El Capital y las inmensas preguntas de Rochabrún

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Revista Ideele N°302. Febrero – Marzo 2022

En un biopic que vi hace muchos años, un joven Albert Einstein es entrevistado como postulante al cargo de profesor de física de una escuela. ‘¿Qué es la física para usted?’ le pregunta el director. ‘Para mí, la física no es más que un conjunto de preguntas que todavía no encuentran respuesta’, contesta el personaje. Para su sorpresa, el director lo contrata de inmediato, y le explica: ‘usted sabe lo más importante: sabe que no sabe’. Valga la escena para preguntarnos ¿qué habría sido de la ciencia si Einstein no hubiera empezado por formularse esas preguntas, cuya respuesta encontró en la teoría de la relatividad? En otras palabras, bienvenidos sean los que formulan interrogantes, porque, sin ellas, no avanzaría el conocimiento.

El capital de Marx, afirmación y replantemiento (Editorial Ande, 2021), el reciente libro de Guillermo Rochabrún, es mucho más que una guía para la lectura y comprensión del primer tomo de la obra cumbre del gran pensador alemán. Más allá de la exposición reflexiva de la teoría del capitalismo (cosa que hace de manera clara y brillante), la obra de Rochabrún es crítica, en el sentido hegeliano de este término, tan caro a Marx y tan presente en sus trabajos.

Se trata, como dice el autor, de mostrar el despliegue de las determinaciones en su movimiento contradictorio, hasta alcanzar su superación. Se expone, pero también se señalan los cabos sueltos y se plantean muchas interrogantes, sin duda muy pertinentes, y más si consideramos que la obra de Marx quedó inconclusa, y que gran parte de la misma está en borradores y cuadernos que, hasta la fecha, no terminan de recopilarse.

Aun si se limitara a lo primero (la exposición y explicación de los conceptos y categorías del primer tomo de El capital) el libro ya sería un valioso aporte. Rochabrún ha dictado, como bien saben sus numerosos discípulos, un curso sobre esta obra de Marx durante muchos años, de manera que su conocimiento de la materia es verdaderamente exhaustivo. Para quien desee emprender la lectura de El capital, el libro es una introducción muy metódica y didáctica de las categorías fundamentales: la mercancía, el valor, el trabajo concreto y abstracto, el plusvalor, el dinero y, por supuesto, el capital, como síntesis de las determinaciones.

Es obvio que, luego de venderse las mercancías, el capital debe reproducirse. Pero dicha reproducción no es, dice Rochabrún, una simple repetición del ciclo, sino un intrincado conjunto de fenómenos y de relaciones que hacen indispensable considerar a la reproducción como una tercera esfera, tanto más importante cuanto que en ella ‘se revelan los límites intrínsecos a la unilateralidad de lo estrictamente privado’ en palabras del autor.

Dada la envergadura de la materia, me eximo de intentar un comentario de esta primera parte, para concentrarme, más bien, en algunas de las polémicas cuestiones con las que Rochabrún nos interpela en la segunda, porque pienso que la mejor manera de corresponder al esfuerzo del autor es intentar, dentro de nuestras modestas limitaciones, esbozar respuestas o, por lo menos, proponer alguna ruta para encontrarlas.

Uno de los temas puestos en cuestión es la ley general de la acumulación capitalista (en adelante, LGAC), según la cual el desarrollo del capital lleva aparejado el progresivo reemplazo del trabajo manual por la máquina, cosa que, a su vez, genera cada vez más desempleo y miseria para los trabajadores. La ley, entonces, significa que la acumulación de capital produce una acumulación de miseria, lo que, según Marx, acrecienta la rebeldía de la clase obrera­­­­, organizada y disciplinada por el propio proceso capitalista de producción.

Pero Rochabrún observa (con mucha razón) que entre la primera y la segunda parte de estos enunciados hay cabos sueltos. Los desempleados (el “ejército industrial de reserva”), lejos de aumentar la combatividad de la clase obrera, pueden constituir un lastre que sirve al capital para debilitar las demandas. ¿Cómo así, entonces, está garantizado que tal estado de cosas conduzca inevitablemente a la rebeldía de la clase? Marx no da explicaciones al respecto, limitándose a decir que esta ley “se ve modificada por múltiples circunstancias”.

A la luz de la experiencia histórica, nos dice Rochabrún, observamos que, en los países que eran escenarios emblemáticos del capitalismo, los trabajadores combatieron contra la explotación, pero tales luchas no condujeron a una creciente polarización de clases, sino, más bien, a conquistas y logros nada desdeñables. No desaparece la esencial contradicción entre el capital y el trabajo, pero se configura una situación muy distante de aquella creciente pauperización pronosticada por la LGAC, tal como dicha ley aparece formulada en el tomo I.

