Escalas de dolor, espacios de comunicación

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Revista Ideele N°302. Febrero – Marzo 2022

La pandemia nos ha mostrado cuán (no) preparados estábamos para hablar del miedo, el sufrimiento y la muerte. Encontramos, una vez más, que nuestras vivencias necesitan elaborarse en palabras para asumirlas, hacer la paz con ellas y dar sentido a lo que atravesamos. Pero las palabras pueden resultarnos disonantes cuando no responden a lo que esperamos de nuestra comunicación. El lenguaje para consolar a quien sufre con desesperación es diferente al que se emplea para discutir la estrategia de atención a personas contagiadas. Confundir estos registros de comunicación genera más dolor y caos. Aprender a acercarnos y a tomar distancia con nuestras palabras, según momentos y espacios, nos acerca solidariamente, fortalece la discusión pública y nos hace más capaces de actuar responsablemente.

Cercanía y escucha para procesar

La pérdida de una persona querida involucra un sentido de vacío difícil de poner en palabras. Muchas veces requiere silencio para reubicarnos en un mundo que se ha vuelto extraño desde lo más cotidiano. Lleva tiempo, esfuerzo y compañía comenzar a narrar lo sufrido, de manera que abra espacio para continuar. Esa necesidad de hacernos comprender nos da, a la vez, distancia para reconsiderar y sentir, lo que antes nos asaltó y derrumbó en soledad. Disponer de esa escucha nos permite irnos reencontrando en el relato que vamos articulando. Nos ayuda a continuar avanzando en la medida que hace presente, de una nueva forma, a quienes ya no están, y echa luz al camino que hubiésemos querido avanzar juntos. Pero a la dureza de la enfermedad y la muerte durante la pandemia, se ha sumado la falta de espacios, momentos y acompañantes para poder llorar, callar y contar.

Las palabras cobran sentido en lugares y tiempos específicos. Cada comunidad tiene su forma de llorar, mover y vestir a sus personas queridas cuando fallecen. Tiene también un lugar para disponer de su cuerpo, con la música y comida apropiados para despedirlo hasta, quizás, una nueva visita. Los protocolos que hemos debido seguir para cuidar a las familias de las personas fallecidas han violentado el ritmo de estos ritos necesarios para que la ausencia y la despedida sean progresivas. Debimos disponer rápida y asépticamente de cadáveres, cuando necesitábamos humanamente llorar y despedir a personas que formaban nuestro mundo.

Por eso, durante ese proceso, puede resultar tan chocante leer sobre porcentajes y número de muertes, como si estas pudieran sumarse y dividirse indistintamente. Como si “mi” pérdida solo fuera “una más”. Y ciertamente las estadísticas necesitan despojar de su particularidad a cada caso – dejar su nombre e historia – para poder agrupar, distinguir, rastrear tendencias y modelar un panorama general. Sabemos que sin esa visión de conjunto no podemos tomar las decisiones que necesitamos urgentemente. Y, con todo, para quien tienen un familiar agravándose, suenan incomprensibles e irrelevantes las explicaciones sobre la disponibilidad de respiradores y las prioridades para asignarlos. Este desencuentro ha tenido una causa muy concreta en la insuficiencia de infraestructura sanitaria pública, pero se hizo, si cabe, mucho peor por la falta de espacios para compartir el sufrimiento personal e inmediato que necesita sus palabras y ritmos propios.

Distancia y respeto para servir

A la vez, decidir sobre políticas públicas de salud o en la sala de triaje exige distanciarse de la particularidad de cada paciente y sus acompañantes. Cada profesional sabe de la importancia de esta distancia y lo incomprensible que le resulta frecuentemente al público. Así como no espero de mis amistades cercanas una escucha distanciada y neutral, el acercamiento de un(a) profesional en clave personal dentro de su actividad laboral puede resultarme no solo perturbador sino abusivo. Actuar profesionalmente involucra esa medida de distanciamiento personal como una forma específica de respeto que permite, precisamente, servir mejor a la persona. No siempre es fácil comprender este sentido del profesionalismo, sobre todo en situaciones de urgencia. Quienes trabajan en la primera línea del sector salud sufren especialmente esta incomprensión, que se suma al desgaste por el dolor y la muerte que enfrentan diariamente.

