta que la gran batalla del siglo XXI es la de los datos. En la dimensión global, la ultraderecha ha actuado rápidamente en estos temas durante la última década, compilando desde una dudosa legalidad los datos de millones de ciudadanos con el objetivo de generarles un perfil y crear una propaganda personalizada. Allí tenemos el escándalo de Cambridge Analytica, los juegos online -como el “Vinci Salvini” en Italia- o el trabajo realizado en Hungría por Fidesz desde hace más de una década. Desde estas plataformas, la ultraderecha se ha especializado en promover el hate speech en las redes sociales, mediante procedimientos que son muy conocidos entre nosotros.
Entonces, allí tenemos uno de los objetivos principales de la derecha que fue constituyéndose en el país durante las últimas décadas: parafraseando a Vidal-Naquet, presentarse como “asesinos de la memoria” en tanto no se afana en articular una verdad que de sustento a su “terruqueo” sino, por el contrario, en su tránsito de “triunfadores ante el terrorismo” que sostenían en los años 90 a “terruqueadores” en la actualidad fueron ampliando los destinatarios de sus acusaciones mendaces, sin abrir puertas a un debate que buscara una comprensión de lo ocurrido sino aplastando a todo aquel que no comulgara con su fraude.
Así como no es simplemente una continuidad de lo que tuvimos años atrás, la ultraderecha peruana tampoco es simple réplica de sus pares europeos y estadounidenses. Responde, en gran parte, a procesos que tomaron forma específica entre nosotros. Entre los factores que la amolda está, por ejemplo, el reformismo velasquista que dio fin al Estado oligárquico sin solución de continuidad, que ha devenido en su relato como el punto de quiebre entre un país que no debió perderse y uno que a partir de ese momento fue secuestrado por el desorden y el caos impuesto por los “comunistas”.
También está la experiencia terrorista auspiciada por Sendero Luminoso y que fuera leída por estos sectores con anteojos de Guerra Fría. Además, como una rémora oligárquica, la concepción de un aparato de Estado como espacio privatizado. A renglón seguido, el peso confesional que impide el despliegue de un concepto laico del Estado y, en general, de la vida pública: el aborto, la salud sexual y reproductiva, todo ello alrededor de una idea totalmente antojadiza de “familia”.
¿Qué propone como proyecto? ¿Qué sentido tiene su movilización? La base de su propuesta está en el miedo. Como afirma Enric Juliana[3], “la extrema derecha … se ofrece como administradora de la ira y como tecnóloga del miedo en un mundo ilegible. Un mundo muy difícil de entender, puesto que la confusión es el precio que pagamos para no ir a la guerra. Por ahora…”
A ello agreguemos que la ira que busca manejar surge, entre otros factores, de la enorme frustración que ha dado como resultado un sistema democrático que no pudo ofrecer resultados económicos que se esperaba y en su lugar terminamos constatando que las desigualdades históricas siguieron manifestándose, agravándose además con la desaparición del estado de bienestar, la precarización del trabajo, etc. De otro lado, no ha podido procesar cuestiones centrales cuyas resistencias mayores provienen del sentido común de peruanos y peruanas como el aborto, los derechos de las minorías, la inmigración, el matrimonio homosexual, el feminismo, etc. En tercer lugar, los supuestos organizacionales de la democracia solo mostraron una profunda crisis y no sólo porque los partidos políticos dejaron de funcionar, porque también lo hicieron instancias fundamentales para el ejercicio democrático como los sindicatos, las organizaciones barriales, etc.
La ultraderecha peruana tampoco es simple réplica de sus pares europeos y estadounidenses. Responde, en gran parte, a procesos que tomaron forma específica entre nosotros. Entre los factores que la amolda está, por ejemplo, el reformismo velasquista que dio fin al Estado oligárquico sin solución de continuidad, que ha devenido en su relato como el punto de quiebre entre un país que no debió perderse y uno que a partir de ese momento fue secuestrado por el desorden y el caos impuesto por los “comunistas”.
Al encuentro de las personas
Entonces, el ambiente que permite avanzar y consolidarse a una derecha extrema está signado por el quiebre total de cualquier marco que pudiera ofrecer un mínimo de seguridad a las personas, señalándoles los aparentes culpables de su situación y ofreciendo respuestas sencillas a problemas complejos. Sin duda, muchas de estas respuestas son simplemente falsedades que las repiten una y otra vez sin proponer un diálogo y, por lo mismo, no deja de ser una ilusión que busquemos contrastar posiciones con ella porque su finalidad no es debatir y presentar mejores argumentaciones: en suma, proponen una embestida contra la democracia con la finalidad de destruirla. Allí, insistimos, no hay nada para debatir.