Rochabrún rescata una categoría fugazmente mencionada en El capital, pero que resulta de singular importancia: las condiciones generales de la producción (en adelante, CCGGP). Se trata, según la breve enumeración de Marx, de edificios, caminos, medios de transporte, en una palabra: infraestructura. Pero, como bien observa Rochabrún, estamos hablando de una inmensa y creciente masa de instalaciones (autopistas, semáforos, puertos, aeropuertos, redes de gas, electricidad, represas, agua y desagüe, sanidad, teléfonos, internet, satélites, y un interminable etcétera).

Buena parte de esas cosas fueron, en los comienzos del capitalismo, de propiedad privada. Cada empresa debía procurarse su propio pozo de agua o su propio caldero para energía y alumbrado, por ejemplo. Pero, a medida que se desarrollaba la producción capitalista y se hacían más grandes y complejas las ciudades, las soluciones individuales resultaron inviables (el tráfico de vehículos es la muestra más patente de ello). Era indispensable organizar esos servicios estratégicos de modo más eficiente, para facilitar la vida de la población y garantizar el orden público para todos, de manera que, progresivamente, pasaron a gestionarse de manera pública, es decir, en instancias que permitieran llegar a acuerdos que rigieran para todos y con instituciones que hicieran respetar dichas decisiones.

Si ya en tiempos de Marx la masa de esas infraestructuras era grande, hoy ha crecido tanto que resulta imposible ignorar las preguntas que suscita y que, tan perspicazmente, Rochabrún formula. ¿A qué categoría pertenecen? ¿son capital constante? ¿cuál es su efecto sobre la composición orgánica del capital? ¿producen plusvalor los trabajadores que las construyen? y, sobre todo: ¿cómo afecta todo esto a la LGAC?

Respondiendo a la última pregunta, Rochabrún califica a las CCGGP como “puentes” que cruzan el abismo existente entre el capital y el trabajo. Son dispositivos contradictorios, puesto que, si bien cruzan el abismo, no lo eliminan, y están en permanente tensión con la lucha de clases. Pero Rochabrún añade otra observación: esas infraestructuras son, también, una manifestación del carácter social de la producción. Son servicios que, en una fase avanzada del capitalismo, sólo se pueden regentar de manera más o menos pública. Pero, precisamente por eso, son mudos testigos de que la libre iniciativa privada, esencia histórica del capitalismo, es incompetente para atender a tales necesidades.

Tanto las observaciones de Rochabrún sobre la LGAC cuanto las que hace sobre las CCGGP tienen que ver con un tercer tema, el mismo que, en mi modesta opinión, es el más importante aporte de su libro.

Mientras la economía política de su época intentaba encontrar el origen del plusvalor en la esfera de la circulación de mercancías, Marx emprendió el trabajo de demostrar que tal cosa no era más que una apariencia. Para ello se adentró en la esfera de la producción, donde terminó demostrando que el valor del salario es el costo de subsistencia del trabajador y, por la misma razón, el valor del producto del trabajo realizado en la jornada es superior a ese salario. El producto lleva encubierta esa plusvalía, la misma que recién aparece cuando la mercancía se vende.

Resuelto ese misterio, Marx parece haber pensado que, luego de la venta, el ciclo se reinicia, y así continúa girando indefinidamente, de la circulación a la producción y viceversa. Sin embargo, como bien observa Rochabrún, El capital dedica varios capítulos analizar una serie de fenómenos que, bien vistos, ya no son una simple repetición del ciclo: el aumento de la productividad del trabajo, las fluctuaciones de la duración de la jornada, la acumulación originaria, la renta del cuelo, el aumento de la composición orgánica del capital y las crisis, entre otros.

Es obvio que, luego de venderse las mercancías, el capital debe reproducirse. Pero dicha reproducción no es, dice Rochabrún, una simple repetición del ciclo, sino un intrincado conjunto de fenómenos y de relaciones que hacen indispensable considerar a la reproducción como una tercera esfera, tanto más importante cuanto que en ella ‘se revelan los límites intrínsecos a la unilateralidad de lo estrictamente privado’ en palabras del autor.

Considerar a la reproducción como un tercer campo, adicional a la circulación y la producción, resulta ser un planteamiento tan pertinente que, visto el asunto retrospectivamente, sorprende que Marx no lo haya dicho explícitamente, más aún si tenemos en cuenta que, para él, la contradicción principal del capital consiste, precisamente, en su creciente dificultad para reproducirse.