Acordar y ejecutar políticas necesita espacios y lógicas propios, justificadas en el mayor bien alcanzable con los recursos disponibles. Reconocer la legitimidad y necesidad de esos espacios y lenguajes es muy diferente a afirmar que sus decisiones no deban responder a ninguna otra instancia o que estén desconectados del sufrimiento y necesidades de las personas, familias y comunidades particulares. Si el distanciamiento profesional se justifica porque permite servir mejor, entonces solo tiene sentido si puede aclarar en las situaciones concretas qué significa ese mejor servicio. Esas situaciones pueden ser muy diferentes: la atención a adultos(as) mayores, a personas en situación de riesgo, a comunidades culturales con sus propias formas de cuidar su salud y bienestar, etc. En vez de igualar toda situación y conformarse con un ejercicio meramente funcional de la medicina, el desafío es identificar, en cada ámbito de experiencia, qué significa cuidar la salud de seres humanos en ese ámbito con los recursos disponibles. Cuidar éticamente a personas y no solo atender usuarios.

Esas decisiones y sus criterios son y deben ser, por principio, discutibles; esto quiere decir, abiertos al escrutinio público informado teniendo claro que todo respaldo u objeción debe justificarse según ese exigente sentido humano del cuidado. Por eso no ayuda enfrentar, como si estuvieran en la misma escala, el sufrimiento personal y la responsabilidad profesional por acciones donde, a pesar de los mejores esfuerzos, habrá muertes. Lamentablemente, ese enfrentamiento irresponsable y oportunista no ha estado ausente en nuestra discusión mediática durante la emergencia. Hemos exhibido el sufrimiento, compartido desinformación y convertido indignaciones justificadas en ataques interesados. Pero también hemos tenido oportunidades de ver y escuchar palabras y acciones que nos han permitido encontrarnos, aclararnos e ir haciendo caminos.

Aprender a comunicarnos: crecer políticamente

Para comunicarnos y actuar en estos diferentes registros no bastan definiciones o reglas. Necesitamos aprender a encontrar, desde el hogar y la escuela, palabras para escuchar y narrar vivencias y ausencias que todavía duelen. Es muy probable que en las últimas décadas hayamos distanciado a nuestras hijas e hijos de la cercanía a la vejez, enfermedad y muerte que eran más familiares a generaciones pasadas. Hoy nos toca elaborar esa distancia en palabras y acciones que nos ayuden a cuidarnos y acercarnos atendiendo nuestras vivencias particulares. Además de las conversaciones, ya disponemos de testimonios dibujados, escritos o grabados durante la pandemia. Son un material valioso para que más personas y comunidades puedan reencontrase con su propia experiencia y elaborarla desde sí mismas.

Ese reencuentro nos abre, entonces, a escuchar otras historias, tan diferentes en sus circunstancias y tan cercanas en su dolor.  No todos hemos sido igualmente vulnerables, pero podemos reconocernos desde esa diferencia. Esa apertura y reconocimiento desde la vulnerabilidad puede cultivar en nosotros un sentido de lo público que nos aclare el valor de un debate que se empeña en un bien común. En este espacio público mi experiencia particular no necesita imponerse delante de las otras o reducirse a ser solo una más. Puede ponerse en palabras que acojan y permitan aparecer también el sufrimiento de otros, sin quitarles su propia voz. Tenemos la oportunidad de construir un espacio donde, como diría H. Arendt, no desaparezca la pluralidad de nuestras historias irreductibles de muerte, pero también de esperanza y de vida.

Sobre el autor o autora

Víctor Casallo
Director de la Escuela Profesional de Filosofía de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.

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