En ese sentido, un factor muy potente que impide la legitimación de sus discursos basados en el odio es que gran parte de sus operadores están marcados por las sospechas de corrupción. Por ello, ante la agresión sintetizada en el vocablo “terruco” el lado progresista de la política peruana ha respondido, exitosamente, con el vocablo “corrupto”. Sin embargo, así como el primero busca clausurar vías para la inclusión política, el éxito del rótulo “corrupto” ha conducido a ahondar las ya enormes distancias existentes entre gobernantes y gobernados. Más aun, que la derecha sea más propensa de ser acusada de corrupta entre nosotros, no significa que la izquierda esté fuera de estas acusaciones, como las crecientes sospechas hacia el gobierno del presidente Castillo parece confirmar.
El panorama descrito plantea un horizonte de desafíos que la izquierda debe responder, si no quiere agotar sus posibilidades de alternativa política en el corto plazo. Si bien los miedos que emanan desde la sociedad y son aprovechados políticamente por la derecha pueden ser exagerados, eso no implican que no existen.
Así, la construcción de nuevas hegemonías implica problematizarse seriamente sobre las dificultades y problemas existentes para enfocar el “sentido común” desde la política. En efecto, allí es donde falla clamorosamente izquierdas como la que encarna Perú Libre, que está segura de que la revolución es un juego de palabras que debe ser consagrada “constitucionalmente” y no el tedioso ejercicio cotidiano de cambiar el sentido común imperante hasta lograr la hegemonía: ya no basta, para ser políticamente eficaz, señalar genéricamente las “injusticias históricas”.
Para ello, volver a Gramsci[4] sería una buena sugerencia, en tanto concibe el sentido común como un nudo multifacético y entrelazado de, por un lado, visión clara (buen sentido), que no se deja engañar por los vendedores de humo; pero por otro, de miopía ciega aferrada defensivamente a lo cómodo y lo familiar. El sentido común es, tal como lo plantea, crudamente resistente al cambio y conservador. Pero el sentido común también refleja el espíritu creativo del pueblo y cuando se busca una genuina transformación social debería comenzarse desde estos puntos.
En esa línea, seguramente, vamos a encontrar que es indispensable buscar nuevas formas -legítimas- de representación política, obligando a revisar nuestras ideas sobre la participación para proponer una versión mucha más profunda y decidida de la acción ciudadana en el control y rendición de cuentas de las autoridades.
Es decir, el objetivo está en la profundización de los mecanismos democráticos y el amortiguamiento de las opciones extremas mediante la activación de una ciudadanía cada vez más activa. En suma, la ruta para detener a los extremos políticos tiene como objetivo la profundización democrática y no su destrucción como se plantean éstos. Para ello, debe construirse un espacio político en el que se proponga la defensa y consolidación de la democracia; reducir las desconfianzas entre gobernantes y gobernados haciendo cada vez más transparentes las instancias y procedimientos de la gestión gubernamental; tomarnos seriamente la disminución de la brecha educativa porque ha quedado demostrado que los disloques en esta dimensión es lo que viene jugando a favor de la presencia y consolidación de extremas derechas e izquierdas; finalmente, es indispensable una estrategia política comunicativa, que permita enfrentar con éxito a las opciones antidemocráticas.
Porque, como indica Steve Forti[5], la izquierda también tiene sus responsabilidades en el avance de la extrema derecha. Debe construir un proyecto que salga de la irrelevancia y no busque la pureza autocomplaciente, pero también debe saber juntar las diferentes luchas existentes dándole unidad, sin caer en los estériles debates para iniciados, incomprensibles para buena parte de la sociedad. “Al mismo tiempo, la izquierda tiene que evitar a toda costa comprar, aunque sea parcial y tácticamente, el discurso de la ultraderecha”, creyéndose, equivocadamente, que la atención puesta en los últimos años en luchas como la feminista, la de los derechos del colectivo LGTBI o la de los migrantes ha permitido que posiciones de ultra derecha hayan penetrado en los sectores populares: la izquierda debe, huelga decir, preocuparse por las condiciones materiales de todas las personas, pero no puede pensar que la defensa de las condiciones materiales no se compatibilizan con las aspiraciones, expectativas e identidades de estas mismas personas.
[1] Pierre Vidal-Naquet: Los asesinos de la memoria. Siglo XXI Editores. Ciudad de México, 1994.
[2] Steve Forti: Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla. Siglo XXI de España Editores. Madrid, 2021.
[3] Enric Juliana: Prólogo. Forti, op. cit.
[4] Kate Grehan: El sentido común en Gramsci. La desigualdad y sus narrativas. Ediciones Morata S. L. Madrid, 2018.
[5] Forti, op. cit.
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