Pero esa creciente dificultad aparece mucho mejor explicada en el tercer tomo de El capital, donde, si bien es cierto que Marx no llega a presentar explícitamente a la reproducción como una tercera esfera, sí expone un conjunto interrelacionado de factores que podrían considerarse un esbozo de la misma. Tal cosa ocurre en los capítulos XIII, XIV y XV de dicho tomo, donde, para comenzar, encontramos lo que podría considerarse una reformulación de la LGAC: la ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.

El punto de partida para explicar esta ley es el mismo que el de la LGAC del primer tomo: el capital incrementa constantemente la productividad mediante la introducción de maquinarias (de tecnología, diremos más propiamente), lo que, a su vez, ocasiona un aumento de su composición orgánica. La diferencia estriba en que, en esta reformulación, el énfasis acerca de los efectos de dicho aumento no está puesto en el crecimiento del ejército industrial de reserva ni en la pauperización creciente del proletariado, sino en que, cuanto más alta sea la composición orgánica, menor sería la tasa de ganancia resultante, lo que constituye la contradicción principal del sistema (“el misterio en torno del cual ha venido girando la economía política desde Adam Smith”, dice Marx acerca de este descubrimiento suyo).

Puede discutirse si Marx sostuvo que la tasa de ganancia caería de manera inevitable, porque, en el capítulo XIV, expone seis factores que el capital moviliza para contrarrestar esa potencial caída: el aumento del grado de explotación del trabajo, la reducción del salario por debajo de su valor, el ejército industrial de reserva, la reducción de los costos del capital constante, el comercio internacional y el aumento del capital por acciones (capital financiero, diremos ahora).  Cada uno de esos factores (mal traducidos como “causas” en las ediciones en español, porque en el original alemán figura entgegenwirkende ursachen, que significa “contrarrestar las causas”) es, a su vez, contradictorio, y el resultado de este intrincado despliegue de factores es que la ley, según Marx, no opera como fatalidad, sino como “tendencia”.

Pero, dejando al margen, por el momento, la discusión sobre los efectos de esta ley sobre la tasa de ganancia propiamente dicha, cabe resaltar otra conclusión que Marx deriva de aquélla, y que, al mismo tiempo, viene a ser una pista crucial para responder a importantes interrogantes formuladas por Rochabrún. ¿Quién enterrará al capitalismo? ¿el sistema camina hacia su inevitable fin, o puede continuar girando indefinidamente alrededor de sus crisis, puesto que, por medio de ellas, restablece su rentabilidad?

Tal vez la pregunta no debería ser ¿quién enterrará al capitalismo?, sino ¿qué sistema lo podría sustituir exitosamente? El desplome de los llamados “socialismos reales” nos aleja de las certezas que anteriormente pudimos haber tenido al respecto. Sin embargo (y esta es la principal respuesta que quiero proponer a Rochabrún), en el tercer tomo hay un hilo conductor que, bien seguido, muestra una clara luz, avizorada por el genio de Marx, al final del túnel.

La misma aplicación de la maquinaria (que, según Marx, implica una contradicción inmanente, y conduce, en consecuencia, al aumento del desempleo, al aumento del grado de explotación y a la tendencia decreciente de la tasa de ganancia) tiene otro efecto, que resulta crucial para encontrar la salida del molino satánico (Polanyi dixit) del capitalismo.

El desarrollo de las fuerzas productivas constituye, para Marx, la ‘misión histórica y la razón de ser del capital’ (El capital, T. III, p. 256, edición del FCE) porque así crea, sin proponérselo, los medios materiales para una forma más alta de producción, es decir, la riqueza suficiente para satisfacer las necesidades de los seres humanos (riqueza que hoy abunda y sobra, aunque el sistema sea incapaz de distribuirla con equidad).

Una vez satisfechas las necesidades materiales, se abre para la humanidad la posibilidad de trasponer las fronteras del reino de la necesidad para entrar en el reino de la libertad, donde comienza el despliegue de potencialidades humanas que se considera como fin en sí (op. cit., p. 759). Y aquí viene lo más importante: la condición para que florezca ese reino de la libertad es, según dice Marx en este extraordinario pasaje de la parte cumbre de su obra, la reducción de la jornada de trabajo, (la expansión del tiempo libre, decimos nosotros, para que no quede duda al respecto).

Si recordamos que, en varios pasajes de su obra, Marx se refiere al comunismo) como la libre asociación de los individuos (lo dice así en el Manifiesto y en La ideología alemana), creemos que es precisamente el tiempo libre ­—y no su opuesto, el trabajo enajenado— el escenario donde puede y debe florecer el reino de la libertad.

Sobre el autor o autora

Carlos Tovar Samanez
Arquitecto, diseñador gráfico, escritor y caricaturista peruano.

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